Nueva Delhi, India, último día de octubre de 1984. Indira Priyadarshini Gandhi, primera ministra, sale de su casa después de grabar una secuencia de la serie Peter Ustinov´ People, cuya estrella es el gran actor y director británico.
Pero no alcanza a dar dos pasos. Tres de sus guardaespaldas la acribillan con una pistola y un fusil recortado. Treinta balas muerden y perforan su cuerpo. La internan sin esperanza: muere en la mesa de operaciones.
La raíz del magnicidio es religiosa (nada nuevo en la convulsa india): ella es hinduista, y sus asesinos, de la secta sij, fundada en el siglo XV y convertida en religión activa a fines del mil setecientos: doce millones de fanáticos que pretenden quebrar la unidad del país separando Purijab, Jamu y Cachemira del tronco central.
Por razones parecidas, treinta y seis años antes, el primer día de enero de 1948, la ceguera religiosa de un hinduista del ala derecha acabó de un balazo con la vida del doctor Mohandas Gandhi, padre de la independencia de la India, colonia británica durante tres siglos…
Indira no era una Gandhi de la sangre del mahatma (alma grande): tomó el nombre de su marido, Feroze Gandhi, sin parentesco alguno, tampoco, con aquél.
Pero a los dos los guió la misma pasión: la unidad de ese inmenso país azotado continuamente por los nacionalismos extremos y los odios religiosos.
Hija única de Jawaharlal Nehru, primer premier de la India independiente (15 de agosto de 1947), formada en Oxford, en 1938 se alistó en el Partido del Congreso, y sí colaboró con el mahatma, su mayor mentor.
Muchos no la creyeron capaz de llegar a la cumbre política, pero se equivocaron. Fogueada durante más de tres lustros junto a su padre, subió toda la larga escala de cargos hasta asumir como primera ministra el 19 de enero de 1966, hasta marzo de 1977, y por segunda vez, desde 1980 hasta su muerte.
Ni pronorteamericana ni prosoviética, mantuvo con los dos gigantes un delicado equilibrio. ¿Sus ideas generales? Creía en el socialismo, en la paz, en mejorar la vida de los pobres –acaso el mayor estigma de su patria–, y lo práctico fue una administradora honesta –pese a que no le faltaron denuncias de corrupción–, logró grandes progresos en la agricultura y en la industria, y terminó hasta cierto punto con algo que se creía imposible: el hambre extremo de millones…
Elegida primera ministra –de urgencia, ante la muerte repentina del titular, Lal Bahadur Shastri, apenas a dos años de asumir–, fue imaginada como una dama inofensiva y transitoria, pero erraron largamente el pronóstico. Ocupó su cargo una semana después de iniciada la guerra con Pakistán. Sin nada que la detuviera, pese a la oposición de Richard Nixon y Henry Kissinger, que la juzgaron “irracional e irresponsable”, preparó a sus tropas (93 mil hombres), los lanzó contra el enemigo, y logró una histórica victoria.
No fue la única. Ante la amenaza de China, inició el programa nuclear de su país. Enemiga de Nixon (la llamaba “vieja bruja”), lejos de depender de su ayuda alimentaria, transformó al país en exportador de trigo, arroz, algodón, leche. Las llamadas Revolución Verde y Revolución Blanca. La última, un arma contra el largo estigma de la malnutrición.
Sin embargo, jaqueada políticamente, en 1975 declaró el estado de emergencia, la censura de prensa, la esterilización obligatoria (control de vientres), e impuso una dictadura. En su mayor crisis, llamó a un plebiscito, y perdió.
¿Su ostracismo político? No. Fue reelecta tres años después, en 1980, aclamada por las clases bajas…
Pero su trágico final empezó a escribirse en su batalla contra el nacionalismo sij en el Punjab, que bregaba por convertirlo en un estado religioso independiente. Con la bandera de la unidad –su pasión– mandó una tropa al templo en que estaban reunidos los militantes. Acto a sangre y fuego. Más de mil muertos. Y el odio sij, decretando, más tarde o más temprano, su muerte.
Y así fue. Los asesinos (Beant, Satwant y Kehar Singh) fueron abatidos de inmediato. Pero eso no impidió que el bárbaro final de Indira fuera algo menos que una catástrofe nacional.
Paola Capriolo, novelista y traductora italiana, escribió: “Hay esperanzas que no se pueden cumplir en toda una vida (…) Ahora las llamas se han extinguido, las cenizas están frías, y pronto se recogerán en una urna de bronce. Le tocará a Rajiv, su hijo mayor, llevarlas en un avión para esparcirlas sobre las montañas nevadas de Cachemira, según su deseo. Los restos mortales de Madre Indira, la mujer más amada y odiada de la India”.