En otro mundo, uno sin millennials ni redes sociales, en el que Donald Trump era un joven heredero pícaro y Vladimir Putin un promisorio espía en ascenso, Salvador Allende recorría Chile como candidato a presidente —era su tercera vez, tenía posibilidades de triunfo— pregonando un programa socialista. Entonces el país combinaba una economía capitalista atrasada con una democracia liberal en la que todo era posible, incluido el triunfo de la izquierda.
También era posible la persistencia de un pasado aun más lejano, que asomaba en la pobreza de familias que se alimentaban a comienzos del mes, cuando entraba el salario, y luego aguantaban con agua y azúcar, o en un sometimiento de las clases bajas que causó espanto a Allende cuando, en la campaña de 1964, una campesina se agachó ante él en una reverencia para besar la tela de sus pantalones.
—No soy un mesías —dijo, avergonzado por sus privilegios, que nunca había sentido tan directamente, como un ardor en la cara.
Lo repetiría durante esa campaña, en la que ganó Eduardo Frei, candidato de la Democracia Cristiana, y también en la campaña de 1970: “No soy un mesías, no soy un caudillo”.
Si bien estaba familiarizado con esas particularidades de la política latinoamericana —su abuelo Gregorio había luchado en las guerras de la independencia—, su formación política comenzó en la casa de un inmigrante de izquierda, el viejo carpintero Juan Demarchi, que fue vecino de los Allende. Mientras jugaba al ajedrez con él, lo escuchaba contarle sus historias en el movimiento anarcosindicalista de Valparaíso.
A diferencia del carpintero, Allende tuvo una formación universitaria —era médico— y en esos días de estudiante comenzó a convertirse en quien lograría, hace hoy 50 años, consagrarse como el primer presidente socialista votado democráticamente en América Latina.
“Salvador Allende encarnó mejor que nadie, desde mediados de la década de 1930 y hasta su muerte en 1973, la continuidad histórica y la línea central de desarrollo del movimiento popular”, escribió el historiador Sergio Grez en un ensayo. Grez, que se exilió luego del golpe de Augusto Pinochet, es un experto en las organizaciones sociales chilenas. Del mutualismo a la organización obrera, de la regeneración a la revolución, el desarrollo de las izquierdas tuvo particularidades en Chile que en 1970 les permitió “un transitar más evolutivo, pacífico, parlamentario y reformista” en lugar de la lucha armada exclusivamente.
”Salvador Allende encarnó la dialéctica no resuelta de reforma o revolución”, subrayó Grez. Pero las tensiones de los ’70s, agregó en su texto de 2007, no daban espacio a esa mezcla armoniosa. “Con todo, a pesar de verse atrapado en ese callejón sin salida, Allende en el día de su muerte, y con su muerte, intentó dejar una herencia política de contenido ‘reformista revolucionario’”.
Cuatro gobiernos en 18 meses
A comienzos del siglo XX la democracia chilena había superado ya la compra de votos y las proscripciones, pero no tenía estabilidad. Luego de una serie de golpes y contragolpes se aprobó la Constitución de 1925, muy presidencialista, pero ni siquiera eso entusiasmó a la gente: sometida a plebiscito, obtuvo más abstenciones que votos favorables y negativos sumados (y desde luego sin sufragio femenino).
En el derrape institucional, en 1927 Carlos Ibáñez fue elegido —es un decir: fue prácticamente candidato único— como hombre fuerte y logró reducir aun más la confianza popular al ofrecer, por un lado, represión para todos los sectores, y por otro, una burla a la representación de la ciudadanía en el Congreso Termal, como se llamó a la lista de legisladores que elaboró personalmente en las Termas de Chillán, donde pasaba sus vacaciones.
En la década de 1930, cuando la Gran Depresión dejó a Chile en un estado de quiebra que se sumó a la frágil institucionalidad, Allende participó en algunos de los numerosos levantamientos, de profesionales y estudiantes, desde la universidad. Lo suspendieron, lo detuvieron. Por fin lo readmitieron en las clases en 1932 —se graduaría con honores al año siguiente—, pero estaba definitivamente fascinado por la política.
Además, él era joven y su mundo ardía: en sólo 18 meses hubo cuatro cambios de gobierno. Fue entonces cuando las izquierdas comenzaron a activarse: el Partido Comunista, el Democrático, el Socialista; la Federación Obrera y la de Estudiantes. Pensando en el poder armaron grupos: el Block de Izquierda, el Frente Popular. “El pueblo entró a jugar un papel influyente en la vida política del país”, evaluó Luis Corvalán, político comunista muerto en 2010, en su libro El gobierno de Salvador Allende. “El 25 de octubre de 1938 eligió Presidente de la República a don Pedro Aguirre Cerda, constituyéndose el primer gobierno de izquierda en la historia de Chile”.
Y ahí estuvo Allende. A los 28 años había asumido como diputado socialista; tuvo la oportunidad de ser ministro de Salud. Pero sus ambiciones eran mayores: lo llevaron al Senado, en 1945, y a la primera de sus cuatro campañas electorales en 1951.
Entre Cuba y la Alianza para el Progreso
La coalición de comunistas y socialistas que lo había elegido candidato volvió a hacerlo en 1958, pero perdió ante el aspirante de centro-derecha, el ingeniero y empresario Jorge Alessandri, hijo del expresidente Arturo Alessandri. Pero hacia 1964, cuando el Frente de Acción Popular (FRAP) volvió a decidir la candidatura de Allende, una serie de factores parecieron facilitársela.
Por un lado, la Revolución Cubana de 1959 había echado a correr la ilusión del fin de las desigualdades, y la izquierda chilena prestó mucha atención al socialismo como una opción factible de gobierno.
Por otro lado, la presidencia de Alessandri se había ganado el mote de “gobierno de los gerentes”. Con escasa sensibilidad por los trabajadores, había servido a los intereses financieros (sólo 10 grupos poseían el 75% del capital de las 500 mayores empresas del país), entre los cuales se encontraba su familia, los Matte-Alessandri; también facilitó que conglomerados de los Estados Unidos dominaran compañías claves como las de electricidad, teléfonos y minería (Morgan) o la gasolina y la industria química (Rockefeller).
Alessandri fue el presidente del mundial de fútbol de 1962, que impulsó la televisión; pero también fue el que, tras un breve control de la inflación, debió devaluar la moneda y agravó las desigualdades. Eso combinó mal con la pobreza ya existente y con las ideas revolucionarias que se expandían en América Latina, mientras que Chile se sumaba a la Alianza para el Progreso de Estados Unidos.
Allende, y el FRAP, podrían ganar en 1964. Pero un partido surgido siete años antes, el Demócrata Cristiano (PDC), intervino en la oposición entre derecha e izquierda.
Del Chacal de Nahueltoro a Frei
Alessandri mantenía un equilibrio precario en sus alianzas parlamentarias, pensando en 1964, cuando su imagen terminó de desplomarse por un hecho lateral. Jorge del Carmen Valenzuela, un femicida que había matado a su familia, iba a ser fusilado; pero en el penal de Chillán había aprendido a leer y escribir, se había vuelto católico, y según su tutor, se había rehabilitado tras comprender el horror de sus actos. Alessandri rechazó el pedido de indulto y el campesino, que había pasado una vida de pobreza y marginación social emblemáticas, fue fusilado. La opinión pública, que apoyaba al llamado Chacal de Nahueltoro, le volvió la espalda al presidente.
El candidato conservador fue Julio Durán, que sacaría menos del 5% de los votos. Su campaña se centró en recordar que los comunistas se comían crudos a los niños y cosas por el estilo; el verdadero debate de ideas se dio entre Allende, que en su tercer intento tenía gran experiencia, y Eduardo Frei, del PDC, quien ganaría las elecciones con un programa reformista, llamado “revolución en libertad”, que propuso cambios profundos, entre ellos una política para “chilenizar” el cobre, un recurso central de la economía.
Tampoco el equipo de Allende había jugado en armonía. De 1962 a 1967 el FRAP vivió un “período conflictivo”, que Marcelo Casals describió en El alba de una revolución: “El rasgo principal de estos años será la agudización de las diferencias estratégicas entre los principales referentes de la izquierda marxista”. Allende, simplemente, rechazaba la violencia como herramienta para obtener el poder. “Una vez consumado el triunfo democratacristiano se desató una serie de fuerzas que desembocaron en el nacimiento de críticas rupturistas articuladas. El nacimiento del [Movimiento de Izquierda Revolucionaria] MIR y los bruscos cambios en la retórica del Partido Socialista así lo demuestran”, según el historiador.
La política comenzó a enrarecerse en todos los sectores. Según un cable del Departamento de Estado desclasificado en 1999, en diciembre de 1967 el flamante embajador Edward Korry escuchó con atención, y un poco preocupado, al ex presidente Alessandri, quien le planteó sin indirectas que “él prefería un triunfo de la izquierda en 1970 por sobre la elección de un nuevo gobierno democratacristiano, pues ello provocaría una intervención militar y la instauración de un gobierno que tendría la capacidad de poner orden en una situación que él percibía como caótica y desastrosa”, analizó Sebastián Hurtado en Chile y Estados Unidos, 1964-1973.
Internas en todas partes
Las formalidades del PDC habían elegido, apenas triunfó Frei, que el siguiente candidato sería Radomiro Tomic. A lo largo de su presidencia Frei menguó su respeto por Tomic al mismo tiempo que perdió el de Allende.
Si alguna vez el demócrata cristiano y el socialista habían sido amigos, cuando Pinochet asaltó el poder el 11 de septiembre de 1973, Frei llegaría a decir: “Allende vino a instaurar el comunismo por medios violentos, no democráticos, y cuando la democracia, engañada, percibió la magnitud de la trampa, ya era tarde. Ya estaban armadas las masas de guerrilleros y bien preparado el exterminio de los jefes del Ejército. Allende era un político hábil y celaba la trampa, pero no se puede engañar todo el tiempo a todo el mundo”. Agregó, en la misma entrevista al diario español ABC: “Los militares han salvado a Chile y a todos nosotros”. Paradójicamente, los militares lo envenenaron en 1982.
A diferencia de Frei, que creía imposible la colaboración política con la izquierda, Tomic pensaba que era “deseable”, según definió Hurtado en El golpe que no fue. En 1969 el aspirante a continuar la gestión de Frei —”era el periodo de la euforia, de las ‘cuentas alegres’, cuando se hablaba de ’30 años de gobiernos democratacristianos'”, escribió Patricio Dooner, en Crónica de una democracia cansada— repartía sus bendiciones con las dos manos. “Quería ser el candidato de una coalición que uniera al PDC con ‘las fuerzas sociales y las fuerzas políticas comprometidas con la sustitución del régimen capitalista’ en la elección del año siguiente”, lo citó Hurtado.
Dos años antes el Partido Socialista había concluido, en un famoso congreso, que las armas eran un método posible de acción política. Muchos de los miembros de la antigua alianza de izquierda se sentían igual de radicalizados y la democracia les parecía poca cosa en comparación con lo que podía dar una revolución. Así la coalición fue cambiando, y tras salidas e incorporaciones se formó la Unidad Popular (UP), que eligió a Allende como candidato.
Tanto las organizaciones sociales de la derecha, al estilo de Chile Libre y Acción Mujeres de Chile, como el Departamento de Estado, que durante la campaña de 1964 había gastado más de USD 4 millones para apoyar a Frei en secreto (según estableció el Comité Church del Senado de los Estados Unidos) volvieron al ataque contra Allende. De panfletos a propaganda paga en los medios, desde fábricas de contenido para circulación entre periodistas y políticos —las granjas de trolls de la época— hasta murales con imágenes de pelotones de fusilamiento, la campaña que advertía sobre “el fin de la religión y la vida familiar” si ganaba la UP no reparó en gastos.
La cuarta es la vencida: 1970
Pero entre el clima de época y las cuentas que no cerraban —Frei aumentó los salarios en más de un 10% real, pero la inflación rozó el 28%— el panorama para el PDC no era brillante, y a la derecha el eslogan de campaña fue “Alessandri Volverá”, muy polarizador.
Mientras tanto la gran movilización juvenil y popular incluía brigadas de muralistas como las de Ramona Parra, comunista, y Elmo Catalán, socialista, que unieron con gracia “las necesidades de difusión y persuasión política con el arte callejero escribieron Casals y Joaquín Fernández en la introducción a La campaña electoral de 1970. Los mitines políticos parecían recitales: Víctor Jara, Isabel y Ángel Parra, Quilapayún e Inti Illimani. Al cierre de campaña de la UP asistió más de un millón de personas, que llenaron la Alameda.
Así llegó el 4 de septiembre de 1970.
Allende consiguió el 36,63% de los votos, seguido por Alessandri, con 35,29%; Tomic, con el 28%, quedó último. Como ningún candidato tenía la mayoría absoluta, comenzó un tejido político que duraría hasta el 24 de octubre, cuando el Congreso proclamó presidente a Allende.
Alessandri, que estaba tan seguro de ganar como para haber fanfarroneado que rechazaría la presidencia si no salía indiscutiblemente primero, puso a su equipo entero a transar con los demócratas cristianos para que lo apoyaran en la votación parlamentaria.
El teléfono del embajador Korry no paraba de sonar: como recordó Hurtado, “en Chile, las acciones norteamericanas —la diplomacia por conductos regulares así como las operaciones encubiertas— no pueden ser analizadas sin considerar la importancia del interés de muchos actores chilenos por contar con el apoyo directo de Estados Unidos”. Los políticos locales recurrieron a él, al secretario de Estado William Rogers, a la Agencia Central de Inteligencia (CIA). “En este sentido, no queda siempre claro quién usaba a quién”, observó el historiador.
Algunos de los cables de Korry indicaron que Frei estaba dispuesto a actuar para que Allende no llegara a La Moneda, la casa de gobierno chilena, pero el PDC se negó a apoyar a Alessandri. Pidió a la UP, en cambio, que firmara un “estatuto de garantías democráticas”, cosa que Allende hizo sin dudar: de eso se trataba la “vía chilena al socialismo”.
Tras su confirmación en octubre, Allende dio un discurso:
Si la victoria no era fácil, difícil será consolidar nuestro triunfo y construir la nueva sociedad, la nueva convivencia social, la nueva moral y la nueva patria. Pero yo sé que ustedes, que hicieron posible que el pueblo sea mañana gobierno, tendrán la responsabilidad histórica de realizar lo que Chile anhela para convertir a nuestra patria en un país señero en el progreso, en la justicia social, en los derechos de cada hombre, de cada mujer, de cada joven de nuestra tierra.
Asumió el 3 de noviembre para intentarlo. Gobernó durante 1.041 días.
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