Renunciar a modificar aquello que no podemos cambiar en los demás, es una de las mejores maneras de desprendernos de los malestares que nos ocasiona intentarlo y, a su vez, una de las tareas más difíciles que nos toca enfrentar. El deseo de que los demás cubran nuestras expectativas se juega en casi todos los actos de nuestra vida.
Queremos cambiar a los otros por infinidad de razones. Para que no nos lastimen con lo que hacen o dicen. Para que nos reconozcan. Para que no nos critiquen. Para que estén de acuerdo con nuestra manera de pensar. Para mostrarles que tenemos razón o para imponer nuestra manera de sentir o de pensar.
Pero por más que lo intentemos, no podemos hacerlo. Tenemos que aceptar. Aceptar es no oponer resistencia. Es no luchar. Es no intentar cambiar lo que no podemos cambiar, es tomar lo que sucedió de la forma en que fue y no de la manera que nos hubiera gustado que fuera. Aceptar es estar en desacuerdo y a su vez no enojarnos ni molestarnos por ello.
Nuestro deseo de cambio impregna casi todo lo que nos rodea. ¿No me va a negar que no le gustaría cambiar alguna conducta de su marido, o que su hija sea menos caprichosa, su jefe más simpático y su amiga más comprensiva? La lista de deseos puede volverse interminable y nuestras ganas de cambiar a los demás y a las situaciones que nos rodean, también.
Pretendemos que nos acepten, pero a cambio no ofrecemos lo mismo. No se imagina la cantidad de malestar que acumulamos cada vez que tratamos de cambiar aquello que no se puede. Si tuviésemos bien definida la línea que separa nuestros deseos de nuestras posibilidades ciertas y reales de generar un cambio, nos ahorraríamos una importante cantidad de malestares y a la vez nos podríamos deshacer de aquellos que ya tenemos acumulados.
Fritz Perls, creador de la terapia gestáltica, una vez dijo: “No estoy en este mundo para llenar tus expectativas. Y tú no estás en este mundo para llenar las mías” y yo le agregaría: “con trabajo y compromiso de mi parte, yo cumpliré con mis expectativas, y si no lo hago, tampoco estaré en este mundo, cumpliendo las mías”.
Nuestra injerencia en los pensamientos, emociones y acciones de los demás, es casi nula. A la hora de querer producir un cambio en el otro no podemos hacerlo y esa imposibilidad se traduce en un aspecto favorable de las relaciones interpersonales.
Que distinta sería nuestra vida si al levantarnos cada mañana tuviéramos que ser cómo los otros desean, pensar como los otros esperan y actuar con el consentimiento y aprobación ajena.
No podríamos ser quienes somos. Seríamos una marioneta que cumple los deseos de los demás. Por suerte no podemos hacerlo, pero, a pesar de ello, esperamos que los demás cumplan nuestros deseos y expectativas. Esperamos que los otros sean aquello que no estamos dispuestos a ser, que nos den aquello que no vamos a dar y que cambien lo que jamás nosotros cambiaríamos.
No aceptamos, pero pedimos que nos acepten. No comprendemos, pero pedimos comprensión.
Los cambios que realizamos parten de necesidades internas, propias e individuales y no son movidos ni originados por los deseos ajenos.
Comenzar a abandonar la necesidad de cambiar a los otros es un buen ejercicio que, nos entrena en el difícil arte de respetar y aceptar a los demás.
*Psicóloga y escritora
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