El 26 de septiembre de 1960, a las 7:30 de la tarde, el vicepresidente de los Estados Unidos, el republicano Richard Nixon, bajó de un Oldsmobile frente a los estudios de CBS en el centro de Chicago. Su rival en la candidatura a la presidencia, el senador demócrata John F. Kennedy, llegó 15 minutos más tarde: una decisión que el equipo de producción de la cadena había tomado para evitar roces inconvenientes entre los políticos.
Nixon, que había estado hospitalizado por una cirugía en la rodilla izquierda, tenía fiebre y malhumor; para empeorar el cuadro, se golpeó la pierna intervenida contra la puerta del automóvil. Se podía dar el lujo de no sonreír: era el famoso de la dupla que protagonizaría el primer debate presidencial en televisión en la historia estadounidense, que vieron entre 65 y 70 millones de personas, alrededor del 40% de los 180 millones de habitantes, 70 millones de los cuales eran menores de edad.
Nixon tenía experiencia en el ejecutivo —era el segundo del presidente Dwight Eisenhower— y había preparado una larga lista de logros que presentar al público. El año anterior, en el Debate de la Cocina, se había impuesto sobre el líder soviético Nikita Krushchev en la discusión de las bondades del capitalismo y las del socialismo. Creía que un contrapunto con un muchacho de buena familia de Massachussetts sería más que fácil.
Kennedy pareció trotar, ligero y sonriente, a lo largo del corredor que unía el estacionamiento y el Estudio Uno. Tenía un bronceado envidiable, tras semanas de campaña, al final del verano boreal, por todo el país. Howard K. Smith, que moderó ese primer encuentro de una serie de cuatro, tuvo la impresión de que avanzaba “como un atleta que va a recibir su corona de laureles”. Algo así sucedió: al cabo de los programas le arrebataría la presidencia, con el 49,72% del electorado, a Nixon.
El demócrata y el republicano se enfrentaron en cuatro Grandes Debates, como se los presentó al público, en 1960. Pero la memoria colectiva sólo atesoró uno, el primero.
—Supongo que se conocen —bromeó Don Hewitt, productor y director del debate.
Lo que siguió después es el origen de una tradición que ha identificado a la democracia estadounidense hasta hoy y, al mismo tiempo, una ceremonia tan ajena al presente como un cacharro de una civilización extinta que descubriera un arqueólogo. En sólo 60 años la cortesía con que se trataron los rivales es simplemente impensable; incluso Nixon, que fue el más argumentativo, concedió con naturalidad —y más de una vez— que Kennedy se preocupaba tanto por los problemas del pueblo estadounidense como él: “Nuestro desacuerdo no es sobre los objetivos, sino sobre los medios para alcanzarlos”.
—Ella toma malas decisiones, tan malas, honestamente, que nunca debería ser presidenta de los Estados Unidos —dijo Donald Trump, por ejemplo, en uno de los debates con Hillary Clinton.
—Lamento tener que insistir con esto, pero él vive en una realidad alternativa —dijo, en otro, la ex secretaria de Estado sobre el actual presidente.
La virulencia durante campaña de 2016 consiguió un récord de público, 84 millones. Sin embargo, toda esa gente representó una fracción menor de la población que miró el duelo, hoy se diría que elegante, de 1960: el 25,45% de los 330 millones de habitantes. En todo caso conviene recordar que casi no había programación alternativa.
Pronto se conocerá el tono de los debates —se realizarán el 29 de septiembre y el 15 y el 22 de octubre— entre el republicano y el ex vicepresidente Joe Biden, pero difícilmente se muestren de acuerdo en siquiera una cosa. En un país extremadamente polarizado, con los medios divididos y las redes sociales en llamas, se esperan puñaladas verbales que imiten el impacto y la brevedad de un tuit.
En comparación, los ocho minutos con que cada candidato contó para presentarse en 1960 parecen una extensión más que generosa. Sin embargo, para 1960 pareció una limitación ultrajante del despliegue intelectual que se merecía un aspirante a la Casa Blanca. “Esperemos que estos debates televisados se eliminen de las campañas presidenciales futuras”, escribió en The New York Times el historiador Henry Steel Commanger.
El título de su artículo, “Washington hubiera perdido en un debate televisado", no dejaba dudas sobre su perspectiva. “La fórmula actual del debate televisivo está hecha para corromper el criterio del público y, al final, el proceso político en su totalidad. La presidencia de los Estados Unidos es un puesto demasiado grande como para que se lo someta a la indignidad de esta técnica”, protestó. “En televisión, cada candidato debería tener la oportunidad de hablar sobre cualquier asunto importante todo lo que tuviera para decir, sin que otros le impongan límites de tiempo”.
Un efecto llamativo de la televisación fue que los periodistas y políticos que escucharon el debate en la radio dieron por ganador a Nixon. El Times celebró su mejor argumentación —"probablemente se llevó la mayoría de los honores"— y el senador Bob Dole, quien sería candidato republicano a la presidencia más de 30 años después, sintetizó:
—Lo escuché en la radio mientras viajaba a Lincoln, Kansas, y pensé que Nixon estaba haciéndolo muy bien. Pero entonces miré los clips, a la mañana siguiente, y... no lo vi tan bien. Kennedy era joven y articulado y... ¡lo aniquiló!
En su libro The Making of the President, Theodore White describió el programa como un contraste entre la apariencia “calma, sin nervios” de JFK y la de Nixon, “tensa, casi asustada, cada tanto con el ceño fruncido y en ocasiones macilenta al punto de parecer enfermo”. Para el republicano, resumió White, “todo lo que podría haber salido mal esa noche, salió mal”. En cambio, JFK no reveló jamás el dolor crónico que lo atormentaba —sufrió cuatro operaciones de columna— y su actitud fue la de un hombre alerta, sonriente y seguro de sí mismo.
Nixon no quiso ir a la reunión preparatoria a la que Hewitt invitó a los dos candidatos; para él, el debate parecía ser “solo una presentación más de la campaña”. Kennedy asistió y aprovechó la ocasión para interrogar a fondo al director sobre todos los detalles de la puesta en escena: “¿Dónde me paro? ¿O me quedo sentado? ¿Me siento o no? ¿Cuánto tiempo tengo para responder? ¿Me puede interrumpir? ¿Puedo interrumpirlo?”, recordó Hewitt a Deadline.
JFK también tuvo una ventaja cosmética: si bien rechazó el maquillaje en el set, una artista de su equipo personal perfeccionó la lozanía de su piel, mientras que Nixon, picado por la presunta displicencia del demócrata, también se negó a cualquier afeite: no fuera cosa que la prensa señalara que todavía no se habían inventado los metrosexuales.
“Traté de explicarle a Dick que su piel tenía ciertas características que la hacían casi transparente”, recordó su asesor de medios Ted Roges ante Alan Schroeder, autor de Presidential Debates. “Y si bien era muy guapo decir ‘No quiero maquillaje’, él realmente lo necesitaba para lograr lo que nosotros considerábamos apenas una fotografía aceptable para la televisión”. La profusa transpiración del republicano tampoco ayudó.
Cuando Hewitt vio las pruebas de transmisión en el control, se espantó. Llamó a Frank Stanton, presidente de CBS, que tardó segundos en materializarse frente a los monitores:
—Kennedy luce genial —le explicó.
—Nixon no —completó Stanton—. Que lo vea Rogers.
El consejero de medios de Nixon llegó a la sala y observó las pruebas.
—¿Lo satisface la manera en que se ve a su candidato? —preguntó Stanton, casi neutral.
—Sí, creo que está bien.
Shroeder describió la actitud del equipo de Nixon como “fatalista”, mientras que el de Kennedy vigilaba hasta los menores matices de los focos sobre su traje oscuro —no gris, sin contraste con el color de las paredes, como el del republicano—, despachaba a un auxiliar a buscar una camisa extra al hotel, comparaba el largo de las medias que apenas si se verían en cámara.
Hoy aquel debate se interpreta como un punto de inflexión en la política: si antes los aspirantes al poder debían estrechar manos y besar bebés, desde ese momento debieron volverse fotogénicos. “Antes de los debates televisados, rara vez los votantes veían en persona a los candidatos. Leían acerca de ellos y veían sus fotos en los periódicos, y los escuchaban en la radio”, escribió Schroeder.
“Los Grandes Debates marcaron el ingreso de la televisión, por la puerta grande, a la política presidencial”, escribió Erika Tyner Allen en la Enciclopedia de la Televisión. “Permitieron que los votantes tuvieran la primera oportunidad realmente verdadera de ver a sus candidatos en competencia, y el contraste visual fue dramático”. Así seguirían en el futuro: Jimmy Carter vs. Gerald Ford, Ronald Reagan vs. Walter Mondale, Bill Clinton y George W.H. Bush, Barack Obama y John McCain, Trump y Hillary Clinton. Como una dramatización de la democracia, hasta que la televisión —como hoy la redes sociales— se convirtió en una herramienta política tan potente que nadie que realmente ambicionara el poder pudo prescindir de ella.
Para empezar aquella transmisión originaria Kennedy le tiró por la cabeza a Nixon nada menos que al político del primer debate, Abraham Lincoln, quien era un ignoto candidato al senado por Illinois cuando, el 21 de agosto de 1858, se enfrentó al reconocido juez Stephen Arnold Douglas ante unas 12.000 personas. Durante tres horas hablaron sobre la esclavitud; hacia el séptimo y último debate, el 15 de octubre, se habían acumulado 21 horas de discusión.
“En la elección de 1860, Abraham Lincoln dijo que la cuestión era si esta nación podía existir siendo medio esclava o medio libre. En la elección de 1960, y dado el mundo a nuestro alrededor, la pregunta es si el mundo existirá medio esclavo o medio libre, si avanzará hacia la libertad, en dirección al camino que estamos tomando, o si avanzará hacia la esclavitud”, abrió JFK. Le tocaba discutir con Nixon la política interior, pero entonces tal cosa era inconcebible sin aludir a la Guerra Fría. “Esta noche vamos a discutir temas nacionales pero no quisiera que eso implicara que eso no concierne directamente a nuestra lucha contra Khrushchev por la supervivencia”.
En general, de aquel 26 de septiembre de hace 60 años ha quedado sobre todo el contrapunto entre la retórica estimulante del demócrata y la enumeración casi burocrática de logros del republicano. Algo que, según el politólogo Harvey Wheeler, citado en Museum TV, se debió a un capricho de la tecnología: Kennedy fue el “casual beneficiario de sus defectos como orador”.
Su estilo de “expresión sin adornos”, acaso deflacionario del ánimo ante una multitud, funcionó perfectamente para los pequeños grupos —familias, sobre todo— que se reunieron en las salas de millones de hogares frente a los televisores. “Y aunque el rápido ritmo de su habla impidió que se asimilara buena parte de su contenido, transmitió la imagen de un joven brillante y conocedor, de gran seriedad, energía e integridad”.
Si bien en ese debate se nota por qué los discursos de campaña de Barack Obama evocaban a los de JFK —eran más inspiradores que densos en información—, Ted Sorensen, autor de discursos del presidente asesinado en 1963, rechazó que el encanto triunfara sobre el contenido. Escribió en The New York Times, al cumplirse los 50 años de los Grandes Debates: “Se enfrentaron el estilo y la sustancia, y Kennedy ganó tanto en el discurso como en la apariencia".
De hecho, agregó “hubo mucha más sustancia y matices en aquel primer debate que en lo que ahora pasa por discusión política en nuestra cultura cada vez más comercializada y tuitera, en la que una retórica extremista requiere que los presidentes contesten a reclamos escandalosos”.
Muchos asuntos medulares bullían en 1960 en los Estados Unidos. A la Guerra Fría con la Unión Soviética se había sumado el inverosímil acontecimiento de una revolución a unos 180 kilómetros de la Florida, en Cuba. La lucha por los derechos civiles, el activismo contra la guerra y las armas nucleares, el feminismo y las minorías sexuales habían puesto en cuestión el estado de la democracia en el país. Kennedy incluso dedicó un pensamiento a los hispanos.
“No estaré satisfecho hasta que cada estadounidense goce de sus derechos constitucionales. Un bebé afroamericano que nace —y esto también se aplica a los puertorriqueños y mexicanos en algunas de nuestras ciudades— tiene la mitad de probabilidades de terminar la escuela secundaria que un bebé blanco”, dijo. “Creo que podemos estar mejor. No quiero que se desperdicien los talentos de ningún estadounidense”.
El republicano, con sus porcentajes y sus comparaciones entre el gobierno al que pertenecía —aunque cuando un periodista preguntó por una medida que hubiera propuesto Nixon, Eisenhower había pedido una semana para pensar, cosa que le recordaron en el debate— y el del demócrata Harry Truman, apenas había resultado interesante a la clase media de los suburbios.
Una asimetría similar presentaron las esposas de los duelistas. En Massachusetts, Jacqueline Kennedy ofreció una fiesta para mirar el debate. Embarazada de seis meses y radiante recibió en la casa de verano de los Kennedy, en Nantucket Sound, a unos 30 invitados, entre familia, políticos y periodistas. Pat Nixon, en cambio, no convocó a un evento de relaciones públicas: se quedó en su casa de Washington DC, sola con sus dos hijas, hasta que al otro día debió salir a hablar “para hacer control de daños”, según escribió Schroeder.
Rose May Woods, la secretaria de Nixon, escuchó la primera alarma cuando, al fin del debate, recibió una llamada de sus padres, desde Ohio: ¿se sentía bien su jefe? Lo habían visto muy demacrado en la televisión. Se preocupó más aún —contó Schroeder— cuando la propia madre del vicepresidente quiso saber si su Dick estaba realmente bien, como le había dicho. Lo había encontrado muy pálido en la pantalla.
Hewitt sintetizaría luego, famosamente: “Cuando terminó aquel primer debate, me di cuenta de que no teníamos que esperar hasta el día de las elecciones. Acabábamos de elegir un presidente. Todo sucedió en televisión". Dentro del Partido Demócrata todavía se discutía con dudas, pero JFK salió de los estudios de CBS convencido de que “la televisión había dado vuelta" la elección que originalmente había parecido en manos de Nixon.
“Reconozco que cometí un error básico”, escribió luego el republicano en Seis crisis. “Me concentré demasiado en la sustancia y no lo suficiente en la apariencia”. Tanto creyó que los debates —y sobre todo el primero— habían sido decisivos, que en sus siguientes campañas por la Casa Blanca, en 1968 y 1972, se negó a participar en otros.
La Consultora Schwerin, que analizaba el impacto de los comerciales de televisión, coló entre sus preguntas habituales un puñado sobre el encuentro Nixon-JFK. En los focus groups el público pareció favorecer a Kennedy, 39% contra 23%; el resto consideró que hubo empate o no manifestó opinión. Los partidos y sus simpatizantes gastaron más de USD 250.000 para auditar la reacción de la audiencia, estimó el periodista Earl Mazzo en 1962. Y los debates en sí representaron unos USD 6 millones de tiempo de televisión gratuito que los canales brindaron como servicio público.
Porque el evento también marcó un cambio en el medio. CBS desplazó uno de sus programas más populares, El show de Andy Griffith, y cambió ficción por realidad. Un amable sheriff de Carolina del Norte, que criaba a su hijo en un pueblo pintoresco, dejó lugar a la discusión de los candidatos sobre economía, salud, educación, seguridad social, derechos civiles y un salario mínimo de USD 1,25 la hora.
“La inocencia de los años 50 terminó con el desplazamiento del Show de Andy Griffith, y la seriedad de los años 60 comenzó con el primer debate Kennedy-Nixon”, dijo a CNN Bruce DuMont, un experto en radiodifusión, hace 10 años. Si hasta entonces la pantalla se llenaba sobre todo de comedias, programas de variedades y juegos, de pronto las noticias duras se abrieron paso en su oferta.
“Los debates presidenciales se comprenden mejor como programas de televisión, regidos no por las normas de la retórica o la política sino por las necesidades del medio", concluyó Shroeder su análisis del encuentro que proyectó a Kennedy a la Casa Blanca. “Los valores de los debates son los valores de la televisión: fama, imagen, conflicto y despliegue publicitario”. Desde entonces la mitología sobre aquel el primer debate televisado no dejó de crecer, pero esa moraleja ha resistido hasta el presente, incluso indiferente al imperio de los trolls y las redes sociales.
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