Primero fue un puñado de personas que se juntó para protestar el veredicto —cuatro policías blancos que habían matado a golpes a un motociclista negro acababan de ser exonerados—, pero hacia el fin de aquella tarde de fines de mayo de 1980, hace 40 años, ya se había formado una multitud frente al Edificio Municipal de Justicia en el centro de Miami. “Yo quería creer en el sistema”, dijo uno de los manifestantes, en material televisivo que recuperó el documental When Liberty Burns. “¡Nunca más!”, empezaron a vocear otros.
Entonces —ya había unas 5.000 personas— todos los gritos se unificaron en uno: “¡McDuffie!”. Como un llamado a la batalla, el nombre del muerto, un agente de seguros de 33 años, ex marine y padre de un niño de 13 meses, comenzó la revuelta más violenta de la ciudad desde la década de 1960, cuando se terminó con la segregación racista, y la más violenta de los Estados Unidos hasta la de Los Angeles en 1992.
Durante tres días hubo incendios —se recuerda, en especial, el casi inextinguible que echó abajo el depósito de la distribuidora de neumáticos Norton Tire Company, en Brownsville—, ataques y enfrentamientos que causaron 18 muertos, 350 heridos y más de 800 detenidos. Hubo toque de queda, se prohibió la venta de armas y alcohol y varios líderes de la comunidad afroamericana, como Jesse Jackson, y muchos miembros de la Asociación para el Progreso de las Minorías Étnicas (NAACP), intentaron intervenir en vano. Pero la violencia desatada por el sentimiento de injusticia no cedía. Por fin la detuvieron 3.500 miembros de la Guardia Nacional.
Todo había comenzado el 17 de diciembre de 1979, cuando McDuffie se saltó un semáforo en rojo con su Kawasaki negra y naranja. La policía intentó detenerlo; como tenía la licencia de conducir suspendida, McDuffie huyó. Hubo una persecución de película: ocho minutos a 130 kilómetros por hora, hasta que en el cruce de North Miami Avenue y la calle 38 lo que ya era una caravana de autos policiales detuvo al motociclista.
Los oficiales Ira Diggs, William Hanlon, Michael Watts y Alex Marrero completaron su reporte: McDuffie había perdido el control de la moto en la persecución y se había herido gravemente. Pero esos documentos, comprobó el forense Ronald Wright, estaban falsificados. Las lesiones del cadáver no se correspondían con un accidente, dijo en su informe.
—¡Me rindo! —había gritado McDuffie, en realidad.
Los policías, sin embargo, lo habían ignorado. Lo redujeron y comenzaron a golpearlo; McDuffie se defendió y pateó al agente Diggs. Entonces una gruesa linterna cayó sobre la cabeza del detenido, y el hueso hizo un ruido fuerte y seco.
“Su cráneo se quebró como un huevo”, diría luego el fiscal del caso.
Llegó la ambulancia, McDuffie fue internado en coma. Murió cuatro días más tarde.
La autopsia encontró “múltiples fracturas de cráneo”. Un policía que llegó al lugar como apoyo logró ver —y eso declaró luego— que varios de sus colegas golpearon al hombre, que no había habido un accidente. “La policía atropelló deliberadamente la motocicleta con uno de sus vehículos para romper los instrumentos y hacer que pareciera que McDuffie se había estrellado”, recordó Black Past.
Una semana después de la muerte del hombre, entre la Navidad y el Año Nuevo, Bobby Jones, responsable interino del Departamento de Salud Pública del Condado de Miami-Dade, suspendió a siete oficiales: seis fueron acusados de homicidio accidental y falsificación de evidencia, y uno más por la manipulación de las pruebas. De ellos, cuatro acumulaban 47 denuncias de ciudadanos y 13 investigaciones de Asuntos Internos.
Al conocerse los detalles, la temperatura de los ánimos comenzó a caldearse aquel invierno en Miami. La jueza Lenore Carrero Nesbitt dijo que la ciudad era “una bomba de tiempo” por el caso, y se transfirió a un juzgado en Tampa. Mientras se elegía el jurado, la investigación de la propia policía determinó que se despidiera a seis de los siete acusados.
La defensa argumentó que por las tensiones económicas y étnicas en la ciudad de Miami —poco antes acababan de desembarcar 125.000 cubanos emigrados desde el puerto de Mariel, quienes competían con haitianos, colombianos y afroamericanos tanto por los empleos como por las actividades ilegales—, la policía estaba recibiendo un ataque inmerecido. Pero el oficial Charles Veverka negoció inmunidad a cambio de su testimonio y detalló el modo en que sus colegas le habían quitado el casco a la víctima y la habían golpeado 10 a 12 veces hasta que quedó inmóvil.
Uno de los cuatro principales acusados, Hanlon, quien también negoció su inmunidad, dijo que había inmovilizado a McDuffie con su porra para que Marrero comenzara a golpearlo; también reconoció haber sido quien aplastó la motocicleta con el patrullero.
Los demás policías se negaron a declarar. Otros testigos los defendieron. En un clima de afirmaciones contradictorias, el jurado —compuesto en su totalidad por varones blancos— se retiró a deliberar. En menos de tres horas entregó un veredicto de exoneración. La jueza Nesbitt decidió que la fiscalía no había logrado probar los delitos y dictó la sentencia que se convirtió en chispa de un incendio.
“Masas nebulosas de humo y llamas brillantes se extendían por el cielo nocturno mientras que los disparos, las palizas y los incendios provocados continuaron durante la segunda noche de grandes disturbios raciales aquí”, escribieron los corresponsales de The Washington Post, Margot Hornblower y Merwin Sigale, el 19 de mayo. El tema ya era nacional en los Estados Unidos.
Los barrios de Overtown, Liberty City y Northside, zonas humildes con una mayoría de habitantes afroamericanos, estallaron en tres días de indignación que destrozaron esos mismos barrios: unos 280 comercios fueron saqueados. “Cada tienda de comestibles y cada almacén vale millones, y tuvimos muchos, muchos, muchos de ellos quemados por completo”, dijo el subjefe de Bomberos, Gene Perry. El jefe de la policía de Miami, Kenneth Harms, denunció que la violencia de los vecinos se había ensañado contra las personas blancas que se hallaban en el barrio: a algunos les habían cortado la lengua o una oreja; a otros les apedrearon los automóviles y los arrastraron para golpearlos.
Jerry Rustin, de la radio de soul WEDR, se lanzó a la calle con un megáfono: “Tranquilos, hermanos y hermanas. Quédense en casa”. Temía lo que podía suceder. “Fue la gota que rebalsó el vaso”, dijo a Hornblower y Sigale. “Hubo otras golpizas y a los policías no les pasó nada. Un oficial blanco abusó de una niña negra de 11 años en el asiento trasero de su patrullero y le dieron seis meses de libertad condicional. A mí mismo me han apuntado a la cabeza con un arma”, describió.
Un año antes había habido una protesta importante cuando un grupo de policías, que hacían un allanamiento en un operativo antidrogas, entraron a una casa y golpearon brutalmente a su propietario, hasta que comprendieron que se habían equivocado de domicilio. Seis meses antes un policía de Hialeah había matado de un disparo a un adolescente afroamericano porque creyó que intentaba robar un depósito, cuando en realidad se había acercado para orinar.
“Creo que esto ha estado latente durante mucho tiempo”, dijo Marvin Dunn, profesor emérito de la Universidad Internacional de Florida (FIU) y autor de The Miami Riot of 1980: Crossing the Bounds (junto con Bruce Porter) y Black Miami in the Twentieth Century, entre otros libros. “El caso de McDuffie fue sólo la chispa. Esa violencia fue una reacción puramente espontánea, desorganizada. No tuvo el menor sentido de la organización. Fue la ley de la turba. Fue una expresión de frenesí, de frustración”.
Mientras el fiscal adjunto de los Estados Unidos, Atlee Wampler, anunciaba que buscaría procesar a los cuatro exonerados en un tribunal civil, más de 1.000 miembros de la Guardia Nacional llegaron a Miami desde distintos puntos de la Florida; se les sumarían 2.500 más. Se levantaron barreras para aislar los barrios levantados, en particular Liberty City, que quedó en ruinas. Se impuso toque de queda desde las 8 de la noche hasta las 6 de la mañana. Se suspendió el transporte público, se cerraron las gasolineras. Las salas de emergencia de los hospitales quedaron superadas.
El saldo fue de 10 afroamericanos y 8 blancos y latinos muertos, pérdidas estimadas en USD 100 millones de dólares y una mayor división entre los defensores de los derechos civiles tradicionales y los jóvenes empobrecidos de esos barrios. “Su flagrante desprecio por los esfuerzos de líderes como Jesse Jackson para poner fin al conflicto mostró la creciente brecha entre los puntos de vista de las dos generaciones. Doce años después de los disturbios de Martin Luther King en abril de 1968, el conflicto de Miami sirvió para recordar la posibilidad de una insurrección urbana en los barrios desfavorecidos”, analizó Black Past.
Hace 10 años, cuando se cumplieron 30 de aquellas revueltas, Frederica McDuffie dijo al Palm Beach Post: “Creo que la gente estaba más enojada por el veredicto que por el hecho en sí de la muerte de mi esposo”. Ella había escuchado el veredicto en Tampa, y había regresado en un estado de aturdimiento total a Miami. Cuando llegó a su casa la luz del barrio estaba cortada, la gente corría de un lado a otro. “Sentí miedo. Comprendí que estaban a punto de empezar los disturbios. Y sabía por qué sucedía. Y lo entendía”.
El hijo que tuvo que criar sola, Marc Patrick McDuffie, pasa todos los domingos por la Avenida 17 Noroeste, cuando va a la iglesia: allí se vivió el centro de la violencia en esos tres días de mayo de 1980. En 2003 ese tramo recibió el nombre de su padre, Avenida Arthur Lee McDuffie. Sin embargo, dijo a la radio WLRN, a él le sigue preocupando el problema nunca resuelto del racismo: “Todavía miramos las noticias y vemos que se sigue maltratando, se sigue matando y se sigue golpeando a hombres negros como yo, y todavía no vemos la mano de la justicia”.
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