“Les bastó sólo un instante para cortar su cabeza, pero no bastará un siglo para que surja otra igual”
(Joseph-Louis Lagrange, matemático ítalo-francés)
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Es el ocho de mayo de 1794, y Antoine-Laurent de Lavoisier, que en agosto ha llegado a sus 50 años, sabe que va a morir, cortada su cabeza por esa máquina demoníaca, la guillotina.
Ya está sobre el escenario para que el pueblo de París se regocije con más sangre derramada.
Sin embargo, científico al fin, Lavoisier ha invitado a sus discípulos para que asistieran a su último experimento: “¿cuánto tiempo moveré los párpados luego de ser decapitado?”
La cuchilla hace su trabajo, el condenado abre y cierra los ojos algo más de un minuto, y los discípulos apuntan: “Eso prueba que la conciencia dura unos instantes más que esa muerte que los ejecutores definen como “indolora y democrática”.
El recién decapitado es –nada menos– el padre de la química moderna, que dejó atrás los delirios de los alquimistas, vigentes por no menos de catorce siglos…
Pero vivió en un tiempo equivocado. Y murió cuando agonizaba, fatal, El Terror desatado por Maximilien Robespierre.
Cuatro títulos lo honraban: químico, biólogo, abogado y economista. Este último, cargado de fatalidad…
Matrimonio precoz: se casa con Marie-Anne Pierrette Paulze, de apenas trece años, para salvarla de una unión que la haría baronesa…, pero con un caballero de medio siglo cumplido, al que la niña llamaba “El ogro tonto”.
Por entonces, Lavoisier trabajaba en la Ferme Générale, empresa recaudadora de impuestos. Uno de sus dueños era el padre de Marie-Anne. Mala baraja, y capítulo de una trama sombría…
En 1768, a sus 25 años, por sus investigaciones en geología y su plan para iluminar grandes ciudades, Lavoisier gana un sillón en la Academia de Ciencias de Francia. Y no mucho después logra su descubrimiento-madre, que puede ser enunciado de tres maneras:
La materia no se crea ni se destruye: sólo se transforma.
En una reacción química, la suma de la masa de los reactivos es igual a la suma de la masa de los productos.
En una reacción química, los átomos no desaparecen: simplemente se ordenan de otra manera.
En adelante, la ley más importante del mundo de la química será “El principio de conservación de la masa, o Ley de Lavoisier”: el nacimiento de la química moderna y el ocaso de la alquimia…
Otra de sus investigaciones no es menos asombrosa. En esa época se suponía que al quemar materiales (como la madera, por ejemplo), éstos liberaban una sustancia misteriosa llamada “flogisto”, del griego “inflamable”. Pero Lavoisier lo negó de plano: “La materia, cuanto más se calienta, no se aliviana: se hace más pesada. Y ese fenómeno se debe a que se combinan con un componente del aire: un gas al que llamaremos “oxígeno”. El Huevo de Colón…
Todo eso (nuevos elementos, sistemas modernos para comprender mejor las ecuaciones químicas, bases para el futuro de esa ciencia) lo volcó en un libro de 1789. El mismo año en que estalló la Revolución Francesa. “Tratado elemental sobre química”. La biblia laica de quienes trabajan con probetas, retortas y mecheros Bunsen…
Inútil. A la revolución poco le importaban el oxígeno, el nitrógeno, la ciencia toda. En su maniquea escala de amores y odios, los aristócratas y los recaudadores de impuestos fueron declarados “enemigos del pueblo” (pese a que Lavoisier intentó, antes, reformar bruscamente el sistema tributario para favorecer a ese pueblo…)
Pero los jueces, la guillotina y los verdugos poco sabían de matices, y mucho de venganza.
Y eso, una venganza, fue lo acabó con la vida del sabio.
Jean-Paul Marat, médico y encendido revolucionario, intentó el camino de la ciencia: presentó un ensayo sobre la luz que refutaba las teorías ópticas de Isaac Newton sobre el color, esperando que la Academia de Ciencias de París la aprobara. Pero nueve meses más tarde, la comisión –en la que estaban Lavoisier y Benjamín Franklin– determinó que “los experimentos no prueban lo que su autor imagina”.
Marat esperó la hora de la venganza. La revolución lo erigió en poderoso señor, dueño de vidas y almas. Y de la vida de Lavoisier.
Pero antes, en julio de 1793, mientras escribía en su bañera (tomaba baños de azufre, tal vez como imposible cura contra la sífilis), Charlotte Corday, girondina que se hizo pasar por informante, lo mató de una puñalada en el corazón.
Sus amigos lo entronizaron como a un mártir, y avivaron el fuego contra Lavoisier.
De ahí a la guillotina sólo hubo un paso.
Durante el juicio, altos personajes pidieron su perdón en mérito a los logros del acusado en el campo de la ciencia. Pero el presidente del tribunal rebuznó más que dijo: “La República no necesita científicos ni químicos”. Y bajó el martillo.
De él y de su vida con Marie-Anne sólo queda el testimonio de los cuadros pintados por Jacques-Louis David, el más cotizado de esos años.
Y el nombre de Lavoisier flota, eterno, en el aire que respiramos. En cada vacuna. En cada antibiótico. En cada calmante del dolor. En cada año más de vida sobre este pequeño planeta azul.
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