La celebración de la última Conferencia de las Partes (COP25) sobre Cambio Climático al inicio de diciembre de 2019 en Madrid, recogiendo el testigo de Chile, ha colocado el cambio climático en el centro de la agenda social y política en España.
El calentamiento global y sus consecuencias han supuesto un descubrimiento para muchos de lo que es la acción internacional sobre cuestiones de interés y proyección global. Para otros agentes, la referencia a la emergencia climática ha significado un recuerdo. El evento se ha proyectado como plataforma para el debate político envuelto en la riqueza argumental que deriva de las múltiples aristas que rodean a esta temática.
Queremos compartir unas reflexiones sobre la importancia del cambio climático para el adecuado cultivo de la democracia. Para ello, partiremos de la noción de “crisol de la cultura democrática”, que tomamos prestada del concepto “crisol de culturas”. Este término se utiliza para “representar la forma en que sociedades heterogéneas se convierten en sociedades homogéneas”, es decir, para hablar de integración.
Uno de nosotros ha estado interesado por el cambio climático desde los primeros pronunciamientos del Panel Internacional sobre Cambio Climático (IPCC, de sus siglas del inglés), interés plasmado en varias contribuciones en foros diversos y distintas plataformas. El enlace a la entrada Emilio Muñoz, cambio climático en el buscador Google ofrece una muestra significativa de ello.
Particularmente importante para nuestro propósito es el último trabajo que ha publicado en marzo de 2019. En él se aborda desde la perspectiva del método científico, en línea con la misión de la AEAC, la complejidad del problema, su sentido y sus repercusiones, las contradicciones en que se mueve, la importancia de la ciencia que lo sustenta y las reacciones sociales que suscita.
Las dos visiones del fenómeno
Lo que se ha reflejado con nitidez durante las dos semanas de la COP es la existencia de dos macroculturas claramente antagónicas que dan forma a una controversia política, social y esencialmente ética de un notable calado.
- Por un lado, están los científicos, los ecologistas, los agentes movidos por el doble motor de la visión ética weberiana: las convicciones y las responsabilidades.
- Por otro lado, se encuentran quienes mantienen sus intereses y defienden el continuismo. Niegan incluso la existencia del fenómeno –la realidad que cualquier observador atento percibe– y recurren a argumentos poco ajustados a las pruebas científicas que revelan el aumento del nivel de CO₂, el calentamiento de la tierra y los océanos en periodos sorprendentemente cortos y la proliferación de fenómenos atmosféricos extremos.
Este último constituye un importante movimiento que ignora la ciencia, sus métodos y las éticas que la han modulado desde hace más de medio siglo.
Este grupo aprovecha, además, las tecnologías de la información y las comunicaciones ─uso abusivo de internet y las redes sociales─ para descalificar primero a los científicos implicados en la ciencia del clima y, más recientemente, a los activistas que defienden la salud del planeta y el futuro de los sapiens, de la humanidad.
Coincidimos con el brillante y controvertido economista francés Thomas Piketty, quien en los días de la COP25 declaró que “la desigualdad y el cambio climático son los dos problemas más acuciantes de nuestro tiempo”.
Este debate político de difícil clausura por su enorme contenido emocional es el reflejo de un combate entre populismos, porque este término tan de actualidad en los análisis políticos adolece de claridad y robustez en su definición.
Populismos climáticos
El Diccionario de la Lengua Española define el populismo como la “tendencia política que pretende atraerse a las clases populares”. Una definición bastante neutra, si la comparamos, por ejemplo, con la del Diccionario de Cambridge, más cercana al uso habitual que se le da actualmente: “Political ideas and activities that are intended to get the support of ordinary people by giving them what they want” (ideas y actividades políticas que están destinadas a obtener el apoyo de la gente corriente ofreciéndoles lo que quieren).
El término populismo, y el calificativo “populista”, suelen usarse –cada vez con más frecuencia y de manera más indiscriminada─ con una connotación peyorativa. Sobre todo, en aquellos ámbitos políticos con una más señalada diferenciación entre los espectros izquierda-derecha o pueblo-élite.
Como en la democracia, frente a la crisis climática no cabe el populismo o los populismos, sino el pluralismo. Debemos abordar las soluciones con una visión plural, atendiendo a las perspectivas globales y las necesidades de los distintos pueblos. Los pueblos (the peoples), y no el pueblo, en el sentido de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU.
¿Será serendipia o casualidad –o en definitiva, llamada a un ejercicio de coherencia interna─ que Estados Unidos, cuyo timón está en estos momentos en manos de un negacionista confeso del cambio climático, se rija por una constitución cuyo texto comienza diciendo “We the People” (Nosotros el pueblo)?
Soluciones, con reflexión y serenidad
Aunque los científicos vienen advirtiendo desde hace tiempo de las consecuencias para el planeta de la actividad humana, en estos albores del siglo XXI, pareciera que esas consecuencias se precipitan en avalancha. O al menos se perciben de forma más explícita.
Los ciudadanos nos encontramos de bruces con ellas de forma inusualmente rápida, de hoy para mañana. Un día cualquiera desayunamos con nuevas enfermedades o inusuales tasas de prevalencia de algunas de ellas como consecuencia de la contaminación atmosférica, incendios de dimensiones continentales, deforestación masiva o nuevas formas de contaminación como la de los microplásticos.
Ante esta aceleración de los efectos percibidos de la actividad humana, ante la emergencia, la respuesta es pensar y actuar con calma. Esto podría parecer una paradoja. “Pensadnos despacio y actuad con serenidad” ─sería la reclamación de las posibles soluciones─, “que tenemos prisa por ser implementadas”.
Somos conscientes de las dificultades que entraña la clausura de controversias en el campo de las ciencias humanas y sociales por su gran dependencia de la coyuntura, lo que les lleva a producir y diseminar conocimientos en bucle.
Apostamos por un cierre interrogativo. Para ello, parafraseamos a ese fenómeno mediático de la alta divulgación sociocientífica y técnica que es el historiador israelí Yuval Noah Harari. En su libro Sapiens: De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad (2015, Debate, pág. 454) nos plantea la pronta y posible manipulación de los deseos.
Harari apunta que la pregunta real a la que nos enfrentemos sea “¿qué queremos desear?”, en lugar de “¿en qué deseamos convertirnos?” Algo aterrador desde la razón de la ciencia.
Escribió Julio Llamazares: “Puesto a elegir entre la razón y la paz, prefiero la paz, aunque eso me suponga guardar silencio cada vez más”. Por identificados que estemos con esa frase, en cuestión de democracia y de emergencia climática, razón y paz van de la mano, y no cabe guardar silencio.
Por Emilio Muñoz Ruiz, Profesor de Investigación, Instituto de Filosofía del CSIC; Unidad de Investigación en Cultura Científica del CIEMAT, Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS - CSIC), y Jesús Rey Rocha, Investigador Científico en Ciencia, Tecnología y Sociedad, Instituto de Filosofía (IFS-CSIC)., Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS - CSIC)
Publicado originalmente por The Conversation