Los guardias Michael Thomas y Tova Noel tuvieron una noche tranquila en su turno del 9 al 10 de agosto de 2019, sin preocuparse por el preso que estaba apenas a cuatro metros y medio de sus escritorios y cuya vigilancia les habían encargado especialmente. Creyeron – si es que pensaron en él – que el magnate pedófilo Jeffrey Epstein, inquilino forzado del Centro Correccional Metropolitano de Nueva York desde hacía poco más de un mes, había dormido toda la noche de un tirón.
Pero el único tirón que hubo esa noche fue el que el propio Epstein se propinó en el cuello al ahorcarse con una sábana que ató a las rejas de la ventana. En la primera ronda de la mañana descubrieron que estaba muerto.
Noel y Thomas supieron de inmediato que estaban en problemas. Epstein era el preso más famoso de la cárcel y desde hacía días los guardias nocturnos de ese pabellón – en este caso ellos – tenían la orden precisa de controlarlo cada media hora.
Sobraban motivos para hacerlo, porque el hombre se venía mostrando desequilibrado e incluso había intentado sin éxito matarse una vez. Sin embargo, ellos habían pasado la noche apoltronados en sus sillones frente a los escritorios, habían hecho compras por internet y hasta se dieron el lujo de dormir un par de horas.
De nada les sirvió fraguar apresuradamente los registros para mostrar que habían cumplido con la orden. Fabricaron falsas rondas con la anotación: “El interno Jeffrey Epstein está durmiendo”.
La maniobra murió tan rápido como Epstein, cuyo rigor mortis demostró que no se acababa de matar cuando lo descubrieron, sino que llevaba horas frío sin que nadie se diera cuenta.
Jeffrey Epstein llevaba 36 días detenido, tenía 66 años y enfrentaba la posibilidad de una condena de 45 acusado de tráfico sexual de menores.
El caso había salido a la luz por una investigación periodística realizada a fines del año anterior por periodistas del Miami Herald. Su publicación había dejado desnudo al rey de las finanzas, que debió abandonar el lujo de las amplias habitaciones de su mansión de Palm Beach para ir a dar con sus huesos a una celda de tres metros por cuatro.
Un hombre de éxito
Hasta el momento de su caída libre, la vida pública de Jeffrey Epstein se podía mostrar como un típico ejemplo del éxito norteamericano. Como inversor y asesor de inversiones se había convertido en multimillonario, lo que le abrió las puertas para importantes relaciones políticas y económicas dentro y fuera de los Estados Unidos.
Era amigo de Donald Trump, del príncipe Andrés, de Tony Blair, de Bill Clinton y de los hombres y mujeres más ricos de las elites de las grandes capitales del planeta.
Según The New York Magazine, Trump decía de él: “Es un tipo excelente...incluso se dice que le gustan las mujeres hermosas tanto como a mí, y muchas de ellas son jóvenes”.
Nacido en 1953, empezó su carrera como profesor de física y matemáticas en la Dalton School, uno de los institutos educativos más exclusivos de Nueva York, aunque pronto dejó la enseñanza gracias a la influencia del padre de uno de sus alumnos, que en 1976 lo recomendó al banco de inversiones Bear Stearns, donde ascendió hasta convertirse en uno de los socios y tejió relaciones con las personas más ricas del país.
Epstein sabía invertir y también hacía ganar dinero, no sólo por su olfato para las operaciones bursátiles sino también por sus recomendaciones para obtener ventajas tributarias, es decir, pagar menos o eludir impuestos.
En 1982 lanzó su propia compañía financiera, J. Epstein & Co., que siguió desarrollando durante décadas.
Allí conoció como clienta a Ghislaine Maxwell, heredera de una editorial, que luego se convirtió en su pareja y, también, en cómplice de las actividades que hasta entonces mantenía en las sombras.
Cuando el Miami Herald sacó a la luz su otra cara, Jeffrey Epstein era uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo financiero estadounidense y su firma solo aceptaba clientes con activos superiores a los mil millones de dólares.
Pedófilo al descubierto
Hasta la publicación de esa investigación periodística, Jeffrey Epstein había tenido un éxito casi completo en ocultar sus actividades en las sombras y también negociar con la justicia algunas denuncias en su contra.
En 2005, el padre de una niña de 14 años lo denunció a la policía de Palm Beach por abuso sexual, por lo que terminó acusado de “actos sexuales ilegales con una menor”. Pudo haber terminado en escándalo, pero los abogados de Epstein lograron un acuerdo con el fiscal federal en Florida, Alex Acosta, un hombre del entorno de Donald Trump, se declaró culpable de solicitar prostitución y consiguió una condena leve: 13 meses de prisión, pero con el beneficio de salir 12 horas al día para trabajar en si compañía financiera, por lo cual casi nadie se enteró del delito ni de la condena.
Recién en noviembre de 2018, el Miami volvió a sacar ese hecho a la luz, a la vez que sumó decenas de acusaciones de mujeres adultas que lo denunciaron por abusar de ellas cuando eran niñas.
De las denuncias se desprendía que no era un simple abusador de menores, sino que también las proporcionaba a sus conocidos a cambio de dinero o de favores.
Sus amigos de siempre lo abandonaron. Bill Clinton, George Stephanopoulos, Donald Trump, Katie Couric, Woody Allen Epstein y hasta el príncipe Andrés, el ministro británico Tony Blair y Tom Barrack, se negaron a decir que tenían amistad con él. Algunos de ellos, como el hijo de la reina Isabel II, terminaron salpicados también por las denuncias.
A raíz de las denuncias, Epstein fue detenido el 6 de julio de 2019, acusado por cargos federales de tráfico sexual de menores en Florida y Nueva York.
Ese mismo día se aceleró la cuenta regresiva hacia su muerte.
La cárcel insoportable
Desde el mismo día de su traslado al Centro Correccional Metropolitano, Jeffrey Epstein empezó a mostrar síntomas de desequilibrio.
Una investigación realizada por un equipo periodístico de la agencia AP – que pidió acceso a toda la documentación relacionada con su muerte – pudo reconstruir paso a paso su camino hacia el suicidio.
Pasó las primeras 22 horas en la población general de la cárcel antes de que los funcionarios lo trasladaran a la unidad de alojamiento especial “debido al aumento significativo de la cobertura mediática y el conocimiento de su notoriedad entre la población reclusa”, según la reconstrucción ordenada por la justicia estadounidense.
Los periodistas también tuvieron acceso al reconocimiento médico de ingreso, en el que declaró que había tenido más de 10 parejas sexuales femeninas en los cinco años anteriores. Informaron que padecía apnea del sueño, estreñimiento, hipertensión, lumbalgia y prediabetes, y que había sido tratado anteriormente por clamidia.
Lo destinaron a una celda que compartía con otro detenido, pero le costaba adaptarse. No quería usar el uniforme naranja de la prisión y pidió que le suministraran otro, color marrón, para cuando recibiera visitas de familiares o abogados.
Tampoco soportaba el ruido de la cárcel y tenía dificultades para dormir por el sonido constante del inodoro de su celda, que estaba roto.
“Lo dejaron en la misma celda con el inodoro roto. Por favor, trasládelo a la celda de al lado cuando vuelva de la legal ya que el retrete sigue sin funcionar”, le escribió en un correo electrónico el psicólogo jefe a las autoridades de la cárcel. A pesar de este pedido y de las quejas de Epstein, no lo cambiaron. Además, no disponía de su aparato contra la apnea del sueño.
Todo empeoró el 16 de julio, cuando le negaron esperar el juicio en libertad bajo fianza. Cuatro días después intentó suicidarse ahorcándose con una sábana. Lo encontraron inconsciente en el suelo de su celda.
Desde ese momento estuvo bajo control psicológico y se ordenó a los guardias que lo mantuvieran bajo vigilancia constante.
Las últimas horas
De acuerdo con la reconstrucción, Epstein pareció mejorar los días previos a su suicidio. El 8 de agosto compró varios artículos en el economato de la cárcel, entre ellos una radio y unos auriculares. También hizo ejercicio en el patio, lo que hizo pensar que estaba adaptándose a la situación.
Sin embargo, hubo señales que no se tuvieron en cuenta. La tarde del 9 de agosto tuvo una reunión con sus abogados, pero la interrumpió diciendo que debía llamar por teléfono a su madre. Una excusa insólita, porque la mujer había muerto hacía más de una década. A quienes lo escucharon, les pareció una extravagancia.
Esa noche confluyeron, además, dos factores que terminaron facilitando su suicidio.
El primero fue responsabilidad de las autoridades de la prisión. Como una prevención adicional, Epstein compartía la celda con otro preso, pero el 9 de junio ese detenido fue trasladado a los tribunales para comparecer ante el juez y no regresó al Correccional. Epstein quedó solo en la celda, sin nadie que impidiera que se matara o avisara a los guardias. Tampoco funcionaban las cámaras de vigilancia de la celda.
El segundo fue el descuido de los guardias Thomas y Noel, que no controlaron la celda cada 30 minutos como se les había ordenado.
Además de permitir el suicidio de Epstein, todas esas fallas dieron lugar a que surgieran teorías conspirativas sobre su muerte, negando el suicidio y señalando la existencia de una mano negra de sus cómplices o de sus clientes poderosos para evitar que declarara en el juicio y los involucrara.
El informe del inspector general del Departamento de Correccionales desbarató esas hipótesis y señaló los “numerosos y graves incumplimientos por parte del personal de la cárcel de Nueva York”, consistentes en “mala conducta y negligencia en el cumplimiento de sus obligaciones. Esos fallos provocaron que Epstein estuviera sin vigilancia y solo en su celda con una cantidad excesiva de ropa de cama, desde la noche de la víspera hasta que fue hallado ahorcado en su celda, con una sábana, en la primera ronda del 10 de agosto”.
Sin embargo, aún sin la existencia de una conspiración, lo cierto es que, al ahorcarse en su celda, Jeffrey Epstein se llevó muchos nombres y secretos a la tumba.