En la historia han existido grandes mentes que han sido determinantes en su rumbo. Sin remontarnos muy lejos podemos pensar en los científicos detrás de la primera fotografía tomada a un agujero negro a millones de años luz de distancia, o de quienes actualmente lideran los proyectos de exploración lunar o marciana.
Si vamos mucho más atrás habría que destacar la invención de la rueda en la mesopotamia del año 3.500 a.C., del hormigón a principios del siglo XIX que permitió un auge en la construcción y la arquitectura, también a personajes como Thomas Alba Edison y su bombilla incandescente, James Watt por su máquina de vapor, los hermanos Wright por el avión, a Johannes Gutenberg por la imprenta, a Louis Pasteur y Robert Koch por los antibióticos, a Alexander Fleming por la penicilina, a Alexander Graham Bell por el teléfono, a Alan Turing por la computación o a Tim Berners-Lee y los científicos de la MIT, por la creación del Internet.
Grandes inventos que marcaron un hito para la humanidad, que dejaron un gran legado y que nos permitieron avanzar en la ciencia, la tecnología y mejorar nuestra calidad de vida y nuestra capacidad de adaptarnos al mundo. Pero hubo quienes vieron sus inventos convertirse en armas de destrucción masiva, instrumentos de guerra que cargan en sus espaldas un increíble saldo de violencia y muertes.
Algunos de esos genios llegaron incluso a renegar de sus descubrimientos y se convirtieron en activistas en contra del uso desmedido de ellos. Desde la bomba atómica hasta la dinamita, aquí están los más destacados.
La bomba atómica de Oppenheimer
“Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de los mundos”. Esa frase sacada del texto sagrado hinduista Bhagavard Gita fue una de las primeras cosas que le vino a la mente a Robert Oppenheimer después de que las bombas atómicas fueron detonadas contra las ciudades de Hiroshima y Nagasaki en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial.
Para entonces, Oppenheimer llevaba años dedicado a la fabricación de dicha arma nuclear, desde que otro genio, Albert Einstein, advirtiera al gobierno de los Estados Unidos, entonces encabezado por el presidente Franklin D. Roosevelt, sobre el peligro de que la Alemania Nazi se convirtiera en la primera potencia en desarrollar el mortífero artefacto.
Este sería el germen del Proyecto Manhattan, que fue liderado por Oppenheimer y cuyo fin era desarrollar la primera bomba atómica de la historia la cual se detonó en el desierto de Nuevo México el 16 de julio de 1945 en medio de una operación llamada “Trinity”.
Menos de un mes después se lanzaron las bombas sobre las ciudades de Japón en respuesta al ataque a Pearl Harbor. En esa decisión participó activamente Oppenheimer, quien no solo se dedicó al estudio del proceso para separar el uranio-253 del uranio natural y determinar la masa crítica necesaria para fabricar la bomba, sino que fue clave para determinar el objetivo ideal de su creación, apuntando a las ciudades de Hiroshima y Nagasaki.
Se estima que las víctimas fatales del día en que cayeron las bombas van de las 150 mil a las 250 mil personas.
Tras ese horrible saldo de muertes, Oppenheimer no sólo renunciaría a su cargo al frente del Proyecto Manhattan, sino que posteriormente serviría como asesor de la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos convirtiéndose en un activista por el control internacional al poder nuclear para evitar que el armamento de este tipo se proliferaron por el mundo.
Además, abogó para frenar la carrera armamentista entre Estados Unidos y la Unión Soviética, que solventó los años de la “Guerra Fría”, un conflicto en que la doctrina de destrucción mutua asegurada (MAD) impidió que alguna de estas naciones atacara con armas nucleares a la otra pues esto garantizaba en teoría la aniquilación de ambas.
Dicha doctrina es una de las razones por las cuales hasta el día de hoy no se ha vuelto a detonar otra bomba atómica contra una ciudad o país.
Sin embargo, Oppenheimer fracasó en su intento por evitar que las naciones del mundo se armaran con arsenales nucleares, y por siempre pasó a la historia como el “padre de la bomba atómica”.
El “grave error” de Einstein
Otro arrepentido de esta historia fue Albert Einstein, autoproclamado pacifista, quien antes de su muerte pidió perdón por la carta que envió a Roosevelt y que dio vía libre al Proyecto Manhattan.
Einstein también jugó otro rol importante en el desarrollo de la más mortífera arma jamás conocida por el ser humano, pues su famosa fórmula E=mc², fue una de las bases sobre las que se desarrolló la investigación atómica que permitió la bomba.
Dicha fórmula la planteó en 1905, 40 años antes de que detonaran las bombas, y en esencia establece que la energía (E) es igual a su masa (m) multiplicada por la velocidad de la luz al cuadrado (c²). Es decir que una pequeña cantidad de masa equivale a inmensas cantidades de energía.
Para entenderlo mejor, en la explosion de energía de la bomba de Hiroshima, equivalente a más de 15 mil toneladas de TNT, y en la de Nagasaki, equivalente a 25 mil toneladas de TNT, apenas se sauron unos cuantos kilos de uranio y plutonio.
Si bien su fórmula planteó el principio físico que hizo posible la bomba, fue su actuar político el que calificó como el “gran error” de su vida.
Varias veces se refirió al tema, como en una misiva a la revista japonesa Kaizo, donde explicó que su motivación para enviarle la carta al presidente de Estados Unidos fue el miedo que le producía la idea de que los alemanes fabricaran primero la bomba.
“No vi otra salida, aunque siempre fui un pacifista convencido”, escribió Einstein.
Años después, en 1955 a pocos meses de morir, se refirió de nuevo al asunto de la carta en una misiva a su amigo Linus Pauling, quien ya era premio Nobel de Química y luego ganaría el Nobel de Paz.
“Cometí un gran error en mi vida cuando firmé la carta al presidente Roosevelt recomendándole que se fabricaran bombas atómicas”, dijo Einstein, citado por Pauling.
“Pero había una justificación: el peligro de que los alemanes la fabricaran. Si hubiera sabido que ese miedo no estaba justificado no habría participado en abrir esta caja de Pandora”, agregó el científico.
Kalashnikov y el “arma de la revolución”.
Si la bomba nuclear es el arma más poderosa jamás creada y hasta ahora sólo ha sido usada por la nación más poderosa del mundo, el fusil semi automático AK-47 podría ser su perfecta contraparte: de manufactura barata, mantenimiento sencillo y simple diseño, pero igual o más letal que la primera.
Nada más lejano de la intención de su creador, el ingeniero ruso Míjail Kalashnikov, quien concibió el arma como una herramienta para defender a Rusia de los nazis.
El fusil en sí mismo significó un gran avance tecnológico en el mundo de las armas. Creado en 1947, apenas dos años después de que detonara la bomba atómica, es un fusil sencillo, resistente y confiable, que no solo se convirtió en el arma predilecta por el ejército de la Unión Soviética y posteriormente de Rusia, sino de decenas de otros países y también de organizaciones terroristas, guerrillas revolucionarias, o grupos criminales al margen de ley.
El AK-47 ha estado presente en las revoluciones de Angola, Vietnam, Argelia y Afganistán. Se hizo mundialmente famoso, entre otras cosas, por una foto de Osama Bin Laden, entonces líder de Al-Qaeda, disparando uno.
En Latinoamérica, el AK-47 está fuertemente asociado a la revolución y a los grupos o guerrillas que se formaron en todo el continente bajo las consignas de la liberación nacional. Grupos como Sendero Luminoso en Perú, las FARC y el ELN en Colombia, El EZLN en México, o los Montoneros en Argentina.
Se calcula que desde su creación hasta el día de hoy se han fabricado más de 100 millones de fusiles de este tipo en todo el mundo y que alrededor de 50 ejércitos nacionales aún la usan como su arma regular.
Si la estimación de muertes más grande de la bomba atómica es de 250 mil personas sumando las víctimas de Hiroshima y Nagasaki, se estima que ese mismo número de muertes son causadas por balas de AK-47 cada año.
Estas muertes parecieron no pesar sobre Míjail Kalashnikov, quien expresó pocos remordimientos por su mortífero invento, incluso una vez que fue cuestionado dijo que dormía “profundamente”.
Pero antes de morir Kalashnikov envió una carta al jefe de la iglesia ortodoxa rusa de la cual era devoto, afirmando que siempre se sintió responsable de las millones de muertes causadas por su revolucionario invento.
“Mi dolor espiritual es insoportable. Sigo haciéndome la misma pregunta insoluble. Si mi rifle privó a la gente de la vida, ¿puede ser que yo, un cristiano y un creyente ortodoxo, tuve la culpa de sus muertes?”, dijo en esa misiva que fue filtrada por el gobierno ruso meses después de su fallecimiento.
“Cuanto más vivo, más se me clava esta pregunta en la cabeza y más me pregunto por qué el Señor permitió al hombre los deseos diabólicos de la envidia, la codicia y la agresión”, concluyó.
En todo caso, lo que concibió como un arma de defensa para su país, terminó convirtiéndose en un arma de destrucción masiva, quizá la más letal.
El arma química de Galston
Arthur Glaston fue un fisiólogo y biólogo estadounidense que dedicó su vida a estudiar el mundo vegetal, sobre todo, a entender cómo las hormonas vegetales y los efectos de la luz afectan el desarrollo de las plantas.
En sus investigaciones descubrió que un componente llamado ácido triyodobenzoico (TIBA) era capaz de estimular la floración de la soya y hacerla crecer más rápidamente, pero que si le aplicaba en exceso podría hacer que la planta muriera.
Este principio fue la chispa que llevó a otros científicos a desarrollar el llamado “Agente Naranja”, un poderoso herbicida que fue usado como un arma química durante la guerra de Vietnam, que tuvo lugar entre 1955 y 1975.
En ese conflicto bélico, el Ejército de Estados Unidos liberó unos 20 millones de galones de “Agente Naranja” sobre las selvas y cosechas vietnamitas en las que se escondía la guerrilla del Vietcong y de las que dependía para alimentar a sus tropas.
El herbicida era capaz de destruir los cultivos y exponer las posiciones, rutas y movimientos del enemigo, pero a un altísimo costo, pues al mismo tiempo causaba un enorme daño ambiental potencialmente irreversible, además de producir afectaciones riesgosas para la salud de los humanos.
Galston advirtió la situación, señalando que la “dioxina” el componente más peligroso del “Agente Naranja” es un contaminante que puede permanecer en el medio ambiente por décadas, además de causar cáncer, malformaciones en los fetos en desarrollo, infertilidad y daños en los sistemas nerviosos e inmunes.
La vida de esta toxina es de 1 a 3 años en superficies totalmente expuestas al sol, de 20 a 50 cuando llega a subsuelos y más de 100 años cuando toca sedimentos fluviales y marinos.
A diferencia de Oppenheimer, las advertencias de Galston tuvieron su efecto sobre el gobierno de Estados Unidos, entonces en cabeza de Richard Nixon, quien ordenó, tras años de uso, que se detuvieran las fumigaciones con Agente Naranja.
En vida, Galston llegó a declarar que el Agente Naranja había sido un “mal uso de la ciencia”, pero que cada avance científico era potencialmente pervertible en algo dañino para la humanidad.
“Solía pensar que uno podría evitar involucrarse en las consecuencias antisociales de la ciencia simplemente no trabajando en ningún proyecto que pudiera tener fines malignos o destructivos. He aprendido que las cosas no son tan simples y que casi cualquier hallazgo científico puede pervertirse o deformarse bajo las presiones sociales”, dijo el científico.
“La ciencia está destinada a mejorar la suerte de la humanidad, no a disminuirla, y su uso como arma militar me pareció desaconsejable”, agregó.
Durante la Guerra de Vietnam se rociaron un total de 45 millones 677 mil 937 litros de Agente Naranja, los cuales siguen haciendo estragos en la naturaleza hasta hoy. Según la revista “Scientific Research” 20% de las zonas de la selva se fumigaron al menos una vez.
Nobel a la dinamita
La de Alfred Nobel es quizá la historia de remordimiento menos conocida y más paradójica de la ciencia, pues su nombre está irremediablemente asociado a los premios que galardonan los más grandes avances científicos en pro de la humanidad y de la paz.
Pero el origen de estos premios es precisamente el remordimiento por haber contribuido a la guerra, la muerte y la destrucción.
Nobel nació en una familia de ingenieros y desde una edad temprana trabajó junto a su padre en la fabricación de explosivos. Un hecho trágico marcaría su vida, la muerte de su hermano menor y otras cuatro personas más en una explosión de nitroglicerina en 1864.
Esto lo hizo enfocarse en encontrar una manera de volver más estable este explosivo líquido, para poder manipularlo con mayor facilidad y dos años después, en 1866, le presentó al mundo la dinamita.
Esta invención mezcla la nitroglicerina con un material sólido y poroso, una roca llamada diatomita, la cual está formada de fósiles de algas microscópicas llamadas diatomeas.
La dinamita fue un avance revolucionario que disparó una nueva era en la construcción, trayéndole a su inventor gran fama y fortuna. Pero también abrió las puertas a una nueva era de destrucción porque en poco tiempo pasó a usarse con fines bélicos, aplicándola como relleno para los proyectiles de artillería y toda clase de armas militares.
Desde entonces la dinamita ha causado millones de muertes asociadas a sus usos para la guerra.
Esas muertes pesaron grandemente en Nobel, quien murió el 10 de diciembre de 1896 en San Remo, Italia. En su testamento dejó constancia de aquella carga y dispuso el 94% de su fortuna para la creación de lo que hoy conocemos como los Premios Nobel en las categorías iniciales de Física, Química, Paz, Fisiología o Medicina y Literatura.
Años más tarde, en 1969 se sumó la categoría de Economía.
Con esto, Nobel trató de resarcir el daño que sintió había hecho a la humanidad con la dinamita, y que su legado fuera asociado a la conmemoración de las personas que contribuyen con sus inventos o influencia al beneficio de la humanidad.
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