El 5 de mayo de 1940, cuando las hordas nazis caen sobre Holanda y la ocupan a su modo (sangre, muerte, asesinatos en masa de judíos, hombres y mujeres obligados a trabajos forzados), no pueden encontrar un terreno menos hostil.
El Reino de los Países bajos no ha guerreado en los últimos ciento veinticinco años. Sus soldados son apenas un símbolo. Sus armas, viejas, sin memoria del contacto humano, recuerdan una línea de “Prendimiento de Antoñito el Camborio en el camino de Sevilla”, de Federico García Lorca: “Están los viejos cuchillos / tiritando bajo el polvo”.
Ergo, la derrota de su débil defensa es casi un trámite para el invasor: una fuerza criminal poderosa, fanática, lavado el cerebro de sus hombres por el delirio de La Nueva Alemania y el Nuevo Orden Mundial “para los próximos mil años”, como prometía el desaforado führer desde 1934.
Pero Holanda y su pueblo no eran sólo cuna de pintores geniales, de quesos mágicos, de costosos bulbos de tulipán por los que el mundo pagaba fortunas…
Ese pueblo eligió luchar por su libertad del único modo posible: sin armas –no las tenía–, con inteligencia, astucia, sin violencia, ejerciendo resistencia pasiva en cada rincón.
Empezó con pequeños actos de sabotaje: cortar el paso de los blindados alemanes con barricadas, desarmar a distraídos soldados de guardia, pintar paredes con consignas antinazis, dar refugio a los aviadores aliados caídos antes de que la tropa invasora los detuviera, oír la radio londinense, dejar desiertas las salas de cine –sigilosamente– en las que se proyectaban films de propaganda del Tercer Reich, publicar periódicos clandestinos…
El 29 de junio de 1940, cumpleaños del príncipe Bernardo de Lippe-Biesterfeld, marido de la reina Juliana I de los Países Bajos, y padres de Beatriz y Margarita. Una familia real… que huyó del país al primer taconeo de las botas germanas. Y Bernardo, siempre bajo la sospecha de su conversión: en 1937 fue seducido por las juventudes hitlerianas, y siempre lo persiguió la sombra de que lavó ese pecado al casarse con Juana y renegar (¿convencido?) del brazalete con la cruz gamada…
Con el trono vacío, la resistencia quedó huérfana de apoyo. Pero no se rindió. Y urdió una jugada maestra sin más armas –créase o no– que papeles…
Sus cerebros fueron dos hermanos banqueros: El primero, con probada eficacia en el británico Lloyds Bank y en bancos neoyorkinos, volvió a su patria en 1931, y sucedida la ocupación nazi comprendió que la resistencia en cuentagotas era un riesgo sin sentido. Era necesaria una jugada maestra: recaudar millones de dólares y ponerlos al servicio de la lucha… con un gigantesco fraude bancario: un delito patriótico de alto vuelo. Una sutil jugada de ajedrez contra la fuerza bruta del enemigo…
¿Cómo lo hizo? Primero creó un fondo de ayuda para pagarles a las familias de marineros que cumplían servicio en alta mar… sin cobrar. Y también para ayudar a familias de judíos refugiados o presos, y a miembros de la resistencia con sus bolsas agotadas.
En total, ciento cincuenta mil almas necesitadas de dinero como el aire que respiraban…
En poco tiempo recaudó decenas de miles de florines que, entre otras cosas, sirvieron para sostener una huelga ferroviaria que les cortara el paso a los alemanes.
El mecanismo: Walraven, presidente del Banco Holandés, ordenó falsificar los pagarés y las letras del Tesoro. El cajero general, C.W Ritter, retiró los auténticos, bien custodiados en la caja fuerte, y los reemplazó por los falsificados…
No sin riesgo: las copias truchas –diríamos en nuestro país–, por la carencia de materiales nobles (papel, tintas) no eran perfectas, y además, el banco estaba rigurosamente vigilado por los nazis.
Pero el jaque mate fue posible. Walraven y su hermano, dueños de millones falsos, los lanzaron al mercado para convertirlos en dinero líquido y auténtico, y destinarlo a las maniobras de la resistencia.
Y al mismo tiempo, los alemanes, que no advirtieron la jugada y contaban con los papeles auténticos para seguir financiado la ocupación…, quedaron con los bolsillos vacíos, ya que el Reich les cortó las remesas de dinero.
Una vez obtenido el dinero legítimo, ¿Qué hizo Walraven para que llegara a destino? Otra jugada brillante… Creó una red de niños repartidores de bicicletas –insospechable–, que en poco tiempo hizo llegar millones de guilden (450 millones de euros de hoy) a familias sin recursos, gente que ocultaba judíos, artistas que se negaron a afiliarse al Nazi Kulturkamer (entidad para adoctrinamiento), parientes de prisioneros de guerra, y fabricación de documentos falsos y tarjetas de racionamiento para dos destinos: huir del país y su yugo, y asegurar más comida para los condenados a las misérrimas cuotas del enemigo.
Casi al final de la guerra, Walraven era un blanco inevitable para los esbirros nazis. Su cabeza tenía precio. El 27 de enero de 1945, mientras llegó al puerto para ponerse a salvo –lo esperaba una barcaza–, delatado por uno de sus hombres, una patrulla lo capturó. Condenado a muerte, lo fusilaron el 4 de mayo en la ciudad de Haarlem.
Cruel ironía: un día después, retiradas las tropas del Reich, Holanda fue libre tras un lustro de opresión, deportaciones, asesinatos. Gijs, su hermano, de menos peso en la estructura del fraude, no fue encontrado.
Walraven fue honrado con la Cruz de la Resistencia, la Medalla de la Libertad, la Palma de Oro de La Haya, y el título de Justos entre las Naciones: la máxima distinción de Israel para quienes salvaron vidas de judíos.
Su cruzada y su sacrificio probaron, luminosos, el poder de la inteligencia sobre la barbarie.
El poder de unos papeles falsos sobre la metralla y los patéticos gritos ¡Heil Hitler!