La conquista española del Tahuantinsuyo comenzó en 1532 con un hito memorable. El 15 de noviembre de ese año, Francisco Pizarro llegó a Cajamarca en el actual Perú, donde conocería al rey Inca Atahualpa. Tras una cruenta guerra civil de sucesión, el segundo de dos hermanos se había hecho con el poder del fallecido rey Inca Huayna Cápac.
Tan pronto como los castellanos llegaron a la ciudad que encontraron abandonada, se escondieron en un gran castillo inca y esperaron. Unas horas después, se maravillaron por la portentosa entrada del rey Atahualpa y su séquito de 30.000 hombres que marchaban desarmados en símbolo de paz con los visitantes. No sería la primera vez que se sorprenderían, en su avance por las ciudades incas encontraron sistemas de riego, edificaciones monumentales y orfebrería jamás vistos en Europa.
Al entrar en la plaza de Cajamarca, el único español en salir al encuentro del rey inca fue el sacerdote Vicente de Valverde, quien, a través de un intérprete, había solicitado a Atahualpa que aceptara el cristianismo como religión verdadera y se sometiera a la autoridad real. El monarca recibió un devocionario y un anillo que miró fijamente y que luego tiró al suelo seguramente porque carecían de valor ceremonial. Esto enfureció a los españoles, quienes inmediatamente rompieron el silencio disparando sus armas y rifles. Los estandartes de Atahualpa fueron brutalmente asesinados y, aunque fueran reemplazados de inmediato, el carruaje cayó junto con el monarca.
Como resultado, Atahualpa fue recluido en un palacio en Cajamarca. En su encierro, proporcionó condiciones para su liberación: llenar la habitación cerrada y hasta donde alcanzara su mano con oro y plata, varias veces. Pizarro aceptó la propuesta y la orden fue enviada inmediatamente a todo el Imperio Inca para proveer tanto oro y plata como fuera posible. Tras cumplir su parte, los españoles lo condenaron a muerte por idolatría, fratricidio y poligamia.
El rey Atahualpa fue bautizado como Francisco y posteriormente asesinado por ahorcamiento el 26 de julio de 1533. Poco después, el 18 de junio de 1533, Pizarro ordenó fundir el producto del rescate para la distribución del botín que ha sido valorado en 1,3 millones de pesos españoles y 51.000 marcos de plata.
Este rescate pagado por Atahualpa es considerado el rescate más cuantioso en la historia de la humanidad. Se estima que, en cifras actualizadas, equivaldría a USD 695 mil millones.
Algunas versiones aseguran que el Inca General Rumiñahui se dirigió a Cajamarca con unas 750 toneladas de oro adicionales trabajadas para el rescate, pero que cuando se enteró de que Atahualpa había sido asesinado, el general inca regresó a Quito, la capital del reino, y en el camino arrojó todo el tesoro en alguno de los estanques de la Cordillera Llanganates.
Rumiñahui intentó reorganizar la resistencia indígena en Quito, pero fracasó ante las fuertes alianzas entre españoles e indígenas. Aunque los españoles tenían sólo unos pocos cientos, sus aliados se contaban por miles. No solo los cañaris apoyaron a los españoles, sino también los cuzqueños, traídos por Diego de Almagro, quienes se vengaron de los quiteños por su masacre en Cuzco durante la guerra civil inca.
Los aliados indios de los españoles creían que los invasores eran Viracochas, o dioses venidos para facilitar su liberación y recuperar la ciudad de Quito, lo que facilitó la conquista del imperio. Finalmente, Rumiñahui fue capturado junto con algunos de sus comandantes y asesinado en Quito en junio de 1535. Rumiñahui no reveló jamás la ubicación del tesoro.
Se cree que el tesoro se encuentra en las aguas de Pisayambo, ahora Parque Nacional Llanganates, un área protegida en Ecuador que se emplaza entre las provincias de Cotopaxi, Tungurahua, Pastaza y Napo. El sistema acuífero del Parque Nacional de Llanganates consta de más de una docena de lagos mayores y, tal vez, centenares de lagunas menores, que se combinan en un complejo sistema hídrico en las elevaciones de los Andes ecuatorianos que, en el sector, ascienden a los 3.000 y 4.000 metros sobre el nivel del mar.
Nadie podría haber escondido mejor un tesoro como este. En sus piezas fundidas en oro podría contarse la historia jamás revelada de uno de los imperios más grandes del mundo, solamente comparado con el Imperio de Alejandro Magno. Tal vez la humanidad no está preparada para entender estos misterios. Quizás lo entendió así el inca Rumiñahui. Los tesoros de Atahualpa, del incario y del Tahuantinsuyo pueden descansar serenamente en su escondite otro medio milenio más.
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