Fue convocado al Palacio Moika en Petrogrado. El dueño de la mansión era Yusupov, un noble y el heredero más rico de toda Rusia. Otros tres aristócratas lo esperaban. La excusa fue el encuentro con la condesa Irina, una mujer bellísima y esposa de Yusupov. Rasputín tenía fama de amante voraz. Sabían que no rechazaría la invitación. Cuando ingresó, aunque ya lo conocían personalmente, su presencia los impactó.
Hasta repensaron, cada uno por su lado y en silencio, el plan. Las espaldas anchas, sus casi dos metros de altura, la barba larga, la mirada azul y perturbadora. Se alegraron de haber tenido la precaución de enviar, por ese día, a Irina a otro lado.
Después de los saludos respetuosos, lo hicieron pasar al enorme comedor. Primero cenarían. Algunos hablan de una sopa local, otros de postres con crema. En lo que coinciden todas las versiones es que el vino abundante y los platos destinados al invitado estaban envenenados. Cianuro. No debía resistir demasiado.
El anfitrión y sus secuaces, todos acostumbrados a decidir y a tratar con millonarios, poderosos y gente de la nobleza, a que sus designios se concretaran, se empezaron a impacientar. El hombre en vez de agonizar parecía ganar energía con cada bocado. Tal vez pensaba en la noche de sexo que le esperaba. Cada tanto volvía a preguntar por Irina. Le decían que todavía se estaba arreglando. Rasputin siguió comiendo y tomando. En la sobremesa pidió una guitarra que había contra una pared y comenzó a entonar canciones del folklore ruso. Obligó a los otros, a sus futuros asesinos, a acompañarlo.
Los conspiradores empezaban a creer que los rumores y mitos alrededor de Rasputín eran ciertos: ese hombre era inmortal, nadie podía resistir tanto cianuro.
Al ver que el veneno no hacía efecto lo invitaron a pasar a otro salón. Apenas caminó unos pasos, Yusupov le disparó por la espalda. El estruendo de la caída fue casi mayor al del balazo. Pero, el gigante se levantó como si sólo se hubiera tropezado. Los hombres no lo podían creer. Uno atinó a golpearlo en la cabeza con una pala que había contra una pared. Pero cada ataque, cada intento por matarlo no sólo no lo conseguía sino que alimentaba su furia.
Rasputín se abalanzó sobre uno de ellos. Le dispararon de nuevo. Esta vez fueron cuatro los tiros que impactaron sobre él. El Monje Loco cayó al piso. Se sacudió y ya no se volvió a mover. La habitación se detuvo. Nadie hablaba, todos estaban quietos.
Cuando pasaron unos minutos, Yusupov se acercó a Rasputín; quería asegurarse de que estaba muerto. Cuando aproximó su oído al pecho para descubrir si el corazón todavía latía, Rasputín se irguió y pegó un alarido estremecedor. El pánico atravesó los huesos de los atacantes. Pero sólo era un estertor, el último.
Los asesinos no querían tener más sorpresas. Lo ataron con unas cadenas de hierro y lo arrastraron hasta un lago helado. Allí lo tiraron. Querían asegurarse que no volviera a revivir.
Según la autopsia Rasputín todavía estaba con vida cuando fue lanzado al agua.
Ese 30 de diciembre de hace 105 años moría Rasputín, una de las personas que más mitos y versiones generó en la historia. Sobre nada de lo que hizo, de lo que le sucedió o lo que dijo existen certezas. Su territorio es el de la leyenda.
Un hombre con poderes, un aprovechador maligno, el monje negro, principal consejero de los zares, un amante legendario, un estafador, sanador, espía alemán, un clarividente que lanzó profecías que luego se cumplieron. Todo (o nada de) eso fue Rasputín.
Grigori Yefimovich Rasputín, en su origen un campesino siberiano, se convirtió en uno de los hombres más poderosos en el final de la Rusia de los Zares. Su pasado era oscuro e incierto. Nada de educación, algunos delitos, un intento por ingresar en la vida espiritual, un paso por una especie de secta.
Su acercamiento con los Romanov, la familia del zar se dio casualmente. Aleksiev, el Zarevich, el hijo varón de Nicolás y Alejandra era hemofílico. Sus padecimientos cada vez eran peores. En 1905 durante una gran hemorragia, Rasputín logró acercarse al pequeño príncipe y, dicen los testigos, lo sanó. Otros afirman que sólo lo tranquilizó. Lo cierto es que la zarina Alejandra quedó deslumbrada con la intervención de Rasputín. De esa manera se integró a la Corte.
Pronto pasó de acompañar a la familia del Zar y de oficiar de médico personal a opinar y decidir sobre cualquiera asunto de estado. El poder de Rasputín creció con el paso del tiempo y con la creencia de que era el único capaz de paliar los padecimientos del zarévich.
Estaba casado con Praskovia, una mujer tres años mayor que él y con quien tuvo cinco hijos, aunque los dos primeros murieron apenas nacieron. Pero en 1892, cuando nació su quinto hijo, abandonó el hogar. Se recluyó en un monasterio. De allí pasó a un desprendimiento de la Iglesia Ortodoxa Rusa, a una herejía, una especie de secta llamada Los Flagelantes (los Jiystý).
Sostenían que se podía alcanzar la paz espiritual y el camino de la salvación a través del dolor. Se sometían a castigos físicos y vejaciones como parte de su educación espiritual. Sin embargo como el placer y el dolor muchas veces son tan cercanos una de las actividades más frecuentes de la secta eran las orgías apoteósicas.
La doctrina de los Jiystý sostenía que Jesús se reencarna, cada tanto, en un ser humano. Y que el intercambio con esta deidad (o con ese humano que contiene un dios) expurgaría los pecados, los transformaría en virtud.
Pero lo interesante de la secta era el rito, sus ceremonias grupales. Empezaban con azotes y flagelaciones seguían con plegarias que se convertían en cantos colectivos, bailes giratorios grupales mientras el alcohol era consumido en grandes cantidades. Pero para llegar al éxtasis y al trance grupal, pasos indispensables en el proceso espiritual de los Jiystý, todo se transformaba en una enorme y larguísima orgía, maratones sexuales en las que todos se confundían entre sí sin distinción de género. Había también sadomasoquismo, zoofilia y hasta necrofilia. Sesiones de horas que sólo terminaban por el agotamiento. Luego llegaba el último paso: la constricción, el arrepentimiento profundo, del que se salía purificado.
Después ya en la corte de los zares su actividad sexual, afirman, se incrementó hasta desarrollar lo que hoy llamarían una adicción. La impunidad, el poder, su presencia física, los ojos azules, la fama que lo antecedía, sus apetitos voraces, el mito sobre sus poderes hacían que tuviera un harén de mujeres, casi como un club de fans o groupies actuales, que lo seguían en sus apariciones públicas y que siempre estaban dispuestas a tener sexo con él.
Además de su altura inusual para la época, la mirada, la barba, la voz grave y ese influjo que parecía tener sobre la gente, el mito sobre Rasputín sostiene que poseía un miembro viril de dimensiones desmesuradas. Tanto es así que en el Museo Erótico de San Petesburgo en un frasco se conserva lo que se dice fue su pene. Lo habrían seccionado en la autopsia y puesto a conservar en un frasco con formol que llegó al museo a mediados de los setenta. Aunque nada prueba que ese miembro de 30 centímetros de largo haya pertenecido a Rasputín, la mayoría de los turistas prefiere creerlo. Los más cautos sostienen que ni siquiera es un pene. Se trataría de una Holothuroidea, el nombre científico de los Pepinos de Mar, animales que viven en el fondo de los mares de todo el mundo.
Las orgías, las borracheras, la violencia, los abusos se repetían. Había, también, muchos maridos poderosos enojados porque las esposas lo habían engañado con él. Tanto que el Zar Nicolás recibió varias denuncias en su contra. En 1911 la situación se hizo insostenible y el Zar lo envió de vuelta a su pueblo siberiano. Pero muy pocas semanas después, el pequeño zarévich empeoró una vez más. Alejandra le escribió a Rasputín y le pidió que eleve plegarias por su hijo. Apenas la carta llegó a Rasputín, el hijo de los zares mejoró repentinamente. Alejandra le exigió a su marido que trajera de regreso a Rasputín. A partir de ese momento, el Monje Loco no tuvo que refrenar sus conductas y adquirió un poder inigualable en el gobierno.
También se ha dicho muchas veces que mantenía una relación con la zarina Alejandra. Sin embargo distintos historiadores descartan la versión. Se basan en la imagen y en la conducta victoriana de Alejandra.
De todas maneras, la idea de la relación furtiva está tan instalada que un tema disco que se convirtió en un hit global lo afirma. Rasputín del grupo Boney M fue un enorme éxito en 1978. Ra Ra Rasputín. Un hit improbable que narra la historia del Monje Loco (lo lleva así). Habla de sus conquistas sexuales, de sus poderes, de su influencia en el gobierno y, naturalmente, del romance con Alejandra.
Rasputín se opuso a la partición en la Primera Guerra Mundial. Insistió en que sería ruinosa para el país y para el zar. Nicolás presionado por el ala política de su gobierno no lo escuchó. Al poco tiempo, el zar en persona partió hacia el frente de batalla. Él comandaría a las tropas.
Nada de esto resultó bien ni para Nicolás ni para Rusia. Se quedó sin el paraguas protector que siempre tenían los zares: que la culpa había sido de un asesor o un ministro; ellos eran los defenestrados en caso de error. Acá el zar asumía la responsabilidad en persona. A eso se le debe sumar que al estar en el frente de combate dejó los asuntos internos en manos de la zarina Alejandra. Lo que es lo mismo que decir que estaban en manos de Rasputín. Su influencia sobre Alejandra era absoluta. Ella parecía un títere de su asesor, embelesada por sus poderes y por cómo el príncipe Aleksiev mejoraba cuando el monje siberiano merodeaba el palacio de gobierno.
Se ha dicho también que Rasputín, como Nostradamus, lanzó una serie de profecías que luego se cumplieron. Ese poder para ver el futuro está lejos de haber sido probado. Esas profecías no fueron consignadas fehacientemente y las que se citan son tan abiertas y enigmáticas que cualquier hecho puedo ser visto como confirmación de ellas.
Le dijo en 1916 a Alejandra que antes de fin de año sufriría una muerte violenta; si lo mataban nobles, los zares caerían antes de los dos años siguientes (eso, de haber existido, sería más un análisis político que una profecía). También habría dicho que cada vez que abrazaba a un Romanov un escalofrío le recorría la espalda, que sentía “como si abrazara cadáveres”, que la muerte inminente los rondaba (que fue el destino de la familia tras la Revolución del 17).
Otras de sus profecías dicen fueron sobre la caída de la iglesia rusa, sobre la destrucción de ciudades rusas prósperas en esos momentos o sobre cataclismos naturales. Los más extremos dicen que hasta adelantó la contaminación ambiental y el calentamiento global.
El momento de Rusia, la ausencia del Zar por estar en el frente y el poder desbocado que Rasputín ostentaba hizo que varios aristócratas y hombres de negocios pensaran que la única manera de salir de la situación, de salvar el régimen era eliminándolo. Por eso se complotaron para convocarlo esa noche del 30 de diciembre de 1916 al castillo de Yusupov.
El sanador, el médico personal de la familia del zar, el que curaba a través de la hipnosis se había convertido en otra cosa. Era demasiado poderoso, demasiado influyente. Rusia parecía moverse a fuerza de sus arbitrariedades y supuestas iluminaciones.
Ya había sufrido un atentado en los meses previos pero el ataque del Palacio Moika fue el definitivo pese a todo lo que resistió. Una vez que el cuerpo fue recuperado del agua lo enterraron cerca del palacio imperial. A las exequias sólo fue la familia del Zar y unos pocos allegados. La esposa y las hijas no estuvieron.
Después de la Revolución del 17 los restos de Rasputín fueron exhumados y cremados. Las cenizas fueron esparcidas en el bosque de Pargolovo.
Las nuevas autoridades querían evitar que su tumba se convirtiera en un lugar de peregrinaje para los adoradores y nostálgicos del antiguo régimen.
SEGUIR LEYENDO: