El presidente ruso forjó su carácter en la aburrida ciudad de Dresde, en los últimos años de la RDA. Y, aunque le parecía un destino gris en proporción a sus ambiciones, no dejó por ello de hacer su trabajo: entre otras cosas, vincularse con los extremistas de todos los colores: desde el rojo de la banda terrorista Baader Meinhof hasta el negro de los uniformes de los nacientes grupos neonazis alemanes. Y no dudó en apelar a los servicios de un neonazi, como Rainer Sonntag, para expandir la red de agentes al servicio de la ya agonizante URSS.
Acaso se imaginaba una vida como la que retrató The Americans, el thriller sobre los espías del KGB que en pleno gobierno de Ronald Reagan simulan ser una familia estadounidense . En aquella época —los ’80s— la serie no existía pero el oficio de agente secreto sí, y era de los más glamorosos en la Unión Soviética. Los elegidos viajaban al extranjero y arriesgaban la vida por la patria; accedían, también, al lado sexy del capitalismo: bienes de consumo, comodidades, libertades.
Pero Vladimir Putin se graduó en la academia de espionaje de Moscú cuando ya sonaba bajito la cuenta regresiva hasta la caída del muro de Berlín. Tuvo tiempo apenas para una única misión en el extranjero.
Y tan sucio le jugó la suerte que ni siquiera fue al otro lado de la cortina de hierro. Le tocó —como se lo llamaba entonces— el campo socialista.
“Putin fue enviado a Alemania pero no a la Occidental, y ni siquiera a Berlín; lo destinaron a la ciudad industrial de Dresde”, escribió Masha Gessen en su biografía no autorizada (más bien, repudiada por él) del actual presidente ruso, El hombre sin rostro. A los 33 años, con su esposa Ludmila embarazada de Katia, que nacería en Dresde, y su hija mayor, Masha, de apenas un año, Putin se embarcó en su primera misión como espía un poco decepcionado.
Al llegar, en agosto de 1985, se desilusionó aun más:
“En un sentido, la República Democrática Alemana (RDA) me abrió los ojos. Yo pensaba que iba a un país del este europeo, al centro de Europa”, dijo a los periodistas que escribieron su retrato oficial, En primera persona. “Y de pronto, al hablar con la gente del Ministerio de la Seguridad del Estado, comprendí que tanto ellos mismos como la RDA atravesaban algo que la URSS había atravesado muchos años antes. Era un país severamente totalitario, parecido a la URSS 30 años antes. Y la tragedia es que mucha gente creía sinceramente en todos esos ideales comunistas. Me preguntaba todo el tiempo: si comienzan algunos cambios en la URSS, ¿cómo afectará eso las vidas de estas personas?”
Es difícil creer que el agente joven y ambicioso que era Putin se hiciera cándidamente esa pregunta al llegar a Dresde. En primera persona es un libro dictado para la elección debut de Putin, en 2000: la implosión de la URSS y la reunificación de Alemania eran por entonces el pasado. Es más probable, en cambio, que pensara en ese primer destino como el paso inicial de una carrera. Haría bien su trabajo y lo enviarían a un lugar mejor.
No imaginó que ese estreno sería también su última función, que en Dresde vería cómo Moscú, camino al abismo, le entregaría la RDA al enemigo que le había encargado a él que vigilara.
Y a Putin, personalmente, Moscú lo abandonaría una noche de manifestaciones, cuando debió defender, solo, la oficina del KGB acosada por una turba.
Quedaba en Angelikastrasse 4. A diferencia de la central del KGB en Karlshorst, Berlín —que también alojaba la sede local del ejército soviético y empleó a cientos de trabajadores durante la Guerra Fría—, era una casa de dos plantas con techo de tejas, al otro lado de los puentes que identifican el centro histórico de la ciudad donde ocurrió una de las peores masacres de civiles durante la Segunda Guerra Mundial.
“La oficia en Dresde era una pequeña dependencia de la intriga mundial de la agencia. La ciudad, sobre el río Elba, nunca tuvo más que seis u ocho agentes”, escribió Steven Lee Myers en El nuevo zar.
A esa mansión gris, en cuyo segundo piso compartió con un colega una oficina en esquina, Putin llegó como mayor y se fue como teniente coronel.
A pocas cuadras de Angelikastrasse 4, sobre Bautznerstrasse, había un enorme complejo: la Stasi, “la gente del Ministerio de la Seguridad” como la llamó Putin en su libro. Era la sede regional del ominoso aparato represivo de la RDA, una red de 91.000 empleados, con al menos 173.000 informantes, según se estimó al desmantelarla.
Los empleados de la Stasi y los del KGB compartían el barrio, que se organizaba alrededor de un bloque de apartamentos en Radebergenstrasse 101. Tenía una tienda donde vendían productos rusos, escuelas bilingües, un cine con producciones soviéticas y un baya, el sauna ruso. Tan cerca estaba la casa de la oficina que “desde la ventana de su oficina Volodia podía ver a la pequeña Katia en la guardería”, recordó Ludmila en el libro oficial, que encargó el millonario Boris Berezovsky cuando todavía no se había enemistado con Putin, ni se había mudado a Londres, ni había muerto en circunstancias sospechosas, sino cuando impulsaba al sucesor de Boris Yeltsin.
A ella le gustó la RDA. Putin se instaló primero y acondicionó para la familia un apartamento en el cuarto piso del edificio. “Cuando Ludmila llegó en el otoño de 1985, con Masha en brazos, encontró sobre la mesa de la cocina una cesta con bananas, por entonces una rareza en su país”, reconstruyó Myers. “Al comienzo sintió que se había despertado en un sueño: el barrio era encantador, las calles estaban limpias”.
Como el salario de Putin no era alto, porque estaba en un país socialista, ahorraban todo lo que podían además del bono completo en divisas, unos USD 100 que la URSS había empezado a pagar como estímulo a sus agentes en el extranjero poco antes. Aceptaron “convenciones de frugalidad” de otros soviéticos en la RDA, como “utilizar periódicos en lugar de cortinas para cubrir las ventanas”. Algo que no hacían los vecinos de la Stasi, que ganaban mejor.
Putin hacía vida de oficinista: regresaba un rato al mediodía a su casa, recordó la mujer que se divorció de él en 2014. “Algunas veces venían a nuestra casa por la noche amigos del trabajo, a veces otros alemanes. Hablábamos de esto y aquello, contábamos bromas y anécdotas. Volodia es muy bueno contando chistes”.
Sin embargo, él no tenía buen humor, según Gessen: “Todos los indicios apuntan a que estaba muy deprimido. Su esposa, que ha descrito sus primeros años juntos como armoniosos y alegres, se ha abstenido a conciencia de contar algo sobre su vida familiar tras la academia de espionaje”.
Ludmila habló en detalle sobre el automóvil Zhiguli que les había tocado —"se lo consideraba bastante bueno en la RDA, al menos en comparación con el Trabant"— y de los viajes en familia fines de semana: “Había muchos lugares hermosos en las afueras de Dresde. Sajonia estaba a sólo 20 o 30 minutos”. Pero nunca dijo nada sobre el tedio que consumía el ánimo de su marido. “Siempre ha existido un principio en el KGB: no compartas las cosas con tu esposa. Nos dijeron que habían sucedido incidentes en los que la franqueza excesiva había causado consecuencias desafortunadas”.
Como su misión no era clandestina, Putin podía vestir uniforme si lo deseaba. Pertenecía al Directorio S, “la unidad de recopilación de inteligencia ilegal (según la terminología del KGB, que aludía a agentes que utilizaban identidades y documentos falsos)”, describió Gessen. Su jurisdicción abarcaba cuatro distritos del sur de la RDA: Dresde, Leipzig (donde comenzaron las manifestaciones que llevaron a la caída del muro), Gera y Karl Marx Stadt (hoy Chemnitz).
Se aburría: además de la papelería, lo que le tocaba era salir con sus dos colegas y un policía de Dresde ya retirado a localizar “a estudiantes extranjeros inscriptos en la Universidad Tecnológica”, sobre todo “varios estudiantes latinoamericanos de los que el KGB esperaba que en un futuro pudiesen trabajar de forma encubierta en los Estados Unidos”. Pasaba meses tratando de ganarse su confianza.
Sus colegas lo apodaron “Volodia Chico”, ya que había otros dos Vladimires en la mansión de Angelikastrasse: un Volodia Grande y un Volodia Bigotes, según Myers. “El Grande, Vladimir Usoltsev, era un oficial del KGB gastado por la experiencia burocrática en otros destinos similares. Se burlaba de la obsesión del ‘Centro’ con las amenazas que él juzgaba imaginarias; decía que ‘el arma más peligrosa’ del los agentes del KGB en Dresde era el pinchapapeles con que se agujereaban las resmas de informes que se enviaban a Moscú”.
Putin celebraba esas bromas, pero en realidad se le estrujaba el corazón. “Volodia Putin llegó a la KGB por romanticismo heroico”, dijo Usoltev, “y en Dresde no podía haber, por definición, ningún romanticismo especial”.
El desmesurado apego al poder que exhibe hoy el dirigente ruso -recordemos que en el período en que no ejerció la presidencia dejó en su puesto a un delegado, y luego introdujo una enmienda constitucional para autorizarse la permanencia hasta 2036- permite apreciar mejor los motivos por los cuales se deprimía en Dresde: no podía allí desplegar su estilo absolutista de conducción política, ni destacarse, ni tampoco decidir sobre la libertad y la vida de otras personas, como lo hace en la actualidad, cuando hasta puede tener al mundo entero en vilo por sus preparativos para atacar a un país vecino.
Es posible que el padre de Putin haya estado en la reserva del temible Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, aquella policía secreta de Lavrenti Beria, el NKVD, antecesor del KGB. Lo cierto es que Putin tenía 16 años y estaba en el secundario cuando se presentó en las oficinas de la agencia en San Petersburgo y anunció que en el futuro le gustaría trabajar para la seguridad del estado. El hombre que lo recibió le explicó que no era así como funcionaba la cosa:
—No tomamos voluntarios. Nosotros salimos a reclutar al personal.
—¿Dónde? —preguntó Putin.
—Las universidades, la carrera de Derecho, por ejemplo. O el ejército.
Putin se propuso entrar a la prestigiosa Universidad de Leningrado, donde por cada lugar había 40 aspirantes. Y lo logró.
Esperó, desesperando, durante cuatro años. Al fin alguien se le acercó. Luego de cinco encuentros el oficial concluyó que era un joven “no particularmente extrovertido, pero enérgico, flexible y valiente”, citó Gessen. Y lo más importante: “Era bueno para conectar rápidamente con la gente, una calidad clave para un agente del KGB, especialmente si piensa trabajar en inteligencia”.
Al terminar la universidad pasó seis meses en contrainteligencia, los más aburridos de su carrera, pensó, porque no imaginaba lo que le reservaba Dresde. Lo mandaron entonces a un entrenamiento de un año en Moscú, pero cuando volvió, si bien pasó a inteligencia, sus rutinas no cambiaron demasiado.
Putin se aferró a la idea de que si esperaba, la ocasión se presentaría. A los cuatro años y medio, sucedió: volvió a Moscú, a la academia de espionaje.
“Allí, este comandante de 32 años hizo todo lo posible por demostrar cuánto necesitaba ese trabajo. Por ejemplo, llevaba un traje de tres piezas bajo un calor abrasador para mostrar respeto y disciplina", ilustró Gessen. "Resultó ser una estrategia inteligente; la academia de espionaje era, fundamentalmente, un servicio de colocación muy lento, complejo y trabajoso, y los profesores que harían recomendaciones sobre su futuro estudiaban meticulosamente a los alumnos”.
Mejoró su dominio del alemán hasta hablarlo con fluidez, aunque con acento fuerte. Al graduarse no tenía dudas: lo enviarían a Alemania. Él soñaba con que sería la Occidental. Y sin embargo, ahí estaba, en la mansión gris de Dresden, ocupando las tres cuartas partes de su tiempo en papelerío.
Engordó más de 10 kilos. Gessen lo atribuyó a la angustia; él, a la cerveza. “Solíamos ir a una pequeña ciudad, Radeberg, donde había una de las mejores cervecerías de Alemania Oriental. Ordenaba un barril de 3,8 litros una vez por semana. Y mi trabajo estaba a dos pasos de mi casa, así que no quemaba las calorías extras”, dijo. Jugaba, sin embargo, al fútbol: un oficial de la Stasi que dijo haber sido agente doble, Klaus Zuchold, lo recordó a Putin en el parque Jäger, a las 7 de la mañana, desplegando “gran velocidad y habilidad técnica”.
Al menos se llevaba bien con el jefe de la estación de Dresde, el coronel Lazar Matveyev, un hombre de la vieja escuela, cuyos padres habían muerto en la guerra, como los de Putin, que habían sufrido los 872 días del sitio nazi alrededor de Leningrado (San Petersburgo), en el cual más de 1,2 millones de personas murieron de frío y hambre. Matveyev, según Myers, “puso al joven mayor bajo su ala, admirado por su ética de trabajo resuelta y su integridad”.
A Usoltsev le daba curiosidad su compañero, que avanzaba a pesar de no tener familiares encumbrados que pudieran empujar su carrera. Compartía con él, además de la oficina, la única línea telefónica que se dividía entre los dos escritorios y una caja de seguridad.
El trabajo consistía en recopilar información y reclutar personas con acceso a Alemania Occidental que pudieran hacer inteligencia en las bases militares de los Estados Unidos y la OTAN en Bad Tölz, Wildflecken y Celle. Pero mientras ellos buscaban acceso a los boinas verdes al otro lado de la frontera, Mijail Gorbachov trabajaba en reducir las tensiones de la Guerra Fría. Comenzaba la separación entre el KGB y el Partido Comunista (PCUS), que culminaría con el golpe de agosto de 1991 que, si bien falló, comenzó el colapso de la URSS.
Pero en la pequeña oficina de Dresde se abrieron las mismas divisiones que en el Kremlin entre los conservadores y la nueva generación. Los informes de inteligencia se completaban con datos públicos, que se tomaban de publicaciones como Der Spiegel o Stern. Los agentes veían así otras perspectivas de hechos como, por ejemplo, el desastre en la planta nuclear de Chernobyl en Ucrania, en 1986.
Putin entendía que el suelo bajo sus pies se movía. Aunque a su jefe, Matveyev, no le gustaba lo que se cocinaba en Moscú con la glasnost y la perestroika, él se inclinaba por adaptarse. Llegar a la cima, a cómo dé lugar, era el objeto y motor de su vida. “Para nosotros estaba completamente claro que el poder soviético marchaba sin remedio hacia el abismo”, dijo Usoltsev. Putin, además, tenía una perspectiva pesimista sobre el estado de la nación: pensaba que la guerra en Afganistán se había convertido en algo “sin sentido” y en ocasiones hablaba con ironía sobre los militares.
Así sus contactos comenzaron a cambiar. Si bien mantenía los clásicos, como los miembros de la Fracción del Ejército Rojo (la RAF, o Baader-Meinhof, una organización terrorista que causó 34 muertes, sin contar las 20 de su propio grupo, en atentados sangrientos entre 1970 y 1998), según Rusia y la extrema derecha occidental, de Anton Shekhovtsov, sumó a los nacientes neonazis.
Putin —argumentó ese libro— “colaboró con el neonazi Rainer Sonntag y lo utilizó para expandir la red de agentes con gente que Sonntag conocía, como miembros del movimiento neonazi”. Y a ambos lados de la frontera: “En 1987 obtuvo permiso para emigrar a Alemania Occidental, donde estableció relaciones estrechas con uno de los líderes del movimiento neonazi, Michael Kühnen”. Desde territorio capitalista, Sonntag mantuvo contacto con el KGB en Dresde, hasta su regreso, ya unificada Alemania, donde fundó la Resistencia Nacionalista de Dresde, que nunca preocupó mucho a la policía “probablemente debido a la protección que tenía”. Sonntag murió, baleado, en 1991.
La RAF, contó Gessen, tenía gentilezas con Putin cuando, cada tanto, iban a Dresde para “recibir entrenamiento”. Citó a un antiguo miembro de la Baader-Meinhof sobre Putin: "Siempre quiso tener cosas. Les mencionó a varias personas cosas que deseaba de Occidente”. Ese entrevistado de la periodista dijo haberle regalado una radio de onda corta de último modelo, Grundig Satellit, y un radiocasete Blaupunkt para el automóvil.
Mientras trabajaba en el que Gessen calificó con ironía como su “gran logro” —que consistió en una cadena de contactos hasta comprar un “manual militar no clasificado” de los Estados Unidos—, Putin atendía cuidadosamente las noticias de la URSS.
A finales de 1986, cuando Andrei Sajarov recuperó la liberad, manifestó su agrado, para mayor escándalo de Matveyev, que no ocultaba su indignación con Gorbachov. “Su ambivalencia era evidente. Percibía la necesidad del cambio político y económico, pero como Gorbachov y muchos otros rusos favorecía el gradualismo, no la reforma radical. Como muchos otros, nunca quiso que el estado colapsara”, dijo Usoltsev, el ex compañero de escritorio en Dresde.
Pero iba camino a colapsar.
Y —como bien evaluó el ya entonces teniente coronel Putin— el desplome comenzaría en la RDA. Donde él estaba. Donde él quedaría abandonado por el Kremlin, quemando documentos enloquecidamente durante días y noches, acosado por los manifestantes.
Ascendido a asistente principal de Matveyev, en la práctica era subjefe de la dependencia de Dresde. Con sus responsabilidades aumentaron sus contactos: en ocasiones se reunía con la dirigencia local, como Hosrt Böhm, jefe de la Stasi, famoso por su línea dura. Putin escuchó asombrado el discurso anacrónico que Böhm dio en un acto por el 70 aniversario de la revolución rusa, y se hubiera ido de la recepción de no haber sido porque le tocaba recibir una medalla de oro. A la misma hora, pero en otro canal, Gorbachov preparaba el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio que firmaría con Reagan.
A Putin no le parecía adecuada la testarudez de Erich Honecker, cuyo gobierno en la RDA perdía apoyo popular. En agosto de 1989, cuando Hungría abrió su frontera con Austria, comenzó la caía del marxista obstinado, y una ola política en todo el bloque del Este. Cuando Gorbachov llegó a Berlín Oriental para celebrar el 40 aniversario de la RDA, no logró torcer la opinión de Honecker.
Ese mismo día, 7 de octubre, el teniente coronel Putin cumplió 37 años. Fue su última celebración personal en la RDA.
Las protestas siguieron hasta la caída del muro, el 9 de noviembre, y más allá: todas las semanas, en todas las ciudades, hasta que hubo elecciones libres en marzo de 1990. En esos días de tumulto, el 15 de enero los habitantes de Dresde asaltaron el cuartel general de la Stasi, ubicado a metros de la sede de la KGB.
—Se puede entender a la gente. Estaban cansados de ser vigilados por el Ministerio de la Seguridad del Estado, en especial porque la vigilancia era completamente invasiva —dijo en su historia oficial el hombre que hoy en el poder ejerce esa misma celosa vigilancia y no tolera manifestaciones opositoras—.
Aunque a continuación, algo más sincero, matizó su comprensión: “Sólo que la manera en que expresaron sus protestas fue terrible”.
Putin, que había mirado desde una ventana en Angelikastrasse cómo la multitud rodeaba el complejo de la Stasi, se aventuró a llegar hasta sus bordes para observar más de cerca. Estaba allí a las cinco de la tarde, cuando Böhm cedió y ordenó que se abrieran los portones.
Los manifestantes avanzaron y saquearon el lugar al que tanto habían temido.
Pero la Stasi, dijo Putin luego a sus biógrafos, “era parte de la sociedad: estaba infectada por la misma enfermedad”. Defendió a sus colegas y vecinos: “Había toda clase de personas trabajando allí, pero la gente que yo conocí era gente decente. Fui amigo de muchos de ellos y creo que el modo en que se los castiga ahora no es correcto. Es lo mismo que el sistema del ministerio le hizo a la sociedad civil de Alemania Oriental. Sí, probablemente hubo algunos agentes del ministerio que participaron en la persecución de las personas. Yo no lo vi. No quiero decir que no sucedió. Pero personalmente no lo vi”.
Lo que sí vio, ya de noche, tras haber regresado cabizbajo a la sede del KGB, fue un grupo que se desprendió de los que ocupaban la Stasi y parecía avanzar hacia Angelikastrasse.
El teniente general Vladimir Shirokov —quien había reemplazado a Matveyev— había salido a una cita. Putin era el oficial de mayor rango en ese momento en el edificio: en sus manos estaban los secretos del KGB.
Ordenó a los guardias que se preparasen para repeler un asalto y llamó al comando militar soviético vecino para pedir refuerzos. Lo atendió un oficial de guardia, que se negó a enviar ni una bala: “No hay órdenes de Moscú”, argumentó. Le prometió que iba a preguntar. Como el oficial no volvió a llamar, Putin lo hizo.
—Pregunté a Moscú —dijo el oficial—. Pero Moscú guarda silencio.
—¿Y qué hacemos?
—Por ahora, no hay nada que yo pueda hacer para ayudar.
“Sentí que el país ya no existía —recordó Putin años más tarde— que había desaparecido. Era evidente que la URSS estaba enferma. Era un mal mortal, incurable: parálisis de poder”.
Si Moscú guardaba silencio, difícilmente saliera a apoyar a la RDA por la fuerza como había hecho en 1953, o en Hungría tres años más tarde, o en Checoslovaquia en 1968. Y él ni siquiera tenía poder de fuego real para esa noche.
Si algo le pasaba a los archivos del KGB, él enfrentaría un tribunal militar. Al mismo tiempo, nadie se molestaba en indicarle cómo protegerlos.
De pronto se le terminó la comprensión por los pobres alemanes cansados de ser vigilados. “Bueno, echaron abajo su propio ministerio. Era un asunto interno”, recordó en 2000. “Pero nosotros no éramos su asunto interno”. Salió decidido, con su uniforme, pero sin su arma. El pequeño grupo que lo miró cruzar la puerta de la mansión parecía más eufórico que inquietante. Les habló con calma:
—Esta casa está estrictamente protegida. Mis soldados tienen armas. Y les ordené que si alguien entra al complejo, deben disparar.
—¿Qué hay en este edificio? —la gente buscaba por todos lados cárceles con detenidos políticos, porque en el complejo de la Stasi, en efecto, había una.
—Una organización militar soviética.
—¿Entonces por qué tienen autos con licencias alemanas en el estacionamiento?
—Tenemos un acuerdo que nos permite usarlas.
—¿Y tú quién eres? ¿Por qué hablas alemán?
—Soy un traductor.
Nadie le creyó. Probablemente todos entendieron. El aura aterradora del KGB hizo el resto. Regresaron, por la misma Angelikastrasse, al saqueo de la Stasi.
Dos horas más tarde, cuando Moscú rompió el silencio y dos blindados con soldados llegaron a la mansión, no tenían ya mucho que hacer, salvo comentar con Putin los rumores sobre la renuncia del comité de seguridad del partido comunista alemán y la detención de Honecker en Berlín, mientras quemaban kilos y kilos de documentos, al punto que uno de los hornos se rompió.
Nadie, nunca, le reconoció su comportamiento esa noche. Pronto ni siquiera habría quién pudiera reconocer o no el desempeño de funcionarios como él. Los cimientos de la URSS temblaban y su carrera había quedado obsoleta: "¿Qué sentido tenía escribir, reclutar y buscar información? En el Centro nadie leía nuestros informes”.
Al día siguiente el barrio tenía la atmósfera de un funeral.
Sus vecinos de casi cinco años no sólo habían perdido sus empleos en la Stasi, sino que sus patrocinadores soviéticos se habían esfumado mientras los ciudadanos comenzaban a vengarse: era improbable que los recuperasen. La maestra de preescolar de Katia, que estaba en la nómina del ministerio, ya no podía trabajar con niños. Ludmila abrazaba una tras otra a las vecinas que “lloraban por sus ideales perdidos, por el colapso de todo aquello en lo que habían creído todas sus vidas”.
Aunque Putin ha repetido que “es imposible decir que yo estuve involucrado en alguna clase de operación secreta a espaldas de las agencias del gobierno o de seguridad de la RDA”, algunos de sus amigos descubrieron que el KGB también los había espiado a ellos, y le dieron la espalda, como Horst Jehmlich: “Nos engañó y nos mintió”, lo citó Myers.
Semanas más tarde, en febrero de 1990, mientras los Putin ponían sus pertenencias en cajas para regresar a la URSS, Böhm se suicidó.
En Angelikastrasse seguía la destrucción de documentos —que llegaría a 12 camiones de papeles— y el desmantelamiento de las redes de informantes. Putin sentía que su país y el KGB lo habían traicionado, lo seguían traicionando. “Dentro de la organización cada vez más gente se sentía traicionada, engañada y abandonada; sería correcto decir que ese era el espíritu corporativo del KGB en 1990”, evaluó Gessen.
Su última tarea antes de volver a la URSS fue establecer un contacto para las nuevas redes de espionaje que todavía no se sabía cómo iban a funcionar ni para qué: Klaus Zuchold, un desocupado de la Stasi a quien había conocido cuatro años antes. Se despidió de él con un brindis y le dejó de regalo para su hija un libro de historias de hadas ruso. Putin llevaba apenas meses en San Petersburgo cuando Zuchold aceptó una amnistía de la Alemania ya unificada y no sólo reveló su reclutamiento, sino también el de otros 15 agentes de la red de Dresde. Cuando la Stasi entregó sus archivos, Putin se desmoronó: eso era traicionar a personas que habían trabajado como informantes.
Un vecino le regaló una lavadora de ropa que tenía 20 años y duró otros cinco: eso y muy pocos marcos de ahorro fue todo lo que llevó de regreso. En realidad parte de sus ahorros se perdieron cuando alguien le robó un abrigo a Ludmila en el tren; con lo que quedó, compraron un auto, un Volga.
En la patria no había bananas, ni cerveza, ni casi nada. “Otra vez las mismas filas terribles, la libreta de racionamiento, los cupones, los estante vacíos”, recordó Ludmila. Durante meses Putin trabajó sin que el KGB le pagara su salario. En su retrato del inclasificable Eduard Limónov, Emmanuel Carrère escribió que quedó tan desamparado por el Estado que trabajó como taxista:
“Los precios seguían aumentando sin que subieran los sueldos. A un ex oficial del KGB como el padre de Limónov apenas le alcanzaba la pensión para comprarse un kilo de salchichón. Un oficial de un rango más alto, que había empezado su carrera en los servicios de información en Dresde, en Alemania del Este, una vez repatriado de emergencia porque ya no existía Alemania oriental, se encontró sin empleo ni alojamiento pagado, y tuvo que trabajar de taxista sin licencia en su ciudad natal, Leningrado, maldiciendo a los ‘nuevos rusos’ con tanta crudeza como Limónov. Este oficial no es una abstracción estadística. Se llama Vladímir Putin, tiene cuarenta años, piensa como Limónov que el fin del imperio soviético es la catástrofe más grande del siglo XX”.
Y, en efecto, Putin sufría el fin de la URSS como el fin del mundo y todo su accionar en el poder apunta a reconstruir ese imperio en la medida de lo posible y más allá también, incluso arriesgando la paz mundial: “Quería que algo diferente se alzara en su lugar. Y no se propuso nada diferente. Eso es lo que me dolió. Simplemente dejaron todo y se fueron”, dijo.
Fue a pedirle consejo a su mentor, Matveyev, que trabajaba en la base militar de Yasenevo, cerca de Moscú. Le explicó que sentía que su identidad misma se deshacía. Matveyev le recomendó que se instalara en algún lugar familiar, y Leningrado lo era. Allí tenía el apartamento de sus padres, que se habían mudado.
Aunque San Petersburgo también había cambiado mucho (“la misma gente que Putin y sus colegas controlaban y amedrentaban —los disidentes, los casi-disidentes, y los amigos de los amigos de los disidentes— ahora actuaban como si la ciudad les perteneciera”, describió Gessen), Putin hizo el esfuerzo de volver a empezar. Obtuvo un empleo como agente encubierto en la universidad pero le comentó a su amigo Sergei Roldugin que pensaba en dejar el KGB.
El dinero estaba en otro lugar en ese momento; fueron años de enorme crisis en los que nacieron enormes fortunas. “No hay tal cosa como un ex agente de inteligencia”, le dijo Roldugin.
Mientras Putin pensaba qué hacer, un carismático profesor de derecho, Anatoly Sobchak, entraba en la política. Necesitaba un enlace con las fuerzas de seguridad, alguien del KGB pero no de la vieja guardia. Con la anuencia de sus jefes, Putin obtuvo ese lugar.
Por fin sería doble agente, como había soñado. En realidad, comenzó así su camino en la política. Que probablemente excedió aquellas aspiraciones.
Hoy encarna un estilo de conducción que conecta con lo más ominoso del pasado ruso, combinando la autocracia de los zares con la obsesión estalinista por eliminar toda posible sombra o mínima amenaza a su poder y con un ingrediente adicional que evoca su pasado en el espionaje: de todos sus competidores u opositores, el que no fue a dar con sus huesos a una mazmorra murió de una forma sádica por los efectos de algún veneno misterioso y letal.
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