El reloj marca las 11 de la mañana. En el improvisado estacionamiento en la entrada del asentamiento de Calais, el mayor campo de refugiados de Francia, un enorme grafiti de Banksy reza "London's Calling", parafraseando la canción homónima de The Clash. La letra i es el dibujo de un hombre que carga una mochila. Es Steve Jobs. Es una provocación y es también un guiño para las personas que viven ahí y que cada día, con sus propias mochilas a cuestas, intentan llegar al Reino Unido.
Dentro del asentamiento, en la calle principal, se ve una peluquería atendida por paquistaníes donde un hombre se afeita la barba y un corte de cabello cuesta cinco euros. A lo lejos se escucha música africana. Y más allá, se distingue sólo a un hombre sentado con la cabeza gacha contra un poste. Una mujer camina con el rostro cubierto por el velo islámico. No hay nadie más.
Son las 11, pero Calais recién está despertando. A la noche, casi nadie duerme: todos salen a buscar un chofer de camión que esté dispuesto a transportarlos clandestinamente por el túnel marítimo que traspasa el Canal de la Mancha. Faltan todavía unos minutos para que el campamento, hogar de 5.800 personas según datos de Médicos sin Fronteras (MSF), entre en ebullición. Un hombre recién levantado lleva su cepillo de dientes en la mano. El sol brilla. Se escuchan murmullos. De a poco, la gente sale.
Cuando se hace el mediodía, el campamento está en ebullición. El lugar, al norte de Francia, es un ex basural que antes había sido un bosque y que ahora alberga, en carpas y viviendas precarias, a refugiados de Medio Oriente y África.
Un hombre invita a entrar a su restaurante afgano. Se llama Hafin y lleva una gorra. Aclara que hay que sacarse los zapatos antes de entrar porque el piso está alfombrado y hay que sentarse en el suelo. "Bienvenidos, bienvenidos. Ese es el nombre de mi tienda. Welcome", dice en inglés. Sirve té mientras sonríe. De fondo, un televisor muestra a una mujer árabe cocinando. En el ambiente hay una mezcla de aroma a huevos revueltos, salsa de tomates y carne con el olor a gas de las garrafas que usan para cocinar. Adentro, un grupo de hombres juega a las cartas.
La gente va de aquí para allá. Vaga, charla, ríe. Se arma un partido de fútbol en la calle, una fila para tomar una ducha o para recibir un plato de comida. Siempre hay hacer fila y esperar. Quienes viven en el campamento no trabajan. La falta de papeles legales se los impide, a lo que se suma la saturación en la que se encuentra la ciudad de Calais, ubicada a tan solo cinco minutos en coche desde el campamento.
El día de un refugiado se reduce entonces a pasarlo lo mejor posible en medio de la miseria en la que vive y mientras cuenta las horas antes de volver a la ruta. Porque el campamento es un lugar de paso que puede tomar días, semanas o meses, pero lugar de paso en fin.
“TAN CERCA, PERO TAN LEJOS. TAN SOLO 45 MINUTOS ME SEPARAN DE MI SUEÑO”, DICE BAYAN, SIRIO DE 25 AÑOS
Al menos una vez al día, hay un episodio de pelea en el asentamiento. La mayoría de los habitantes son de Afganistán, Pakistán, Sudán y, en menor medida, Siria y Eritrea. Todos escapan de guerras, de persecuciones políticas o religiosas, de la pobreza, pero las diferencias culturales y étnicas entre cada comunidad son tangibles y hay separaciones de facto en pequeños barrios.
El conflicto al interior de la jungla es inevitable, por más que todos coincidan en que se debe intentar lo contrario. Por lo general, los mismos refugiados interceden para que no sea la policía francesa la que intervenga, según explica Daniel Barney, de MSF. Sin embargo, no siempre se logra. Esta semana, hubo incidentes entre inmigrantes afganos y sudaneses y fue incendiada una zona del campamento.
AL MENOS UNA VEZ AL DÍA, HAY UN EPISODIO DE PELEA EN EL ASENTAMIENTO
Si está despejado, desde la costa de Dover, en Reino Unido, es posible ver Calais. Ese es el punto en el que el Canal de la Mancha se estrecha y la distancia entre la tierra francesa y la inglesa se vuelve mínima. Para los refugiados, eso quiere decir que se está más cerca de la tierra prometida. Desde Calais, no obstante, es más difícil ver hacia la otra orilla. Llegar al otro lado también lo es.
"Tan cerca, pero tan lejos. Tan solo 45 minutos me separan de mi sueño", dice Bayan, sirio de 25 años, recién llegado de Damasco tras una travesía de semanas en las que recorrió medio continente europeo. Francia, para ellos, es un país con un idioma difícil, una burocracia más compleja para obtener el asilo político y una policía más dura. En Londres, en cambio, aspiran a conseguir un empleo, incluso quizás retomar los estudios en la universidad.
Cuando el sol empieza a acostarse en el horizonte, rozando en diagonal al mar, es la hora de salir. De repente, en el campamento vuelve a reinar el silencio. Apenas se ven personas y ya no se escuchan risas. Los refugiados están adentro de sus carpas. Cenan sentados en círculo sobre una alfombra bordeada por sus bolsas de dormir para compartir ese instante antes de partir. Luego, toman sus mochilas, en las que llevan sus pocas pertenencias y salen a las calles de ripio. Se ven los grupos irse juntos levantando la polvareda detrás de sus pasos y con sus bolsos a cuestas. Como aquel grafiti de Bansky que verán cuando salgan a probar suerte.
Algunos de ellos volverán sin éxito muy tarde, se irán a descansar y despertarán al día siguiente cerca del mediodía. Contarán de nuevo las horas hasta que llegue el atardecer para volver a intentarlo, y así será cada día de cada semana. Muy pocos alcanzarán la meta, y sus camas vacías representarán su victoria hasta que llegue otro refugiado a ocupar su lugar. Y es que el drama de los refugiados no termina. Se calcula que cincuenta personas, entre adultos, adolescentes y niños, llegan a diario a ese limbo entre Inglaterra y Francia que es la jungla de Calais.