Al percatarse de las penurias que vivía su gente, Cuauhtémoc se rindió ante los invasores españoles. Hernán Cortés recibió con mucha cortesía al último gobernante mexica, el cual de frente le dijo:
“¡Ah capitán! ya yo he hecho todo mi poder para defender mi reino y librarlo de vuestras manos; y pues no ha sido mi fortuna favorable, quitadme la vida, que será muy justo y con esto acabaréis el reino mexicano, pues a mi ciudad y vasallos tenéis destruidos y muertos… Con otras razones muy lastimosas, que se enternecieron cuantos allí estaban, de ver a este príncipe en este lance”, refiere el libro Visión de los vencidos de Miguel León Portilla.
El capitán español lo consoló y le pidió que ordenara a los suyos que se rindieran. Sin pensarlo tanto y ante las presiones de hambre y enfermedad que reinaban en Tenochtitlan, el tlatoani habló con los tenochcas y solicitó su renuncia a la guerra, pues estaban en poder de sus enemigos.
“La gente de guerra, que sería hasta sesenta mil de ellos los que habían quedado, de los trescientos mil que eran de la parte de México, viendo a su rey dejaron las armas, y la gente más ilustre llegó a consolar a su rey”
El sitio de la capital mexica duró ochenta días y el saldo de muertes fue más de 200,000 por parte de los españoles y alrededor de 240,000 del bando tenochca, entre ellos casi toda la nobleza indígena.
Pasado este episodio, los peninsulares tomaron para sí el oro y la plata. Ante el éxito obtenido en la batalla y después de enterrar a los muertos, celebraron haciendo grandes fiestas.
Los señores indígenas Cuauhtémoc, de Tenochtitlan; Tlacotzin, Oquiztzin, de Azcapotzalco Mexicapan; Panitzin, de Ecatepec; y Motelhuihtzin, mayordomo real, fueron llevados a Coyoacan, en donde les quemaron los pies.
Para entender los motivos que orillaron al último gobernante mexica a rendirse ante los invasores, es importante analizar la estrategia que estos siguieron. Al bloquear el ingreso de alimentos y agua a Tenochtitlan, los peninsulares lograron en poco tiempo causar caos en la ciudad.
“Y todo el pueblo estaba plenamente angustiado, padecía hambre, desfallecía de hambre. No bebían agua potable, agua limpia, sino que bebían agua de salitre. Muchos hombres murieron, murieron de resultas de la disentería. Todo lo que se comía eran lagartijas, golondrinas, la envoltura de las mazorcas, la grama salitrosa”
A esta caótica situación se le sumó la peste de la viruela, desconocida para los habitantes de Mesoamérica hasta la llegada de los españoles.
El último presagio funesto
De acuerdo con el relato de Miguel León Portilla, el último presagio de la derrota fue la aparición de “un fuego, cual remolino, como si viniera del cielo”.
“Era como un remolino; se movía haciendo giros, andaba haciendo espirales. Iba como echando chispas, cual si restallaran brasas. Unas grandes, otras chicas, otras como leve chispa”
Su sonido era estridente, retumbaba. Su trayectoria fue la siguiente: “rodeó la muralla cercana al agua y en Coyonacazco 70 fue a parar”. El fuego se apagó en el lago y “nadie hizo alarde del miedo” ni mencionó una palabra.
Al siguiente día no hubo cambio alguno, los enemigos (el ejército español) seguían en sus posiciones.
Por su parte, el capitán Cortés estaba “viendo constantemente hacia acá parado en la azotea. Era en la azotea de casa de Aztautzin, que está cercana a Amáxac. Estaba bajo un doselete. Era un doselete de varios colores. Los españoles lo rodeaban y hablaban unos con otros”.
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