Una estudiante universitaria judía, de 19 años, sale una mañana de su casa en Mataderos. Camina un par de cuadras y se le acercan tres hombres jóvenes, que acaban de bajar de una camioneta gris. Antes de que pueda reaccionar le dan un golpe en la cabeza con el que pierde el conocimiento. Cuando vuelve en sí, está en una habitación y uno de los jóvenes le está marcando una cruz svástica en un pecho con una navaja, mientras los otros dos la queman con colillas de cigarrillos. “Por culpa de ustedes mataron a (Adolf) Eichmann”, la acusan, al tiempo que ella vuelve a desmayarse por el dolor.
Es el jueves 21 de junio de 1962 y han pasado pocos días desde la ejecución en una cárcel de Israel de uno de los mayores criminales de guerra nazis, secuestrado dos años antes en Buenos Aires por agentes de inteligencia de aquel país. Algunos en la Argentina lo interpretaron como una inaceptable violación a la soberanía nacional.
Cuando la chica se despierta nuevamente ya no está en la habitación donde fue torturada. Ha pasado el mediodía y está tirada en el suelo sobre la calle Yerbal, cerca de la estación ferroviaria de Caballito. Se levanta, toma un colectivo y vuelve a su casa.
Así fue el ataque a Graciela Narcisa Sirota, destinado a marcar un antes y un después en la historia del antisemismo en la Argentina, de acuerdo a la denuncia que el padre de ella presentó esa misma noche en la comisaría 42ª.
Los oficiales, sin embargo, no lo tomó en serio, porque algunos puntos del relato no le cerraban. Por ejemplo, que no hubiera testigos del momento del secuestro ni de la liberación y que hubiera perdido el conocimiento a pesar del dolor. Sólo dos días más tarde, en otra seccional, aceptaron la denuncia, cuando se presentó ella misma y se comprobaron las heridas en la piel. Quedó asentado, de todas maneras, que no había rastros del golpe en la cabeza.
La Policía no dio a conocer el hecho, que durante 5 días pareció destinado a pasar inadvertido. Y entonces fue la DAIA, representación política de la comunidad judía argentina, la que puso la noticia en la tapa de los diarios de todo el país, al denunciar a la opinión pública “un episodio que no vacilamos en calificar de tremendo”. En un largo comunicado, la entidad relató detalladamente el ataque que “lleva al paroxismo el clima de violencia promovido por el terrorismo nazi”.
Ante la gravedad del caso, la DAIA pidió la intervención estatal al más alto nivel. En un telegrama enviado al presidente de la Nación, José María Guido, señaló: “Interpretando indignación y alarma colectivos reclamamos inmediata acción represiva y preventiva contra bandas nazifascistas que ofenden impunemente la dignidad humana y procuran destruir la democracia”.
Inmediatamente la cuestión quedó en el centro de la agenda política. En pocas horas muchos de los principales dirigentes del país reclamaron por los medios de comunicación una acción oficial más enérgica en el combate contra la violencia antisemita. Lo hicieron desde el radical del pueblo Carlos Balbín a los veteranos socialistas Alfredo Palacios y Américo Ghioldi, pasando por el radical intransigente Oscar Alende y hasta el neurocirujano Raúl Matera, miembro del proscripto peronismo, habitualmente sin acceso a los medios.
El foco sobre el Movimiento Nacionalista Tacuara
Aunque no daba nombres, cuando la DAIA hablaba de “bandas nazifascistas” se refería casi exclusivamente al Movimiento Nacionalista Tacuara, una agrupación juvenil que entonces estaba en su apogeo.
Tacuara había nacido a fines de la década del 50, como una banda de chicos de colegios secundarios, la mayoría católicos, que expresaban su vocación rebelde con una retórica antiliberal, anticomunista y revisionista histórica: reivindicaban a Juan Manuel de Rosas y a Facundo Quiroga y detestaban a Domingo Faustino Sarmiento. Eran hispanistas, y tomaban como referencia al Falangismo español de José Antonio Primo de Rivera, que exaltaba la valentía en el combate cuerpo a cuerpo. Pero muchos, además, eran antisemitas y simpatizaban con el nazismo, al que consideraban injustamente maltratado por la historiografía de la Segunda Guerra Mundial.
En pocos años Tacuara comenzó a crecer y a atraer no solamente a chicos de doble apellido o de barrios pudientes. Ya en 1960 se había hecho conocido a nivel nacional, cuando varios de sus miembros participaron en una pelea a la salida del Colegio Nacional Sarmiento, que terminó con un alumno judío de tercer año, Edgardo Trilnick, herido de bala en pleno Recoleta. Durante la refriega se escucharon algunos gritos de “¡Viva Eichmann!”.
Para ese entonces Tacuara organizaba campings de entrenamiento militar en el Conurbano bonaerense, en los que se preparaba para la lucha armada, e incluso a instalaba filiales en el interior del país. Sus líderes, Alberto Ezcurra Uriburu y Joe Baxter, daban entrevistas a los medios de comunicación en las que decían que el movimiento no eran antisemita sino antisionista, “porque el sionismo es una forma de imperialismo”.
La DAIA consideraba que las autoridades eran demasiado permisivas con Tacuara, cuyos miembros salían a la calle con frecuencia a pelear contra comunistas y judíos, a los que les costaba distinguir entre sí. En ese contexto, el manto de dudas que se echó sobre la denuncia de Sirota generó una reacción sin precedentes de la representación de la colectividad judía.
Si al principio fue la propia DAIA la que hizo pública la reticencia oficial a investigar a fondo el caso Sirota, todo quedó más claro cuando la Policía Federal, a través de un cable de la agencia de noticias Saporiti, hizo trascender que la cruz esvástica sobre el pecho derecho de la chica “sólo es un pequeño rasguño que muy probablemente cicatrice en los próximos días”. La información agregaba que el relato de Sirota “se hace muy confuso” y concluía que “se duda que el atentado sea realidad”.
La comunidad judía, en huelga
En clima de enfrentamiento abierto con la Policía, la DAIA convocó a la colectividad judía de todo el país a una inédita huelga para el 28 de junio de 1962 a partir de las 14. Solamente en la Capital, la entidad imprimió y distribuyó a comerciantes 70 mil afiches blancos con la inscripción “Cerrado como protesta contra las agresiones nazis en la Argentina”, para que fueran colocados en las vidrieras.
“El inconcebible secuestro y agresión contra una joven estudiante colma la medida y señala el fin de todas las garantías, lo que afecta sin distinciones a todo el pueblo argentino”, señaló la DAIA en un nuevo comunicado, que hacía foco en la responsabilidad de la Policía, porque no había detenidos por el ataque contra Sirota ni ninguna pista que apuntara a esclarecer el episodio.
Se dejaba a salvo, en cambio, la actitud del gobierno, que de entrada había señalado su “enérgico repudio” al ataque, al que había calificado como “contrario a la tradición argentina”. La presidencia la ocupaba desde tres meses antes el senador José María Guido, luego de que las Fuerzas Armadas obligaran a renunciar a Arturo Frondizi, a quien veían como demasiado blando frente al comunismo y que había colmado la paciencia de los jefes militares al permitir la participación y el triunfo del peronismo en las elecciones provinciales de marzo de ese año.
La huelga de la colectividad judía fue un éxito. O al menos así lo indicó Nueva Sión, uno de los periódicos de la colectividad: “Los barrios de Villa Crespo y el Once paralizaron su vida comercial en forma unánime. El espectáculo de la serie interminable de persianas bajas, ostentando los blancos carteles de muda protesta, sobrecogía al espectador. Comercios de barrios no judíos, en las calles Santa Fe, Florida, Suipacha, Cabildo, Córdoba, Callao, Rivadavia, Entre Ríos, etc., ofrecían el reconfortante espectáculo de su repudio a la barbarie”.
Esa misma tarde, Tacuara convocó a una conferencia de prensa, en el primer piso de un viejo edificio de la calle Tucumán 415, que un partido nacionalista que se había quedado sin afiliados le había cedido para que utilizara como sede del movimiento.
El encuentro lo encabezó Ezcurra Uriburu, un ex seminarista de 23 años, que por línea materna estaba emparentado con el general José Félix Uriburu, el primer golpista de la historia argentina, y por línea paterna era descendiente de Encarnación Ezcurra, esposa de Rosas. El padre del líder de Tacuara, Alberto Ezcurra Medrano, era un profesor de historia y autor de libros en los que proponía “restringir la inmigración de pueblos de creencias exóticas y prohibir en absoluto toda propaganda religiosa fuera de la católica”.
Ezcurra Uriburu y sus compañeros afirmaron esa tarde que el ataque a Sirota había sido fraguado y aprovecharon la oportunidad para definir a la colectividad judía como “un cáncer enquistado en la comunidad nacional”. Agregaron: “La colectividad judía integra las fuerzas antinacionales: capitalismo, masonería y marxismo y comete, además, delitos penales”.
Poco después, el Movimiento Nacionalista Tacuara editó un folleto de 32 páginas titulado El caso Sirota y el problema judío en la Argentina, que se vendió en los kioscos. En esa publicación se afirmaba que el caso Sirota había sido fabricado por la colectividad judía con la finalidad de “conseguir una coraza protectora”. Y se hacía una burda y deplorable reivindicación de los nazis, a los que se glorificaba como “hombre que murieron como hombres, en procura de ideales que incluían la ambición de un mundo sin comunistas, de una Europa unida y de naciones libres para el cumplimiento de su propio destino”.
Graciela Sirota, que en los días posteriores a la denuncia había eludido a los medios de comunicación, por fin se hizo ver públicamente el viernes 29 de junio en un acto de repudio al ataque se hizo en la Facultad de Medicina. Por decisión de los decanatos, la mayoría de las facultades de la Universidad de Buenos Aires acompañaron con un cese de actividad y 4 mil estudiantes asistieron a un acto que excedió por mucho la cuestión antisemita y en el que se atacó a las Fuerzas Armadas y al gobierno títere de Guido.
Sirota habló ese día por primera vez con los periodistas, en conferencia de prensa. Ratificó la denuncia, dijo que la Policía la había tratado como una fabuladora desde el primer momento y aseguró que había reconocido al menos a dos de sus agresores como miembros de Tacuara, ya que los tenía vistos de peleas universitarias. Desde entonces se refugió en el silencio.
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