En un amanecer tétrico de 1932, Alemania asistía al preludio de su descenso a la oscuridad. Tras la escena, un hombre de bigote recortado, Adolf Hitler, que se perfilaba, más que como el arlequín del poder, como el custodio de una tragedia aún sin escribir. ¿Cómo un país, que se enorgullecía de su compleja maquinaria democrática, estaba a punto de entregar las llaves del reino a alguien que jamás había alcanzado una mayoría en elecciones genuinas? Timothy W. Ryback, en su publicación Takeover: Hitler’s Final Rise to Power (Toma del poder: El ascenso final de Hitler al poder), desenrolla el tapiz de un año específico, 1932, desglosando los momentos definitorios que allanaron el camino a un líder improbable, más visto como un payaso hasta ese momento.
Según la crítica de Adam Gopnik en The New Yorker, el libro pone la lupa sobre el establishment político y económico que apoyó a Hitler. Y muestra un escenario desconocido.
—¿Qué voy a hacer con este psicópata? —se preguntaba Kurt von Schleicher, el principal facilitador, según la investigación, del ascenso de Hitler al poder. El general alemán ascendió en la jerarquía política durante los años turbulentos que precedieron a Hitler, e incluso llegó a ser Canciller por pocas semanas en el paso de 1932 a 1933.
Schleicher concebía una estrategia audaz y peligrosa, conocida como Zähmungsprozess, o proceso de domesticación. Pretendía integrar a Hitler dentro del tejido político, mitigar su radicalismo y convertirlo en una herramienta para sus propios fines. Schleicher, con la confianza de quien se ve a sí mismo como un cultivado estratega, creyó posible dirigir el vigor y la energía del movimiento nazi hacia objetivos que él y la élite conservadora consideraban deseables.
Según la perspectiva que Ryback ofrece en su libro, el contexto de la época tejía su propia narrativa compleja. Era un juego de manipulaciones y malentendidos, que ya se sabe cómo terminó.
Gopnik desglosa la perspectiva de Para los magnates de la industria, quienes miraban más allá del antisemitismo aullado por el político, Hitler representaba un protector de sus riquezas. También los comunistas pensaban que, si se omitían el comportamiento y el antisemitismo de Hitler, podrían ver el patrón de la agitación popular. Para la derecha tradicional, Hitler era una figura cuya influencia sería pasajera, un líder fugaz fácilmente manipulable, mientras que la izquierda moderada depositaba su fe en el poder y la solidez de las leyes para contener cualquier exceso de un liderazgo anárquico.
El libro pinta una época marcada por la ironía, en la cual razón cedió ante las supersticiones y las esperanzas infundadas, y el pensamiento mágico terminó por desvelar las ecuaciones brutas del poder.
Hitler ascendió al poder aprovechando el miedo hacia lo incierto y prometiendo restaurar la grandeza pasada de Alemania, lo cual sedujo a la clase media temerosa y golpeada por la crisis econónica y la inestabilidad política y social de la república de Weimar. Tanto Schleicher como Alfred Hugenberg —el segundo gran facilitador según Ryback, un magnate de los medios de comunicación y líder de una agrupación de derecha que quiso sacar provecho del ascenso nazi— creían estar usando a Hitler para sus propios fines, sin darse cuenta de que en realidad ellos bailaban al son que él tocaba.
Personajes como ellos, y también dentro del Partido Nacional-Socialista como Gregor Strasser, dirigente político distanciado de la línea más radical de Hitler, y Ernst Röhm, jefe de las SA, la fuerza paramilitar nazi clave en la presencia callejera del nazismo, desplegaban diversas estrategias, confiados en que serían los triunfadores en la siguiente jugada del juego político. Sin embargo, el ajedrez del poder tiene sus propias reglas, y Hitler terminó por dominarlas mejor que ellos.
En la efervescencia política de Alemania en 1932, el destino parecía tejer una narrativa de suspense. Schleicher, un alfil ya aspirante a convertirse en rey, persuadió al presidente Paul von Hindenburg para que colocara a Franz von Papen como canciller. Papen, a su vez, nombró a Schleicher ministro de Defensa. Luego, procedieron a disolver el Reichstag y convocaron a las elecciones de julio que potenciaron bastante al nazismo.
Diciembre de 1932, tras nuevas elecciones, parecía marcar el crepúsculo político de Hitler: tres fracasos electorales consecutivos no podían dar otro resultado. Schleicher urdió un plan: destituir a Papen de la cancillería, ocupar su lugar y aislar a Hitler dentro del Partido Nacional Socialista al formar una coalición con Strasser y otros sectores más moderados. Pero en un giro inesperado de la trama, Papen, enterado del plan y movido por un rencor profundo, se apresuró y se alió con Hitler, aunque siempre había manifestado sus anteriores reservas hacia él.
—¿Me está diciendo que tengo la desagradable tarea de nombrar a este Hitler como el próximo canciller? —le preguntó Hindenburg a Papen, según el libro de Ryback.
El canciller saliente le aseguró al presidente que podía formar una mayoría funcional en el Reichstag por medios sencillos. Hitler, aseguró, había hecho concesiones significativas, y podía ser controlado. Solo pedía la Cancillería, y no más asientos en el gabinete.
—Vamos a arrincontar a Hitler —estimó Hugenberg con confianza.
La historia ha demostrado que eso fue un error. Los estrategas conservadores, desde Schleicher hasta Papen, pasando por Hugenberg, subestimaron el fenómeno que desencadenaron.
En las tinieblas que siguieron al ascenso de Hitler, las figuras clave de esta historia hallaron diferentes destinos. Tres fueron asesinados durante la Noche de los Cuchillos Largos en 1934, recordó The New Yorker: Schleicher, Röhm y Strasser cayeron en la purga de aquel al que habían favorecido. Ese mismo año, Hindenburg murió de viejo, y dejó un vacío que Hitler aprovechó velozmente para fusionar los roles de Canciller y Presidente y proclamarse a sí mismo como Führer.
Papen se desvaneció en las sombras de la historia, pero fue juzgado, y absuelto, en Nuremberg. Vivió, acaso con el peso moral de sus decisiones, hasta 1969. Hugenberg, el magnate de medios que dio espacio al mensaje de Hitler y lo financió, fue ministro de Economía, pero pronto se encontró marginado y sin poder real bajo el régimen nazi.
Aunque la Segunda Guerra Mundial y la Shoah fueron el epílogo de esta saga, la historia que cuenta Ryback plantea otra pregunta: ¿podría haber sido de otra manera? En retrospectiva, la cadena de decisiones erróneas parece una serie de oportunidades perdidas, donde el valor de actuar, de tomar decisiones distintas en la dinámica política, nunca fue tan palpable. La trama de Takeover no es solo la cronología de un ascenso al poder: es un espejo de las fragilidades de la democracia, otra muestra de la necesidad de no tomarla como algo dado.