Don Francisco Páez, dueño de la tienda de abarrotes ubicada en un edificio de la calle Salamanca, en la colonia Roma de la Ciudad de México, se encontró una mañana con la cañería de su local tapada.
El hombre –podemos imaginarlo con ánimo de fastidio– llamó a un plomero y a dos albañiles para resolver el problema. Había que romper el piso para llegar a la tubería, desalojar el caño y tapar de nuevo el boquete.
De qué tamaño habrá sido la sorpresa y el susto de aquellos tres hombres al destapar la cloaca y encontrar, ese día 8 de abril de 1941, “un enorme tapón de carne humana putrefacta, gasas y algodones ensangrentados”.
Entre la náusea, plomero y albañiles extrajeron aquel amasijo que envolvía además el cráneo de un niño.
El episodio, tan aterrador como se lee en la prensa de la época, destapó literalmente una de las historias criminales más impactantes de los años 40 en la Ciudad de México, que tuvo como protagonista a una mujer.
Su nombre era Felícitas Sánchez Aguillón, la prensa la bautizó como “La Ogresa de la Colonia Roma” y en la lista de asesinos seriales mexicanos aparece también como “La Trituradora de Angelitos” y “La Descuartizadora de la Colonia Roma”.
La prensa consideró tan atroces sus crímenes como sorprendente su final en la cárcel, pues pasó sólo tres meses en prisión, aunque estaba acusada de los graves delitos de asesinato y tráfico de niños.
Pero Felícitas guardaba secretos que hubieran causado una conmoción peor y seguramente un infeliz final para muchas mujeres de la época. Como lo tuvo ella al suicidarse el 16 de junio de 1941, apenas dos meses después de quedar al descubierto sus crímenes.
La huida de Veracruz
Gracias al archivo del periódico de sucesos La Prensa, del trabajo de investigación de Roberto Coria y Guadalupe Gutiérrez, creadores de una serie en audio conocida como “Testigos del Crimen”, y de Norma Lazo, autora del libro Sin clemencia, publicado en 2007, ha sido posible reconstruir la vida y la historia de Felícitas Sánchez Aguillón.
Veracruzana, nacida en la comunidad de Cerro Azul en la década de 1890, las investigaciones aseguran que tuvo una infancia desdichada por el rechazo de su madre y que desde niña exhibía un comportamiento inusual al disfrutar del maltrato de animales: perros y gatos callejeros a los que, dice, envenenaba por pura distracción.
Por su puesto, la tormentosa relación con su madre y estos rasgos patológicos de su carácter sirvieron años después para el perfil psicológico que la prensa difundió al descubrirla asesina.
En sus años siguientes Felícitas debió tener una vida tal vez convencional, pues lo único escrito al respecto es que estudió enfermería, se casó con un hombre de su pueblo natal, llamado Carlos Conde, y en su primer embarazo tuvo gemelas.
El nacimiento de sus hijas al parecer desveló el lado oscuro de la personalidad de la mujer, quien convenció a su marido, luego de mucho insistir, en vender a aquellas niñas para conseguir dinero que les permitiera al menos algunos días de desahogo económico.
Su marido, aunque se opuso al principio, cedió. Pero la culpa lo asaltó y exigió a Felícitas que le dijera quién había “comprado” a sus hijas. La mujer se negó, el matrimonio se quebró y la pareja terminó separada.
Todavía en Veacruz, Felícitas se dio cuenta del negocio que representaba la venta de niños y se convirtió en una intermediaria entre aquellas mujeres que no podían mantenerlos o no los querían y aquellas que no podían tenerlos. El negocio lo completaban sus servicios como partera.
Así reunió el dinero suficiente para trasladarse a la Ciudad de México en el año de 1910 y rentar una habitación a una mujer que vivía en el departamento 3 del edificio marcado con el número 9 de la calle de Salamanca, en la colonia Roma. Allí donde Don Francisco Páez tenía su tienda de abarrotes.
De partera a asesina
En la capital del país, Felícitas siguió con el rentable negocio de venta de niños y partera. Después amplió su oferta: a mujeres embarazadas fuera del matrimonio, que iban a buscar sus servicios, les ofrecía la opción del aborto.
Nadie sabe cuántas mujeres recurrieron a ella, pero la información le sirvió después para negociar su salida de la cárcel, al amenazar a las autoridades: o la dejaban libre o revelaría los nombres de las mujeres que habían recurrido a ella. Y la liberaron.
Durante casi tres décadas, Felícitas se dedicó a los abortos, los partos y la venta de niños en aquel departamento donde pasaba todo el día sola.
La mujer que le rentaba salía durante todo el día a trabajar y nunca supo de las actividades de su inquilina hasta la mañana del 8 de abril que las autoridades llegaron al edificio donde vía para investigar el hallazgo de la cañería.
Aquella no era la primera vez que los vecinos se quejaban de problemas en la tubería y más tarde incluso declararon a las autoridades que Felícitas siempre les había parecido extraña.
De su departamento, relataron, a veces salía humo negro que dispersaba un apestoso olor y llamaban su atención las recurrentes visitas de mujeres “de clase”.
Las autoridades ya la conocían, pues dos veces la habían detenido al intentar vender a dos bebés. No obstante, la mujer salió libre tras pagar una simple multa.
A Felícitas le iba tan bien con el negocio, que incluso abrió una tienda en el número 69 de la calle Guadalajara, en la colonia Hipódromo Condesa, que llamó “La Quebrada” muy cerca del lugar donde vivía.
El local se convirtió después en referencia de su caso, porque hasta allí llevó sus crímenes, que escalaron de la venta al asesinato de menores.
Cabeza intermedia
A la prensa de sucesos de la época la fascinaban los detalles de los casos. El periódico La Prensa, que todavía existe y es uno de los más famosos en la cobertura de noticias policíacas con tintes amarrillos, dio santo y seña de los asesinatos de Felícitas.
Entre mitos y veras, los asesinatos de niños que no podía vender son escalofriantes: los estrangulaba, los envenenaba, los cortaba, los quemaba o desmembraba y metía en bolsas sus restos que abandonaba en la basura o los vaciaba por el caño del baño. Hubo más detalles, pero mejor omitirlos.
Quién sabe durante cuánto tiempo cometió esos crímenes, pero la prensa calculó que sus víctimas sumaban más de 100 niños, hasta el día del macabro hallazgo en la tienda de don Francisco Páez, vecino de Felícitas.
La investigación del caso quedó en manos de un suspicaz investigador, muy famoso entonces, de nombre José Acosta Súarez, quien comenzó las indagatorias y los interrogatorios a los vecinos del edificio.
Al llegar al departamento 3 donde vivía Felícitas, abrió la puerta la mujer que años atrás le había rentado el cuarto. No sabía nada de los crímenes de su inquilina, pero dejó pasar a los policías.
En la recámara de Felícitas hallaron un altar con velas, agujas, ropa de bebé, un cráneo humano y una gran cantidad de fotografías de niños. Ese mismo día las autoridades catearon la miscélanea “La Quebrada”, donde obtuvieron más pruebas en su contra.
Felícitas se enteró de la investigación y huyó. Pero el investigador José Acosta pudo detener en pocos días a un cómplice de Felícitas, que para ese momento ya se había convertido en “La Descuartizadora” y “La Ogresa de la Colonia Roma”.
Se trataba de un plomero de nombre Salvador Martínez Nieves, quien fue aprehendido el 11 de abril de 1941. En su declaración confirmó los crímenes de la mujer y aceptó su complicidad a cambio de dinero por destapar las cañerías constantemente bloquedas por los cuerpos de los fetos y los niños.
Ese mismo día, por la noche, cayó también Felicitas junto con su amante Roberto o Alberto Covarrubias, a quien llamaban “El Beto” o “El Güero”. Los dos iban en un automóvil que transitaba por la calle Bélgica de la colonia Buenos Aires, en el centro de la ciudad de México, con rumbo a Veracruz.
Un final inesperado
Las primeras declaraciones de Felícitas ante las autoridades helaron la sangre de los habitantes de la Ciudad de México.
“Efectivamente, atendí muchas veces a mujeres que llegaban a mi casa. Las atendí de las fuertes hemorragias que tenían, algunas provocadas por golpes y la mayoría de ellas por serios trastornos ocasionados por haber ingerido sustancias especiales para lograr el aborto. Me encargaba de las personas que requerían mis servicios y una vez que cumplía con mis trabajos de obstetricia, arrojaba los fetos al WC”, declaró.
Sin rastro de culpa, según las crónicas del diaro La Prensa, la mujer narró escenas escalofriantes.
“Una mujer me dijo que había soñado que su hijo iba a nacer muy feo, que por favor le hiciera una operación para arrojarlo. En efecto, aquella criatura era un monstruo: tenía cara de animal, en lugar de ojos unas cuencas espantosas y en la cabeza una especie de cucurucho. A la hora de nacer, el niño no lloraba, sino bufaba. Le pedí al señor Roberto que lo echara al canal, y él le amarró un alambre al cuello”. Así sus palabras reproducidas por los diarios.
Siempre vestida de negro, Felicítas fue recluida en una celda aislada por representar un peligro para el resto de las internas.
Quién sabe si fue idea de su abogado o de ella advertir al juez de su causa que revelaría los nombres de todas las mujeres que habían acudido a ella para abortar si eso le permitía lograr una menor condena.
El periódico La Prensa se encargó de difundir la velada amenaza. En su titular se lee: “La Descuartizadora denunciará a todas las señoras que la fueron a solicitar”.
El 26 de abril de 1941 Felícitas Sánchez Aguillón fue procesada por los cargos de aborto, inhumación ilegal de restos humanos, delitos contra la salud pública y responsabilidad clínica y médica. Ninguno considerado grave por la ley. El 10 de mayo de ese mismo año, el juez octavo determinó una fianza de 600 pesos de entonces para dejarla libre.
Al mes siguiente, en junio, “La Ogresa de la Colonia Roma” dejó la cárcel luego de que las autoridades “perdieron” las pruebas en su contra (entre otras el cráneo hallado en la tubería). La Procuraduría no pudo ni siquiera apelar el fallo del juez, a pesar de contar con las confesiones del amante y el plomero cómplice.
El rechazo social la cercó y Felícitas se suicidó poco después, el 16 de junio de 1941, con una sobredosis de Nembutal. Murió durante la madrugada, en la casa que compartía con su amante mientras él dormía.
Dejó tres cartas postumas: dos dirigidas a sus abogados, y una a su pareja. Ninguna para una hija que había procreado con su amante y que al parecer terminó en un orfanato.
El detective José Acosta, por su parte, dejó atrás aquel frustrante caso al detener, un año después, a otro asesino serial mexicano: Gregorio “Goyo” Cárdenas, conocido como “El Estrangulador de Tacuba”.
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