El séptimo día de enero de 2005, a sus 87 años, encogida en la silla de ruedas de la que salió, desde 1985 y llevada por la enfermeras sólo para acostarse y levantarse, la encontraron muerta.
En las últimas dos décadas nadie la visitó, excepto su hermana Eunice Kennedy Shriver.
A pesar de ser la primera hija del clan Kennedy, ni Joseph su padre, ni Rose su madre, que decidieron someterla a una lobotomía frontal y la recluyeron en un asilo de Wisconsin, pensaron siquiera en ella. En Rosemary, la “idiota” de la familia, como se decía entonces. La niña con daño cerebral irreversible por un error en las maniobras de parto.
La nube negra del dorado Clan Kennedy.
El cordero del sacrificio.
En la Edad Media hubiera muerto en la hoguera por endemoniada. Pero lo que le sucedió a partir de 1941 no fue demasiado diferente…
Cómo matar el alma
A mediados de los 60, el escritor norteamericano Irving Wallace (1916–1990) publicó en su recopilación de artículos de prensa El caballero de los domingos, un relato estremecedor: "Le quitaron el cerebro".
Describía allí, milímetro a milímetro, una lobotomía cerebral: corte de uno o más lóbulos, en uno o ambos hemisferios, según una bestial corriente de moda que circuló en Hollywood –¡cuándo no!–a principios de los 40.
En ese trabajo, Wallace no dudó en comparar esa mutilación con la muerte del alma.
En 1928, John Fulton, profesor de Sociología y Criminología de la Pennsylvania University, jugó a ser Dios en una partida a todo o nada: ensayó lobotomías en dos chimpancés… que murieron muy poco después. Pero el fracaso del pequeño aprendiz de Frankestein no arredró, en 1935, al neurólogo Antonio Egas Moniz ni al cirujano Almeida Lima –ambos de la Universidad de Lisboa–: siguieron adelante mutilando lóbulos (temporal, parietal, frontal, prefrontal, en los dos hemisferios), sin que nadie detuviera ese crimen.
Tan impune que en 1949, sin más pergaminos que una presunta mejora en casos de depresión, a pesar de cambios sombríos en la personalidad de varios pacientes, sin presentar siquiera un caso clínico humano, y sólo evaluado por los colegas que lo ayudaron… ¡Egas Moniz ganó el Premio Nobel de Medicina!
Cadena de errores. Ese antecedente creció como hongos después del diluvio. Y según los mentores que se treparon al carro del éxito, "la lobotomía, en cualquiera de sus formas, es infalible contra la ansiedad crónica severa, la depresión con riesgo de suicidio, y el desorden obsesivo–compulsivo". La panacea universal. Como aquellas pócimas tan inofensivas como inútiles que los buhoneros, desde sus carromatos, vendían como mágico elixir a los ingenuos colonos lanzados a la conquista del Far West…
A sus 63 años, Egas Moniz no necesitó una lobotomía para (casi) despedirse del mundo: un paciente psiquiátrico le clavó ocho balas "porque no me está dando los remedios correctos". Resultado: paraplejia irreversible. Pero la lobotomía no perdió su estrellato.
La hora del picahielo
El guante lo recogió el médico Made in USA Walter Jackson Freeman II (1895–1972). Lejos de dar marcha atrás o al menos meditar acerca de esa técnica absurda –diabólica según algunos credos-, y desmintiendo sus altos títulos académicos, reinventó el método y lo llamó "lobotomía transorbital", popularmente "técnica del picahielo". Sin subterfugios ni atenuantes… un retorno a los tormentos de la Edad Media.
La simple descripción espanta. El estilete o picahielo entra por el ojo del paciente, y un maza de goma corta las conexiones nerviosas del lóbulo frontal. Sólo faltaban los aullidos de los torturados por la Santa Inquisición en el potro de tormento o máquinas similares…
Freeman II dijo que esa técnica estaba destinada a esquizofrénicos sin otra chance terapéutica, pero mintió. Hizo construir un carricoche especial –lo llamó "lobotomóvil"–, viajó por todo el país, concretó más de ¡3.500 lobotomías!… aun en casos leves y sin fundamento, y hasta el instrumento (el picahielo) fue un siniestro reflejo de muerte: fue una de las armas predilectas de los asesinos del género policial negro.
Hasta muy entrados los años 50 y ya con la lobotomía muy cuestionada y con sus banderas bajas, Freeman II no se rindió… hasta que un paciente se le murió en plena operación.
Su historia la cerró un cáncer en 1972.
Pero entre esos miles de casos, desde la alquimia de los chimpancés hasta los delirios del Premio Nobel portugués y su ayudante, más Freeman II y etcétera, en noviembre de 1941 empezó a urdirse una trama secreta en el corazón de la familia dorada: los Kennedy y su loco del altillo. Los blancos, rubios, triunfales, millonarios y poderosos… y su secreto mejor guardado: su esqueleto en el armario. Lo inconfesable…
Todo se perdona, pero…
Porque frente a ese arcano, todo lo demás era nada o casi nada. Se sabía –y se toleraba– el pasado del viejo Joseph Kennedy, contrabandista de alcohol y socio de mafiosos. Se sabía (y se celebraba) que el capomafia Sam Giancana fuera clave en las elecciones que llevaron a JFK al Salón Oval. Poco y nada pagó Ted Kennedy por su amorío con Mary Jo Kopechne, su borrachera de esa noche, el “incidente Chappaquiddick”, la caída al lago, la muerte de ella, el escándalo. Marilyn Monroe amante de JFK y de su hermano Bob, y su extraña muerte (¿la CIA, el FBI, quién manejando los hilos?). El alcoholismo de Ethel, la mujer de Bob. ¡Dos hermanos asesinados en apenas cinco años! Las mentiras del Informe Warren. El eterno fantasma de la venganza, de la conspiración…
Los Kennedy. Y Camelot. Y su inconmovible felicidad, siempre más fuerte que el escándalo y la sangre…
Y nadie contaba con la pequeña Rosemary Kennedy. La relegada. La innombrable. La invisible. La loca del altillo. La demente que en las novelas decimonónicas vive encerrada y encadenada, y nadie oye sus aterradores gritos.
"Bella como una manzana"
Rosemary Kennedy era la hija mayor de Joseph y Rose. Nació el 13 de septiembre de 1918. Los médicos y la familia no tardaron en advertir lo evidente: la niña, "bella como una manzana recién cortada y en sazón", según un biógrafo de los Kennedy, apenas hablaba y caminaba, y tenía súbitos y a veces violentos cambios de humor.
Hubo, al parecer, más que un problema genético: una imperdonable impericia durante el trabajo de parto…
Según Kate Clifford en su libro The Hidden Kennedy Daughter (La hija Kennedy oculta), la enfermera intentó detener el proceso porque el médico estaba con otros pacientes, y ella creyó que no era la indicada para entregar a la beba –¡una idiotez social!–, de modo que la obligó a cerrar las rodillas… Esa demora pudo causar una importante pérdida de oxígeno, y acaso la desdicha de toda una vida.
Otro brujo lobotomista, el doctor James Watts, en noviembre de 1941, en secreto ("en una instalación del Estado de Nueva York", se informó vagamente), y por imposición de Joseph, el patriarca, le clavó el irreversible estilete…
Rosemary tenía 23 años. Desde sus 20, los cronistas de Sociales la definían como "una joven bellísima, con los más refinados rasgos de los Kennedy, pintoresca (…) Una princesa de la nieve con las mejillas sonrosadas, sonrisa reluciente, dientes como diamantes, algo regordeta, y dulce con cuantos conoció".
Pero un baldón para la carrera política que el tirano Joseph había trazado para los varones de la familia: John, Bob, Teddy…
Porque, aunque perfecta como una muñeca de juguete…, en la escuela la llamaban "la retardada". Nunca superó su coeficiente intelectual más allá del tercer o cuarto grado primarios, y la confinaron a una escuela de "inadaptados", como se llamaban: adjetivo que el correr de las décadas lograría su versión más piadosa…
Para colmo, cuando el cuerpo de Rosemary empezó a pasar de niña a mujer, sus terribles padres decidieron que su sexualidad era peligrosa… y decidieron someterla a una lobotomía.
Mientras el estilete del doctor Watts raspaba la corteza frontal, la niña debía responder preguntas: a más errores, mayor éxito… Como la supercomputadora Hal 9000 del film 2001, Odisea del Espacio, del genial Stanley Kubrick –estreno: 1968–, derrotada lentamente por los astronautas cuando advierten que la máquina se adueñará de la nave y de la misión. A medida en que le quitan sus paneles y baterías, su súper mente va decayendo, balbucea, y acaba cantando tontamente una vieja melodía: "Daisy… Daisy…", hasta que muere…
Desaparición con vida
Pero… ¿cómo explicar la desaparición de Rosemary, recluida después de la operación en un hogar de Wisconsin, con una mente no superior a los dos años y atada a una silla de ruedas? Nada era imposible para sus padres.
Respuesta:
–Rosemary está enseñando en una escuela del Medio Oeste especializada en discapacitados –una obra maestra del cinismo…
En adelante, sólo su hermana Eunice Kennedy Shriver la visitó, y en 1962 escribió un testimonio desgarrador: "Era hermosa, pero más lenta en gatear, caminar y hablar que sus brillantes hermanos. Amaba la música, y aprendió a bailar, pero preguntaba "¿Por qué los chicos no me invitan?" Cuando mi padre fue embajador en Londres, ella se presentó en Buckingham ante los reyes, y se comportó muy bien…".
Pero el secreto ya estaba decidido y encerrado en una caja fuerte de siete llaves.
Rosemary ya no saldría de allí. Nunca más.
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