¿Puede una maldición escrita en una lápida cambiar el curso de una guerra? De antemano, parece imposible. Un oportunista ardid literario para asombrar inocentes.
Sin embargo…
Después de un siglo y medio de conquistas y dominio sobre Asia bajo el poder de Gengis Khan, muerto en 1227, llegó al mundo 109 años después, en un punto de Asia Central entre Uzbekistán y Kazajistán, Gur-e- Amir, llamado también Tamerlán (o Timur), noble musulmán de raíces turcas y mongoles.
Nadie más cruel.
En sus 68 años de vida no aprendió a leer ni escribir, tuvo quince palacios, arrasó ciudades a sangre y fuego con su ejército de setenta mil hombres, dejó diecisiete millones de muertos, y construyó un descomunal imperio, Timúrida, que abarca lo que hoy es Turquía, Siria, Irak, Kuwait, Irán, Kazajastán, Afganistán, Rusia, Turkmenistán, Uzbekistán, Kirguizistán, India y Pakistán: sólo China fue un trofeo inconquistable. En total, ocho millones de kilómetros cuadrados entre Asia y Europa.
Se hacía llamar “El Azote de Alá”. Era cojo de la pierna derecha y apenas podía levantar el brazo del mismo lado: heridas de guerra…
Comenzó su aterradora campaña desde la nada: robando ovejas, vendiéndolas, y asaltando caravanas en la Ruta de la Seda. Muy poco para restaurar el imperio mongol y elevarlo a los días de gloria de Gengis Khan. Pero suficiente.
Su única obra inmortal (Patrimonio de la Humanidad según la UNESCO) fue Samarcanda, la capital de su imperio, de la que dijo Alejandro Magno: “Todo lo que había oído sobre ella es verdad, excepto que es más hermosa de lo que había imaginado”. Brutal contraste: contra la infinita belleza de Samarcanda, levantó una enorme torre con miles de calaveras de sus víctimas…
Se lanzó sobre China con doscientos mil soldados cuando sus astrólogos le dijeron que las estrellas estaban alineadas para la victoria. Pero cayó muy enfermo en las heladas orillas del río Sir Daria, Uzbekistán, y murió entre fiebre y temblores el 17 de febrero de 1405.
Su cuerpo fue embalsamado, envuelto en paños de lino empapados en exóticos aceites, bañado en perfumes, y enviado a Samarcanda en un ataúd de ébano.
Enterrado en el Mausoleo Gur-a-Amir, fue tallada en su lápida –última voluntad– una inquietante profecía: “Si yo me levantara de la tumba, el mundo entero temblaría”. Ergo: desdichado el profanador que lo intentara…
El fantasma
El primero que se encogió de hombros ante la amenaza fue un invasor persa: el Sha Nader.
En 1740 entró en el mausoleo de Tamerlán. Alucinado ante la belleza del sarcófago, lo robó, dispuesto a llevarlo a Persia como trofeo. Pero –según la leyenda–, ese reino final del conquistador se partió durante la travesía.
Nader sólo conservó una piedra como amuleto de buena suerte…, pero fue el principio de una funesta mala racha. Su hijo estuvo a punto de morir, enfermo de un súbito y desconocido mal, y le rogó al padre que devolviera la piedra. Pero éste no lo hizo, y murió asesinado el 9 de junio de 1747.
El fantasma de Tamerlán empezaba a cumplir su maldición…
Ya en tiempos modernos, el 20 de junio de 1941, en plena Segunda Gran Guerra, un equipo de arqueólogos soviéticos abrió la tumba con un plan muy alejado de la profanación o el saqueo. El director, Mijaíl Guerásimov, era famoso por su habilidad para reconstruir una cara sin más elemento que el descarnado cráneo del difunto.
Don que tentó a Iósif Stalin para que hiciera lo mismo con Tamerlán, para comprobar si el despiadado destructor de ciudades y vidas se parecía a Gengis Khan según las pinturas y esculturas que reproducían su imagen, y de ese modo tener una pista más o menos creíble sobre el posible parentesco de ambos: algo de lo que Tamerlán se jactaba.
Al entrar en la tumba los recibió un aire impregnado de los líquidos y aceites mortuorios: algo invisible, intangible, pero cargado de malos presagios…
Los guías uzbekos retrocedieron. Se negaron a entrar. Mijaíl Guerásimov les preguntó por qué, y ellos le recordaron la maldición tallada en la lápida.
Pero el ruso siguió adelante.
Dos días después, el 22 de junio, Hitler ordenó poner en marcha la Operación Barbarroja: la invasión de la Unión Soviética por casi cuatro millones de soldados avanzando hasta el corazón: Moscú. A pesar de la trágica lección de la historia: el desastre de la Grande Armée liderada por Napoleón Bonaparte, despedazada por la resistencia y por el implacable General Invierno. Sin abrigo ni comida suficientes, sólo regresaron jirones del colosal ejército.
El aplastante avance nazi y la victoria final soviética fueron batallas de dimensiones inimaginadas. Las tropas del Reich arrasaron ciudades, masacraron a cientos de miles de rusos, fusilaron a decenas de miles de judíos.
Objetivo: destruir al poderoso Ejército Rojo, capturar Leningrado y apropiarse de los campos petrolíferos del Cáucaso.
Tomaron Moscú. Desfilaron –humillando a Stalin– por la Plaza Roja, el Kremlin, la Catedral de San Basilio. Pero el padrecito Iósof no se rindió:
–Si quieren una guerra de exterminio… ¡la tendrán! –bramó.
Una respuesta a las palabras de Hitler en 1941:
–Sólo hace falta patear la puerta soviética, y toda esa estructura podrida se derrumbará.
Pero Leningrado resistió: ¡un millón de muertos! Y los cadáveres usados como trincheras…
Además, la soberbia de Hitler, el peor estratega militar de la historia, ignoró lo elemental: sus hombres no llevaron uniformes de invierno, y esa estación 1941-1943 fue la más fría del siglo: un promedio de 30 grados bajo cero, con picos de 36.
Como espectros, los soldados alemanes quedaron atrapados y estancados en la rasputitsa, grandes campos de hielo mezclado con barro. Exánimes, fueron presa fácil: ¡masacrados!
Fue el principio del fin del gran delirio: un Reich para el milenio.
La maldición de Tamerlán se cumplió a dos puntas: casi aniquiló a los dos ejércitos enemigos. Y con asombrosa sincronía: el 22 de junio del 41, abierta, empezó la invasión nazi a la Unión Soviética. Un año y medio más tarde, el cuerpo volvió a su sepulcro, y no mucho después –luego de doscientos días de feroces combates– Alemania se rindió en Leningrado.
El arquéologo ruso logró reproducir la cabeza del bárbaro conquistador, además de otros datos: medía un metro 72 y era pelirrojo.
Nadie, nunca más, intentó abrir su tumba de piedra negra. Tamerlán.
A su lado, bajo lápidas de purísimo mármol blanco, yacen sus dos hijos, sus dos nietos, y su consejero espiritual. Y dicen que también hay un mechón de pelo de Mahoma.
Dos millones de turistas por año se acercan a ese mausoleo.
En silencio y puntas de pie, acaso porque leyeron en un folleto la historia de la profecía. Por las dudas…
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