Ocurrió durante ese intervalo en el que Winston Churchill ya cargaba sobre sus hombros con la gloria de haber sido una pieza clave en la derrota de nazismo aunque luego había perdido las elecciones, lo que lo alejó del 10 de Downing Street durante seis años. El domingo 29 de abril de 1951, el entonces líder de la oposición conservadora almorzó en su casa de Kent con el director general de The New York Times (NYT), Julius Ochs Adler.
El ex premier bitánico, que regresaría al poder algunos meses más tarde, bebía champagne Pol Roger en un vaso exageradamente grande “que le permitía servir el doble” que al resto de los comensales, anotó Adler en su memorando de la reunión que acaba de ser desenterrado de los archivos del legendario diario estadounidense por el historiador de la Universidad de Exeter Richard Toye.
Durante la conversación, Churchill se lamentó de que el acercamiento de Estados Unidos y el Reino Unido a la Unión Soviética estaba “siendo débil” y sugirió que debía ser más “agresivo”.
“Un poco abruptamente, [Churchill] me preguntó la cifra oficial de nuestro arsenal de bombas atómicas y nuestra estimación del suministro disponible por Rusia. Respondí que felizmente no estaba en los círculos internos del gobierno y por lo tanto no pesaba sobre mí la carga de ese asombroso secreto.”, escribió Adler, según reprodujo esta semana el Times de Londres.
El director del NYT y ex oficial del ejército de EE.UU. continuó la narración de aquel encuentro: "Luego nos sorprendió por segunda vez al afirmar que si era primer ministro y podía asegurar el acuerdo de nuestro gobierno, pondría condiciones a Rusia... un ultimátum. Al negarse, el Kremlin debería ser informado de que a menos que lo reconsiderara, lanzaríamos una bomba atómica en una de entre 20 o 30 ciudades principales. Simultáneamente, debemos advertirles que es imperativo que la población civil de cada ciudad nombrada sea inmediatamente evacuada. Creía que se negarían de nuevo a considerar nuestras condiciones. Entonces deberíamos bombardear uno de sus objetivos, y si fuera necesario, otros adicionales. Tal pánico se produciría (ciertamente por el tercer ataque) no sólo entre el pueblo ruso sino dentro del Kremlin, que nuestros términos se cumplirían”.
Adler dijo a Churchill que no creía que el pueblo estadounidense “consintiera alguna vez en esa forma de guerra preventiva y sólo usara nuestras bombas atómicas como represalia”. También le recordó “que Gran Bretaña y los Estados Unidos tenían muchos socios que podrían ser reacios a esa política”.
Otros tramos del memorando, demuestran el afecto que Adler sentía por su anfitrión, como cuando anota que Churchill detuvo en un momento la conversación para saludar sonriente y amable a dos mujeres y unos niños que pasaban frente a la puerta de su casa.
Pero la revelación sobre la intención de Churchill de utilizar armamento nuclear sobre las ciudades soviéticas es impactante. Sobre todo porque para ese momento Iosif Stalin ya había desarrollado su propio arsenal atómico, lo que podría haber disparado la tan temida guerra nuclear.
El historiador Toye, sin embargo, se pregunta si todo aquello no se trataba de un juego de ideas. Es probable que el ex premier pensara que “si haces una amenaza suficientemente fuerte y creíble, probablemente no tengas que llevarla a cabo”. Además, se pregunta Toye, tampoco queda claro si cuando Churchill indica que “deberíamos bombardear”, se refiere a que él lo haría o simplemente estaba tratando de que esa idea fuese llevada por alguien influyente, como Adler, hasta los oídos del presidente norteamericano Harry Truman para que lo hiciera.
Como sea, lo ciertos es que seis meses después de aquella conversación, los conservadores ganaron las elecciones y Churchill regresó al poder. Entonces, Churchill implemento otro tipo de acercamiento con la Unión Soviética, que “resultó bastante mejor”, evaluó Toye, y nunca amenazó con lanzar bombas atómicas sobre Moscú.
“Es probable que alguno de aquellos comentarios salvajes hubieran sido parte de su forma de atacar las políticas que él consideraba débiles del entonces gobierno laborista y sugerir que él tendría mejores soluciones”, considera el historiador. Como es sabido, una cosa es opinar como opositor y otra muy distinta es sentarse a gobernar y tomar decisiones.
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