Felipe Calderón Hinojosa quiso que su gobierno (2006-2012) fuera recordado como el sexenio de la seguridad. Apostó a la persecución del crimen organizado, multiplicó el gasto en policías federales, envió al ejército a las calles y echó a andar una estrategia para hacer convincentes sus acciones: la guerra contra el narcotráfico.
El año anterior a su toma de posesión, la tasa de homicidios en el país era de 9,5 por cada 100.000 habitantes. La cifra pronto se multiplicó, lo que llevó al gobierno a negar que hubiera víctimas colaterales; los muertos en la “guerra” eran criminales o héroes —policías y soldados— que los combatieron. Catorce años después, demasiadas víctimas desconocidas han caído en esta batalla. Las estimaciones se acercan a los 250,000 muertos y 60,000 desaparecidos.
El inicio
El comienzo de esta era oscura y violenta puede fecharse el 11 de diciembre de 2006. Ese día, el entonces presidente Felipe Calderón declaró la guerra al narco.
La intención era detener a los delincuentes que actuaban como amos y señores en varias entidades. Lanzó el Operativo Conjunto Michoacán y envió 6.000 efectivos para frenar la violencia de los cárteles. Desde entonces, la bestia de la delincuencia sintió el pinchazo en el lomo y no ha dejado de dar coletazos.
Han sido catorce los en los que se ha aprendido a medir los homicidios vinculados con este tipo de violencia. Catorce años en los que la estructura del narco se “tambaleó”: surgieron nuevas células, aparecieron nuevos líderes, otros murieron o fueron abatidos. Han sido catorce años en los que periodistas han usado la autocensura como su carta de “sobrevivencia”. Catorce años, 168 meses y 5.250 días, de “sangre y plomo”.
Rodaron cabezas en Michoacán
El ataque al bar Sol y Sombra, ocurrido el 7 de septiembre de 2006, en Uruapan, Michoacán, se dice, fue el germen de la guerra contra el narcotráfico que emprendió el ex mandatario Felipe Calderón.
Ese día, una veintena de individuos encapuchados con rifles AK-47 vestidos con uniforme de la Agencia Federal de Investigación abrió fuego sin conmiseración sobre el negocio.
El estruendo de las balas mandó al suelo a bailarinas y clientes. Los falsos agentes entraron, se acercaron a la pista de baile y sacaron una bolsa con cinco cabezas. Se retiraron sin mediar palabra, pero dejaron un narcomensaje. “La familia no mata por paga, no mata mujeres e inocentes. Sólo muere quien debe morir. Sépalo. Esta es justicia divina”, se leía.
Este crimen atrajo la mirada internacional como pocos antes. Fue también la primera vez que trascendió al resto del país el nombre de La Familia Michoacana.
Cuatro meses después de iniciada la guerra contra el narcotráfico, el Ejército —responsable de la pelea con los grupos criminales— sufriría su primera gran emboscada. Fue en Carácuaro, en la región de Tierra Caliente, cerca de Guerrero y Estado de México.
La noche del 1 de mayo de 2007, un grupo armado atacó con fusiles y granadas a un convoy militar durante un patrullaje. Murieron cinco militares, un coronel, un sargento y tres cabos.
El Ejército se volcó en la zona. A los días detuvieron diez personas, cuatro de ellas mujeres y menores de edad. Decomisaron armas largas y cortas y se asestaron una victoria.
En el mes de septiembre, sin embargo, las menores denunciaron violaciones y abusos sexuales por parte de los militares. La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) emitió un informe demoledor. A poco tiempo de la guerra contra el narco, elementos del Ejército ya enfrentaban la acusación de detenciones arbitrarias, tortura, abuso sexual y violación. No sería la última vez.
Aquello fue sólo el principio. El día del grito, el día de la Independencia, delincuentes arrojarían granadas de mano a una multitud en el centro de Morelia, Michoacán en 2008. Casi una decena de muertos y más de 100 heridos serían las cifras de del episodio violento.
En 2009, Calderón capturó a decenas de funcionarios de Michoacán por supuestos vínculos con los narcos. La mayoría quedaron libres meses después.
Ciudad Juárez, resiste
En este sitio se desató el infierno.
Cuando Felipe Calderón llegó al poder, en Ciudad Juárez, Chihuahua, morían asesinadas dos personas al día. En 2008, el promedio subió hasta cinco, y en 2009 eran ya siete las muertes diarias.
Bastaba sólo con asomarse a la ciudad para comprobar que muchas de las víctimas eran jóvenes captados por algunas organización criminal y asesinados en represalia por un cártel rival. Pero también, era fácil encontrar un buen número de abogados, policías, ingenieros, médicos, periodistas convertidos en cadáveres y sospechosos.
En 2010, al menos 60 estudiantes estudiantes celebraban una fiesta en el número 1,310 de la calle Viñas del Portal, cuando un grupo de sicarios llegó al sitio abordo de siete camionetas. Sin mediar palabra, los encapuchados la emprendieron a tiros contra los adolescentes. Dieciséis murieron.
Ese mismo año, Luis Freddy Lala Pomavilla, de 18 años, un ecuatoriano sangrado y malherido, llegó hasta un retén del Ejército en la carretera 101 de Tamaulipas —en la frontera entre México y EEUU— anunciando: “los mataron a todos”.
Antes de fallecer en una clínica, el hombre acompañó a los soldados a un rancho en San Fernando donde se encontraba el horror: 72 migrantes tirados en el suelo y asesinados. La masacre también incluía otro dato: el rapto de indocumentados era un nuevo rubro en el sucio negocio de los cárteles.
Según explicaron, el drama comenzó cuando miembros de Los Zetas le obligaron a trabajar para ellos. Al rechazar la propuesta, los fueron matando uno a uno, con disparos en la espalda y la cabeza. Los cadáveres pasaron así durante horas hasta que Luis Freddy dio el aviso.
La crueldad de la matanza y la tranquilidad con la que se ejecutó dejó estupefacto al país.
Un año más tarde, 2011, la desgracia se llamó Casino Royal. El atentado al negocio de apuestas en Monterrey, Nuevo León, duró apenas un instante, pero bastó para dejar 52 muertos y consternar a toda una ciudad.
Con el crimen, los regiomontanos vivían una jornada con una mezcla de rabia, indignación, tristeza, y frustración por la inseguridad y la ola de violencia que escaló en los últimos años.
Los sucesos macabros siguieron sacudiendo a México. En mayo de 2012, los cuerpos mutilados de 49 personas fueron encontrados en una carretera cerca de la localidad de Cadereyta, en Nuevo Léon. Los asesinos dejaron sólo los torsos de las víctimas en bolsas de plástico.
La matanza se sumó a la acaecida en Jalisco, donde se hallaron 18 cuerpos, algunos de ellos decapitados.
Para diciembre de ese año, cambió el gobierno, pero no la herencia de la guerra.
En 2013, el epicentro del dolor se trasladó a Tierra Caliente —una región que abarca los estados de Guerrero y Michoacán—. Ahí, el desafío de las autodefensas escaló. La intención de este grupo de civiles levantados en armas era librar a los vecinos del acoso del cártel de los Caballeros Templarios.
En los sexenios de Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador la declarada guerra contra el narco ya no fue explícita, pero en los hechos continuaron las desapariciones y los enfrentamientos. Desde Ayotzinapa hasta el Culiacanazo y la masacre de los LeBarón, los eventos trágicos ligados al crimen organizado estrujaron a todo el país.
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