Rusia, 1917. Tiempo de multitudes, odios eternos, ríos de sangre, líderes legendarios. Lenin, el máximo. Stalin, el lobo. Trotsky (Lev Davídovich Bronstein), su enemigo. Stalin, el poder sin límites y la revolución interna: millones de muertos con tal de edificar una potencia. Trotsky, el intelectual, la revolución permanente. Con medallas: crea el Ejército Rojo, vencedor de catorce batallas en la guerra civil. ¿Qué piensa de Stalin? "Es un traidor a la revolución, y un criminal que no se detiene ante nada". ¿Qué piensa Stalin de Trotsky? Que es su rival más peligroso. Y no pierde tiempo. Ordena:
–¡Maten a Trotsky!
En 1936, luego de un largo periplo escapando por Europa, el condenado y su mujer, Natalia Sedova, se refugian en México. Único país que los recibe…
Ese mismo año, Ramón Mercader, barcelonés y en la guerra civil española, lucha en el bando republicano. Columna Carlos Marx, luego 27 División del Ejército, de la que llegó a ser comandante.
Mientras, en Moscú, Stalin pone en marcha el asesinato de Trotsky. En realidad, sólo un enemigo intelectual sin más armas que su pluma: los artículos políticos que escribe para diarios de todo el mundo.
Pero debe morir.
El siniestro "padrecito Stalin" encarga la operación a la NKVD, la policía secreta creada en 1934.
Consejo de sus jefes: "Trotsky vive muy protegido. Rodeado de guardias armados. Hay que matarlo desde adentro de su refugio. Hay que fabricar un asesino que gane su confianza".
La búsqueda y el enlace del elegido recae sobre la cubana Caridad Mercader, comunista, stalinista fanática y agente de la NKVD. Candidato ideal: su hijo Ramón. También comunista. Pero éste se resiste:
–Terminada la guerra quiero quedarme a vivir en España.
–Tu no eliges. Ninguno de nosotros elige. Sólo hacemos lo que decide el partido.
–Me niego.
–Métete esto en la cabeza de una puta vez. No piensas, solo obedeces. No actúas por tu cuenta, sólo ejecutas. No decides, solo cumples. Tú serás mi mano en el cuello de ese hijo de puta, mi voz será la del camarada Stalin, y Stalin piensa por todos nosotros.
Fin de la conversación.
Casi inmediatamente empiezan a transformarlo en otro. La metamorfosis empieza en París. Ramón Mercader se convierte, con los papeles falsos necesarios, en el caballero Jacques Mornard, nacido en Bélgica, hijo de un diplomático, educado por los jesuitas, y un dandy. Sombreros, trajes a la última moda, departamento y auto de lujo, cigarros cubanos, lentes de montura metálica.
Última orden se su madre:
–Ramón Mercader murió. Y cuidado: de esto no se sale…
Su physique du rôl lo ayuda. Según Teresa Pàmies en su libro Cuando éramos capitanes, "Ramón era exaltado, simpático y muy alto. Deportista notable y buen jefe militar. Muy presumido: le gustaba lucir buen uniforme y calzar polainas sobre pantalones de montar color café con leche. Guapo, las chicas se lo disputaban. Le conocí tantas novias que he perdido la cuenta. Pero amó a Lena Imbert más que a ninguna, y su muerte, en 1944, lo hirió profundamente."
El nuevo hombre "de negocios": así se presenta, se encuentra en un café con una amiga –encuentro no casual: parte del plan–, que le presenta a Sylvia Ageloff, joven, bella, judía, trostkista, que dice ser psicóloga, vivir en Brooklyn, y trabajar con chicos en problemas.
Se despiden. Al otro día, él le manda un ramo de rosas. Al tercero la seduce. Al cuarto la lleva a la cama. Ella le dice:
–No te obligues a nada. Sé que soy un romance de verano.
En ese punto entran en colisión dos sentimientos: el amor fingido como estrategia del crimen, y el amor real que crece día a día. Pero ganará el primero. Ramón El Vengador no puede ni debe retroceder…
Ha dado pruebas de obediencia y crueldad. Su madre le ha regalado un perro. Lo bautiza Brunete, como una de las batallas perdidas, librada en 1937, pero más heroicas y sangrientas de la guerra civil.
Ama a ese perro. Pero para demostrar ante sus jefes su renuncia a toda debilidad…, lo mata de un balazo.
Avanzado el romance, Sylvia le confiesa que le ha mentido:
–Voy a trabajar con León Trotsky. El Viejo –así lo llama– necesita una secretaria, y soy su gran admiradora.
Ramón Mercader ha encontrado su Caballo de Troya…
Entretanto, el hombre de la Revolución Permanente se ha mudado a su morada definitiva luego de pasar dos años en la Casa Azul del muralista Diego Rivera y su pareja, Frida Kahlo.
Mudanza inevitable. La casa no es muy segura para un hombre convencido de que "no tardarán en venir a cortarme la cabeza", y Diego y Frida se aman y se rechazan de modo tormentoso, volcánico: ámbito poco apto para un intelectual…
El nuevo refugio está en el número 45 (antes, 19) de la calle de Viena, Coyoacán, DF. Un paraíso abundante en jardines –Trotsky cultiva hierbas y flores, y cría conejos–, amplio, con recovecos, y un techo alto en el que pueden instalarse los guardias armados que le concede el coronel Leandro Sánchez Salazar, jefe del Servicio Secreto mexicano.
Ramón Mercader ha cambiado de identidad. El belga Jacques Mornard ha quedado atrás. Ahora es el norteamericano Frank Jackson, rico, fuerte exportador, que como su falso antecesor también se da la gran vida: las arcas de Stalin han sido generosas con el ejecutor…
Jackson, que decide representar ante su cada vez más enamorada Sylvia un rol escéptico. "Me horroriza México, es un país salvaje, no me interesa la política. Y no creo en la revolución". Ardid para que, poco a poco, Sylvia lo convenza de lo contrario y lo acerque a la presa.
Demostrar fervor por conocerlo podría ser sospechoso…
Por aquellos días, el muralista David Alfaro Siqueiros, stalinista fanático, decide matar a Trotsky. Reúne una patota de pintores y esbirros armados con fusiles, y alta la noche, disparan más de doscientos balazos hacia el cuarto en el que duermen León y Natalia…, que salen ilesos. ¿Un milagro? No para el coronel Sánchez Salazar:
–No acertaron una sola bala porque estaban borrachos…
Pero hace reforzar la guardia y blindar la casa. Salvo la puerta principal, custodiada por guardias, las demás y casi todas las ventanas son cerradas a cal y canto. Ladrillo sobre ladrillo, a pesar del desencanto de Trotsky:
–En esta casa no se puede respirar, pero así y todo no tardarán en matarme.
Llega el gran momento. La presentación oficial del próspero y atildado Frank Jackson a León y Natalia, llevado de la mano de Sylvia, la secretaria del hombre señalado…
El encuentro se afianza en una buena relación después de varias visitas con el invariable té en el jardín. Conversaciones en la que Jackson finge interesarse en la política, y hasta le promete a León que escribirá un artículo sobre el tema, rogándole que lo juzgue.
Algo llama la atención de la pareja: el tal Jackson, pese al calor y la humedad de México DF, lleva saco, chaleco e impermeable.
Antes y durante semanas, ante sus jefes y en secreto, Ramón Mercader ha practicado un extraño rito. Empuña un piolet, piqueta de montañismo que se compone de hoja ancha y pica puntiaguda. Un arma tan brutal como infalible que clava una, dos, cien veces en una sandía que remeda la cabeza de Trotsky…
Dos días antes del final de la misión, Mercader-Jackson le lleva a León, El Viejo, el artículo prometido:
–Vamos a leerlo a mi escritorio –le dice.
Instante clave: asesino y víctima entran al escenario de la tragedia.
Mientras Trotsky lee y corrige, Ramón camina a su alrededor, midiendo la distancia para el golpe, y de a ratos se sienta en el borde del escritorio.
Esa actitud sorprende a León:
–Qué extraño, Natalia. Ese hombre caminó a mis espaldas y se sentó, confianzudo, en un lugar inadecuado. Eso no es digno de un hombre bien educado. Pero volverá. Le he dicho que su artículo es confuso, y que lo rehaga a máquina, porque no entiendo muy bien su letra.
Y en la tarde del 20 de agosto de 1940, retorna. Como siempre, de impecable traje, sombrero e impermeable doblado sobre el brazo izquierdo. Prenda con un fuerte y largo bolsillo agregado para contener el piolet…
Se repite la escena. Saludo, escritorio, lectura del artículo, paseo alrededor del escritorio –mucha vacilación–, y de pronto, la descarga de la hoja del piolet sobre el cráneo de Trotsky.
Escena aterradora. La víctima lanza gritos y aullidos a todo pulmón, e interminables, mientras su cabeza sangra a chorros y sus manos se aferran al cuello del asesino…, hasta que cae. Casi al instante entran los guardias y golpean con saña al ejecutor, que no llega a usar su pistola, pero no lo matan.
La agonía del hombre condenado a muerte por Stalin termina al otro día. Muere, a sus 60 años, sin recobrar el conocimiento.
Ramón Mercader es sometido a un largo interrogatorio que incluye trompadas y patadas. Pero, como los soldados que caen prisioneros, responde con una letanía:
–Me llamo Jacques Bornard, nací en Bélgica, soy comerciante… Me llamo Jacques Bornard… (etcétera).
Lo condenan a veinte años de cárcel. Al salir viaja a Moscú, donde le otorgan la ciudadanía y lo condecoran con la Estrella al Héroe de la Unión Soviética.
Su madre, Eustacia María Caridad del Río Hernández, o Caridad Mercader, que lo acompañó en taxi hasta la casa de Trotsky el día fatal, para comprobar que no fallaría…, no fue a Moscú, donde la esperaban con honores. Prefirió la libertad y la belleza de París hasta 1975, año de su muerte. Como tantos fanáticos militantes en todas las latitudes…
El asesino (Jaime Ramón Mercader del Río) murió de cáncer de pulmón, en La Habana, el 18 de octubre de 1978, a sus 65 años.
Los restos de madre e hijo fueron llevados al cementerio moscovita de Kúntsevo.
En cuanto a aquél capitán que en la guerra civil española fue herido y salvado por Ramón Mercader, fue aniquilado por una pirueta del destino. En un bar de México reconoció a su viejo camarada. Compartieron unos tragos –el capitán no tomaba alcohol–, y Ramón se fue lo antes posible. Su amigó lo siguió al grito de "¡Ramón, Ramón!" Reconocimiento peligroso. Dos policías de La Secreta los siguieron. Ramón apuró el paso, mientras el capitán (también comunista)
era detenido. En menos palabras: lo entregó.
La muerte del prisionero, asesinado y arrojado a un río, fue catalogada como "ahogamiento por accidente a causa del exceso de alcohol".
Su viuda luchó en vano para que se abriera una investigación, insistiendo en una verdad:
–Jamás tomó alcohol.
Nunca la oyeron.
Entre la lealtad al tirano Stalin y la lealtad a su amigo y camarada de armas, eligió traicionar al más noble. Porque bien había sentenciado su madre cuando aceptó matar a Trotsky:
–Hijo, de esto no se sale. Esto es para siempre.
Sylvia, la enamorada y el Caballo de Troya, le escupió la cara al verlo en prisión. Mientras Ramón mataba a Trotsky, ella lo esperaba en un hotel, hechas las valijas, para el viaje en el que se casarían y vivirían su luna de miel.
Volvió a Brookyn y murió en 1995, a los 82 años.
Historia cerrada. Sólo el paso del tiempo que torna amarillos los millones de letras, y las fotografías.