Se han escrito muchos retratos de Henry Kissinger, quien dejó de ser funcionario de los Estados Unidos en 1977, y de todo tipo: desde el canónico de Walter Isaacson, Kissinger: Una biografía, hasta el herético, de Christopher Hitchens, Juicio a Henry Kissinger. El propio ex secretario de Estado escribió una memoria, Los años en la Casa Blanca.
Pero Barry Gewen, autor de The Inevitability of Tragedy: Henry Kissinger and his World, está convencido de que existe no sólo una razón, sino una urgente, para esta nueva indagación en las ideas del poderoso diplomático de la Realpolitik: “Creo que otra vez tiene actualidad, y si hoy lo descartamos o lo ignoramos será por nuestra cuenta y riesgo”, escribió en el prólogo. “Es más que una figura histórica. Es un filósofo de las relaciones internacionales que tiene mucho para enseñarnos sobre cómo funciona —y a veces, cómo no funciona— el mundo moderno”.
Agregó: “Su estilo de realismo —pensar en términos de interés nacional y equilibrio de poder— ofrece la posibilidad de racionalidad, coherencia y una perspectiva de largo plazo necesarias en un momento en esos tres elementos parecen escasear”.
En los 40 años desde su salida del poder, y aun hoy, a punto de cumplir 97, Kissinger se ha dedicado a dos cosas: pulir su reputación y difundir sus ideas. La primera le ha resultado más sencilla, pues existe un apasionado Barcelona vs. Real Madrid entre sus admiradores y detractores, que mantiene viva la llama de su nombre. La segunda, en cambio, cree Gewen, ha sido más elusiva. “El pensamiento de Kissinger va tan en contra de lo que los estadounidenses creen, o quieren creer”, argumentó. “Las lecciones de Kissinger sobre la historia, el poder y la democracia pueden ser perturbadoras, incluso dolorosas, para aquellos que insisten en que la libertad y la democracia son los objetivos de las personas en todas partes o que los Estados Unidos son una suerte de faro moral”.
Al comentar este libro en The New York Times, John A. Farrell, biógrafo de Richard Nixon, recordó que en su ensayo Diplomacia Kissinger escribió admirativamente sobre el cardenal Richelieu: “Logró grandes éxitos al ignorar, y en realidad trascender, los dogmas esenciales de su época”. Acaso las figuras a las que se admiran hablen de uno, sugirió. “Kissinger, también, tiene escaso interés en los dogmas”. Así es como logró que la izquierda defensora de los derechos humanos lo denostara por el golpe militar de 1973 en Chile y la derecha anticomunista lo acusara de ser blando con la Unión Soviética.
Tal vez la única verdad revelada que doblegaba a Kissinger era —como cita Gewen en su libro, y usa para titularlo— que los seres humanos tienen que “vivir con la noción de que la tragedia es inevitable”. En Alemania, donde nació el 27 de mayo de 1923 con el nombre de Heinz, vio “cómo los procesos de la democracia podían malograrse desastrosamente”. En 1938, poco antes de la Noche de los Cristales Rotos, su familia —judíos alemanes, originalmente llamados Löb— huyó hacia Londres y el 5 de septiembre se instaló en Nueva York, en Washington Heights, tan repleto de inmigrantes como ellos que se apodaba Cuarto Reich.
“Como testigo del ascenso de los nazis, que mataron a varios miembros de su familia, observó que la democracia no era un deseo universal y que, bajo ciertas circunstancias, podía llevar a la peor tiranía imaginable. Algunas veces cuando la gente ‘conquista sus derechos’ lo hace a fines de privar a otra gente de los suyos”, sintetizó Gewen.
Para Kissinger la historia es “un hecho maldito detrás de otro, impredecibles e incontrolables”, por lo cual es ingenuo poner demasiadas expectativas en la diplomacia internacional. Su papel es “modesto, básicamente negativo: es decir, no conducir al mundo por un camino predeterminado hacia la justicia universal sino poner un poder frente a otro para controlar las diversas agresiones humanas e intentar, lo mejor que se pueda, evitar el desastre”.
En 1942 debió sumarse al ejército y se hizo amigo de Fritz Kaermer, otro germano-americano, 15 años mayor que él, profundamente nietzscheano, que le contaba sus peleas callejeras en los últimos tiempos de la república de Weimar tanto con comunistas como con nazis. Durante la guerra lo movilizaron a Europa, donde se terminó de hacer estadounidense, según Gewen: “En 1945 participó en la liberación del campo de concentración de Ahlem, en las afueras de Hanover, y ganó una estrella de bronce por su papel en el desmantelamiento de una célula clandestina de la Gestapo”.
Con esas experiencias —la llegada de Adolf Hitler al poder por las urnas en 1933, el exilio, la Segunda Guerra Mundial— entró a la Universidad de Harvard en 1947. Allí participó del debate intelectual de muchos emigrados que trataban de entender cómo la democracia podía perder ante el totalitarismo: Hanna Arendt, Leo Strauss, y sobre todo Hans Morgenthau, cuyo libro La política entre las naciones, de 1948, es uno de los cimientos del realismo.
Morgenthau sería un mentor y un amigo de Kissinger, quien llevaría sus ideas a la diplomacia de los Estados Unidos como consejero de seguridad y secretario de Estado durante las presidencias de Nixon y Gerald Ford. En su enorme investigación, Gewen se detiene allí para analizar, sin condenar o defender, los matices de la política y la diplomacia durante la Guerra Fría. Y llega a los dos puntos críticos de la gestión del funcionario: el derrocamiento de Salvador Allende en Chile y la guerra de Vietnam.
De hecho, el primer capítulo del libro, que es muy largo en comparación con otros, está dedicado a Chile. “No veo por qué nos tenemos que quedar quietos y mirar cómo un país se vuelve comunista por la irresponsabilidad de su propio pueblo”, citó Gewen a Kissinger en lo que llamó una expresión “profundamente anti estadounidense”, de completo desapego por la democracia.
“La declaración suena muy diferente si se tiene en mente el ascenso de Hitler”, moderó Gewen la cita. Desde la perspectiva de su biografiado —y también la del autor, editor de The New York Review of Books— tanto Chile como la república de Weimar eran ejemplos de lo mismo: el modo en que la ciudadanía puede destruir su democracia mediante su propio voto. El hecho de que Allende no sostuviera un ideario de aniquilación humana no era el punto: el problema era su peligrosidad por haber sido elegido en comicios legales.
Sin considerar casi la dictadura de Augusto Pinochet que derrocó a Allende —quien murió, por su propia mano, resistiendo el golpe en La Moneda—, Gewen concluyó que la amenaza que el socialismo chileno sembraba en el hemisferio occidental fue la justificación para el apoyo de los Estados Unidos a un régimen que violó los derechos humanos. Y que cifra, precisamente, la ambivalencia trágica de Kissinger ante las libertades políticas.
En el caso de Vietnam, el autor ancló el relato en el contexto de la Guerra Fría y “la necesidad de preservar la credibilidad y el prestigio” de los Estados Unidos, lo cual explicaría el acompañamiento del diplomático a la prolongación del conflicto en el sudeste asiático durante otros cuatro años. Vientam también marcó una paradoja personal para Kissinger: mientras él quería “implementar políticas para prolongar” el combate, su amigo Morgenthau surgió como un opositor acérrimo.
“El hecho de que la relación entre ambos haya sobrevivido esas tensiones habla mucho de ellos, en especial de sus presupuestos similares y de los conceptos que compartían”, escribió Gewen. “El opositor más profundo a la guerra de Vietnam desarrolló su postura con principios de Kissinger. El impulsor más prominente de la guerra pensaba en los términos de Morgenthau”.
Curiosamente el texto no abunda en los logros del pragmatismo de Kissinger que hasta hoy son respetados en los Estados Unidos: la política de distensión con la Unión Soviética, la apertura de relaciones con China durante Nixon y las negociaciones para terminar la Guerra de Yom Kippur en 1973 en Medio Oriente. O quizá sea, precisamente, porque al autor le interesó más procurar un análisis desapasionado de las cuestiones más controversiales.
“No pretendo haber agotado los temas que preocuparon a Kissinger durante una vida entera de reflexionar sobre el poder entre los países, pero sí espero haber aclarado en alguna medida los elementos medulares de su pensamiento, el valor de su sensibilidad pesimista y la clase de cuestiones intelectuales que debe enfrentar alguien en los más altos niveles”, escribió Gewen. “Aunque sus numerosos críticos lo negarían, la vida y la carrera de Henry Kissinger tienen mucho para ofrecernos, pero sólo si sabemos dónde y cómo mirar, y sólo si podemos superar las distracciones de su personalidad a veces encantadora, a veces fastidiosa y siempre destacable”.
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