De vez en cuando, cuando llueve en exceso, la zona más árida del mundo se transforma en una especie de mar de flores. Sin embargo, las manchas de colores que inundan la comuna de Alto Hospicio en el Desierto de Atacama en Chile no son flores fragantes, sino ropa de segunda mano. Montones de pantalones, remeras, camperas y otros tipos de prendas se acumulan en grandes pilas que arruinan el paisaje de las colinas.
Situado al norte de Chile, el desierto de Atacama, abarca una amplia zona que se extiende desde el Océano Pacífico hasta los Andes. Este impresionante paisaje está conformado por cañones y picos rocosos de color naranja rojizo. Es considerado el desierto más seco del mundo y se asemeja tanto a la superficie de Marte que la NASA ha realizado pruebas de sus vehículos planetarios en esta zona.
Actualmente, el desierto de Atacama es famoso por una razón menos positiva: se ha convertido en uno de los vertederos de ropa usada que más crece en el mundo, a causa de la producción en masa de ropa barata y elegante conocida como “fast fashion” o “moda low cost”. Este fenómeno ha generado tal cantidad de residuos que las Naciones Unidas lo consideran una “emergencia medioambiental y social” para el planeta. El desafío que enfrentamos es detener este problema.
Las estadísticas hablan por sí solas: según National Geographic, entre el 2000 y el 2014, la producción de ropa se duplicó y los consumidores empezaron a comprar un 60% más de prendas, utilizándolas solamente la mitad del tiempo que antes. Actualmente, el 60% de toda la ropa producida termina en vertederos o incineradoras en menos de un año, lo que equivale a un camión de ropa usada tirada o quemada cada segundo.
Reportes sobre la industria textil han expuesto el alto costo de la moda rápida, con trabajadores subcontratados, denuncias de empleo infantil y condiciones deplorables para producir en serie. A ello hoy se suman cifras devastadoras sobre su inmenso impacto ambiental, comparable al de la industria petrolera. Según un estudio de la ONU de 2019, la producción de ropa en el mundo se duplicó entre 2000 y 2014, lo que ha dejado en evidencia que se trata de una industria “responsable del 20% del desperdicio total de agua a nivel global”.
El mismo informe señala que solo la producción de unos jeans requiere 7.500 litros de agua, destaca que la fabricación de ropa y calzado genera el 8% de los gases de efecto invernadero, y que “cada segundo se entierra o quema una cantidad de textiles equivalente a un camión de basura”. Además, destaca que “la industria de la moda produce más emisiones de carbono que todos los vuelos y envíos marítimos internacionales juntos, con las consecuencias que ello tiene en el cambio climático y el calentamiento global”.
Durante casi cuatro décadas, Chile ha sido el principal importador de ropa de segunda mano en América Latina, y el comercio de “ropa americana” ha florecido en tiendas a lo largo del país. Estas tiendas adquieren fardos de ropa usada de Estados Unidos, Canadá, Europa y Asia, comprados en la zona franca del norte de Chile. En esa área de importación con impuestos preferenciales, los vendedores de todo el país eligen la ropa para sus tiendas y lo que queda no puede salir por la aduana de esta región de poco más de 300.000 habitantes.
Es ropa fabricada en China o Bangladesh y comprada en Berlín o Los Ángeles, antes de ser desechada. Al menos 39.000 toneladas terminan como basura escondida desierto adentro en la zona de Alto Hospicio, en el norte de Chile, uno de los destinos finales de ropa “de segunda mano” o de temporadas pasadas de cadenas de moda rápida.
“Esta ropa llega de todo el mundo”, explicó a la AFP Alex Carreño, ex trabajador de la zona de importación del puerto de Iquique, que vive al lado de un vertedero de ropa. “Lo que no se vendió a Santiago ni se fue a otros países (como Bolivia, Perú y Paraguay por contrabando), entonces se queda aquí porque es zona franca”, afirmó.
“El problema es que la ropa no es biodegradable y tiene productos químicos, por eso no se acepta en los vertederos municipales”, señaló por su parte Franklin Zepeda, fundador de EcoFibra, una firma de economía circular con una planta de producción en Alto Hospicio de paneles con aislante térmicos en base a esta ropa desechable.
Bajo tierra hay más prendas tapadas con ayuda de camiones municipales, en un intento por evitar incendios provocados y muy tóxicos por los químicos y telas sintéticas que la componen. Pero la ropa enterrada o a la vista también desprende contaminantes al aire y hacia las napas de agua subterráneas propias del ecosistema del desierto. La moda es tan tóxica como los neumáticos o los plásticos.
Cómo la ciencia podría contribuir a que la industria textil adopte la economía circular
Según un artículo publicado en la revista científica Nature, el “fast fashion” se llama así en parte porque la industria de la moda lanza ahora nuevas líneas cada semana, cuando históricamente esto ocurría cuatro veces al año.
En la actualidad, las marcas de moda producen casi el doble de ropa que en el año 2000, la mayor parte de ella fabricada en China y otros países de renta media como Turquía, Vietnam y Bangladesh. En todo el mundo, la industria emplea a 300 millones de personas. Pero, increíblemente, más de 50.000 millones de prendas se desechan al año de ser confeccionadas, según un informe de un taller de expertos convocado por el Instituto Nacional de Normas y Tecnología (NIST) de Estados Unidos, publicado en mayo.
Los textiles se dividen en dos grandes categorías: naturales y sintéticos. La producción de los que, como el algodón y la lana, se fabrican a partir de fuentes vegetales y animales, es en gran medida estable, aunque aumenta lentamente. En cambio, la producción de fibras basadas en polímeros, en particular el poliéster, pasó de unos 25 millones de toneladas anuales en 2000 a unos 65 millones en 2018, según el informe del taller del NIST. En conjunto, estas tendencias están teniendo un impacto medioambiental asombroso.
Por ejemplo, el agua. La industria de la moda, uno de los mayores usuarios de agua del mundo, consume entre 20 y 200 billones de litros cada año. También están los microplásticos. Las fibras de plástico se desprenden cuando lavamos el poliéster y otros tejidos basados en polímeros, y constituyen entre el 20% y el 35% de los microplásticos que asfixian los océanos. A esto se añaden productos químicos específicos, como los utilizados para hacer que los tejidos sean resistentes a las manchas y los pesticidas necesarios para proteger cultivos como el algodón.
El cambio es muy necesario, pero requerirá que la industria de la moda se esfuerce por adoptar más lo que se conoce como economía circular. Esto implicará al menos dos cosas: volver a centrarse en fabricar cosas que duren, y así fomentar la reutilización; y ampliar más rápidamente las tecnologías para los procesos de fabricación sostenibles, especialmente el reciclaje. La investigación, tanto académica como industrial, tiene un papel importante en la consecución de estas y otras ambiciones.
Con información de AFP
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