El 11 de septiembre de 1973 Augusto Pinochet dio un Golpe de Estado al gobierno democráticamente electo de Salvador Allende en Chile, dando inicio a una dictadura que se extendió hasta 1990, aunque dos años antes un plebiscito histórico hizo que el pueblo chileno consignara en las urnas su deseo de retornar a la democracia.
Durante esos años, Pinochet desplegó un régimen reconocido por las violaciones a los derechos humanos, los encarcelamientos, ejecuciones extrajudiciales y en particular por su persecución a la cultura.
Poetas, cantantes, escritores, músicos, estuvieron en el centro de las persecuciones, y sus obras catalogadas contrarias a la ideología del régimen sufrieron la más fuerte de las censuras. Uno de esos enemigos públicos de Pinochet terminó siendo el nobel colombiano Gabriel García Márquez, quien fue objeto de una quema masiva de libros ordenada por la dictadura.
En 1986, seis años después de haber ganado el Premio Nobel de Literatura por su obra cumbre “Cien Años de Soledad”, Gabriel García Márquez presentó un libro que recordaba más a sus años periodísticos que al estilo de “realismo mágico” con el que se dio a conocer en todo el mundo.
El libro llevaba el título de “La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile” y en él se narra la pericias que tuvo que sortear el cineasta chileno Miguel Littín para grabar el documental “Acta Central de Chile”.
El documental se grabó en 1985 y recogía vivencias, testimonios y reportes de lo que ocurriría en el país tras 12 años de los militares en el poder. Cómo Littín estaba exiliado desde el golpe de Estado de Pinochet, su entrada al país y el tiempo de filmación del documental fue guardado con el mayor secreto.
Tan secreto era todo, que el propio Pinochet cayó víctima de un engaño del cineasta, quien se hizo pasar por un empresario uruguayo y tuvo un breve encuentro con el general en los pasillos del Palacio de la Moneda sin ser reconocido.
El encuentro no salió en el documental, estrenado en el Festival de Cine de Venecia en 1986, pero sí se detallaba en la novela de García Márquez, dejando mal parado al dictador chileno que ese mismo año, el 7 de septiembre, había sufrido un atentado que casi termina con su vida a manos de militares del Frente Patriótico Manuel Rodrígez.
No había lugar para mostrar debilidad.
Por eso, cuando un vapor de bandera panameña llamado Peban atracó finalmente en el puerto chileno de Valparaíso, el 28 de octubre de 1986, cargado entre otras cosas con 15 mil ejemplares de la novela de García Márquez, era esperado para ser incautado.
Los libros venían desde el puerto de Buenaventura en Colombia, y tenían como destino llegar a las manos de Arturo Navarro, el representante de la editorial Oveja Negra en Chile, encargada por aquellos años de publicar las obras del Nobel.
Navarro se encontraba fuera del país en esa fecha, así que los libros fueron incautados sin mayor resistencia del capitán del barco, quien aseguraba tener todos los papeles en regla pero no tenía como oponerse ante las directrices oficiales.
Dos semanas después, cuando Navarro regresó a Chile desde Estados Unidos, se encontró con un mensaje en su contestadora de su agente aduanero que le informaba la quema de los ejemplares.
Esos libros eran especiales para Oveja Negra, pues debían ser expuestos en la Feria del Libro de Santiago, a tan solo semanas de celebrarse, por lo que Navarro trató sin éxito de recuperarlos.
Cabe anotar que algunas partes del texto ya habían sido publicadas por la revista chilena Análisis meses antes, por lo que Navarro creyó en un primer momento que todo podía tratarse más de un malentendido administrativo que de una censura pura y dura.
Por esos años, además, el régimen había flexibilizado sus políticas frente a la censura, las cuales implementó de manera férrea durante los primeros años de dictadura.
Una de las editoriales más perseguidas fue la Editorial Nacional Quimantú, donde había trabajado Navarro, por lo que conocía de cerca las prácticas contra la cultura de Pinochet.
La primera señal de alarma fue cuando la noticia llegó a la prensa y se reportó que por el mal estado de los contenedores se había realizado la incautación, quedando los ejemplares bajo el control de la jefatura de Zona en Estado de Emergencia, es decir, en manos militares.
La quema como política de Estado
Quemar libros era algo común en el Chile de Pinochet. El mismo día del golpe de Estado, la junta militar anunció nuevas medidas culturales por medio de la radio en forma de 41 ordenanzas. La 26 tenía un mandato particular, la “ocupación y destrucción” de las ediciones de la Editora Nacional Quimantú, que entonces era un símbolo de la difusión del pensamiento ilustrado en el país.
Tan solo doce días después, el 23 de septiembre de 1973, se realizó la quema más significativa e icónica, porque no solo fue promovida desde el mismo gobierno, sino que fue cubierta por la prensa oficial.
Miles de libros perecieron bajo las llamas. Desde los textos revolucionarios de Karl Marx y Friedrich Engels, hasta los escritos del poeta Pablo Neruda, quien disputó el liderazgo de Unidad Popular a Salvador Allende para presentarse a las elecciones chilenas de 1970. Neruda moriría el mismo día de la primera quema bajo extrañas circunstancias.
La quema de libros hecha pública por la prensa funcionó como castigo ejemplar y provocó que muchas personas la emulara, realizando sus propias quemas de libros, así no estuvieran a favor del régimen, para evitar la persecución por tener literatura prohibida y huir del encarcelamiento y la tortura.
Así también muchos otros se dedicaron a preservar libros, guardados en sótanos, detrás de las paredes, o cualquier lugar que pudiera salvarse del ojo inquisidor de los militares.
“Se trató de estrategias que tenían que ver con derrotar ideológicamente a la Unidad Popular, borrar la memoria de la Unidad Popular, la memoria no sólo en términos de los libros, la memoria de la estética de la ciudad completa, la memoria de los cuerpos de izquierda, la operación de corte y limpieza, sacar los murales, una serie de dispositivos completos, en los cuales se inserta y hay que entender la política de censura sobre los libros”, explicó Isabel Jara, Doctora en Historia por Pompeu Fabra de Barcelona en un conversatorio sobre la memoria realizado en 2013 en la Universida de Chile propósito de los 40 años del golpe.
Por esos años se acuñó el término “sobaco ilustrado”, en referencia a todos aquellos que caminaban por las plazas con un libro bajo el brazo, y quienes se convirtieron en blancos de la represión cultural.
“Había muchos allanamientos, y si en esos allanamientos encontraban algún tipo de literatura marxista, se transformaba en algo peligroso”, recuerda Luis Costa, hoy docente de la carrera de Periodismo en la Universidad de Playa Ancha en una nota de prensa publicada por La Estrella de Valparaíso.
Si antes del golpe los chilenos vivían un hambre de conocimiento que saciaban devorando libros, con la llegada de los militares tener libros en la casa se convirtió en una actividad riesgosa y algunos optaron por deshacerse de ellos para salvar su vida.
“La gente en los cerros tomaba los libros que ellos mismos consideraban peligrosos y los llevaban a la cancha de fútbol cercana, y ahí la gente, antes de que los allanaran, tomaban los libros y les prendían fuego”, dice la docente Marjorie Marjorie Mardones en la misma nota de prensa.
Para la historia también quedó el poco criterio para censurar, quemar o destruir los libros, ya que muchos académicos han citado cómo textos sobre cubismo, el movimiento artístico desarrollado por Pablo Picasso, fueron destruidos al creer que hablaban sobre la revolución en Cuba. Así mismo, cualquier texto que tuviera la palabra “rojo” también era un objetivo al ser asociado con el comunismo.
La prueba de la censura
Volviendo a la historia de García Márquez y sus miles de libros quemados, falta anotar un dato fundamental. Este fue el único reconocimiento de un acto de quema de libros como medida de censura del régimen de Pinochet.
El hecho, algo completamente insólito para la época, se logró gracias a la insistencia de Navarro, quien tras confirmar que los libros habían sido efectivamente quemados convocó a una rueda de prensa para contar lo que había ocurrido y logró eco en los medios internacionales.
Medios de Grecia, Holanda y Estados Unidos hablaron sobre la quema de libros al Nobel de Literatura por parte de Pinochet. Otro lugar donde tomó relevancia fue en Colombia, patria de García Márquez.
Con la ayuda del entonces cónsul de Colombia en Chile, Libardo Buitrago, Navarro logró ejercer una presión diplomática lo suficientemente fuerte para forzar una respuesta oficial de las autoridades chilenas.
Hoy reposa en el Museo de la Memoria de Chile ese documento, emitido el 8 de enero de 1987 y firmado por el vicealmirante John Howard Balaresque. En él se confirma la incineración de los 15 mil ejemplares y se da cuenta de las razones.
Dice textualmente que a “La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile” se le impuso una medida de “censura previa”, por considerar que su contenido “transgredía abiertamente las disposiciones constitucionales y legales”.
Lo paradójico es que, tras esa guerra frontal contra la cultura, fue esta quien logró movilizar y darle voz a los ciudadanos que votaron por el NO en el plebiscito que marcó la salida del poder de Pinochet. Una campaña cuyos protagonistas fueron artistas, músicos, pintores, escritores, actores, y que sirvió para que en Chile retornara la democracia.
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