80 años después de la Segunda Guerra Mundial, ¿qué hemos aprendido?

¿Cómo recordar el mayor conflicto del siglo XX? No es posible hacerlo sin contemplar atónitos la brutal agresión nazi, que creó de las cenizas del Tratado de Versalles un imperio afortunadamente efímero. Por Emilio Sáenz-Francés

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Prisioneros del Domingo sangriento de
Prisioneros del Domingo sangriento de Bromberg, 3-4 de septiembre, 1939. National Museum of the US Navy

Es un guiño del destino que los primeros disparos de la II Guerra Mundial los hiciera una reliquia de la Primera.

Fue el acorazado Schleswig-Holstein, un veterano exponente de la construcción naval de principios del siglo XX. Pasadas las cuatro de la mañana del 1 de septiembre de 1939, el buque alemán abrió fuego contra las fortificaciones polacas de la base de Westerplatte, en la ciudad de Danzig, hoy Gdansk. Al mismo tiempo, como una inundación, el ejercito alemán comenzaba la invasión terrestre de Polonia. Varsovia era bombardeada por primera vez ese mismo día.

El pacto de los tiranos

Todo ello era posible por el siniestro acuerdo que pocas semanas antes habían alcanzado el III Reich y la Unión Soviética. El famoso pacto Ribbentrop-Molotov. En virtud de lo acordado, ambas potencias se repartirían Polonia una vez iniciada la invasión por parte de las tropas de Hitler. Conviene recordarlo. La Unión Soviética sólo llegó al bando aliado tras una apasionada relación con el Eje, jalonada por crímenes abyectos como la matanza de Katyn.

Polonia era el punto de no retorno. Durante los años anteriores, sumidas en un sueño pacifista, las últimas democracias de Europa –Francia y Gran Bretaña— habían cedido ante todas y cada una de las agresiones expansionistas de Hitler. Además, con una sonrisa. En la Conferencia de Múnich, sólo un año antes, reunidos los dirigentes de Alemania, Italia, Francia y Gran Bretaña, se aceptó la mutilación de Checoslovaquia para satisfacer la voracidad del Führer. Ni siquiera se buscó invitar al sacrificado a la mesa de negociaciones, y guardar así, al menos, un poco de decoro, aunque fuese sólo estético.

Acuerdos de Múnich. De izquierda
Acuerdos de Múnich. De izquierda a derecha: Benito Mussolini, Adolf Hitler, Paul Otto Schmidt y Neville Chamberlain. German Federal Archive

Hitler era un jugador compulsivo y sus fáciles victorias le convencieron para elevar la apuesta. Pero la mañana del 3 de septiembre, británicos y franceses remitieron un ultimátum a Berlín, y esta vez no era un farol. Pocas horas más tarde declaraban la guerra a Alemania.

Para ellos, durante muchos meses, la guerra sería sólo "esperar". Confiaban en repetir la coreografía siniestra de 1914, frenar a los alemanes cuando finalmente atacasen Francia, y prevalecer en una guerra de trincheras. Su débil inacción le costaría la vida a la III República francesa, y a punto estuvo de llevar las esvásticas hasta Picadilly.

Y es que Polonia era secundaria. Tanto que, en febrero de 1945, en la Conferencia de Yalta, los Aliados Occidentales permitieron –también con una sonrisa– que fuese devorada por su nuevo hermano en armas: Iosif Stalin.

El peor de los martirios

Pasados ochenta años de todo aquello, ¿cómo recordar la II Guerra Mundial? No es posible hacerlo sin contemplar atónitos la brutal agresión nazi, que creó de las cenizas del Tratado de Versalles un imperio afortunadamente efímero de los Pirineos a las puertas de Moscú.

Cada metro conquistado por la Wehrmacht se convertía en solar para uno de los más despiadados crímenes cometidos en la historia de la humanidad. Eso sin mencionar el padecimiento y los horrores de la guerra en el Pacífico. El mal se hizo carne en la tierra, y millones perecerían bajo su yugo, enfrentados al peor de los martirios. Si con la I Guerra Mundial el mundo perdió su ingenuidad, con la segunda abatían su vigor y su nobleza.

Víctima polaca de la ocupación
Víctima polaca de la ocupación alemana. Foto: Julien Bryan

La II Guerra Mundial ofrece la fascinación del estudio de las campañas y de los frentes, y del progreso de la ciencia al servicio de oscuros fines. En 1939 era un añejo acorazado de 1905 el que iniciaba el conflicto. Este terminó con el alumbramiento del supremo terror tecnológico, que envolvió las ciudades de Hiroshima y Nagasaki en un mar de fuego y hierro. La era nuclear se inició en efecto de la manera más cruel. Y ochenta años más tarde contemplamos atónitos el advenimiento de una nueva carrera de armamentos entre potencias cada vez más altivas, que acredita que el ser humano tiene una muy limitada capacidad de aprendizaje.

Entre 1939 y 1945 brillaron sin duda liderazgos admirables como los de Churchill, Roosevelt o De Gaulle; y heroísmos como los del Círculo de Kreisau o la Rosa Blanca, que alzaron en Alemania una voz desesperada frente a la locura del nazismo. Son hijos de su compromiso y su responsabilidad realidades de nuestro tiempo como la Unión Europea, o el sistema de Naciones Unidas.

Con todos sus defectos, todo ello resume la victoria moral del paradigma democrático frente a la tiranía. Pese a las abultadas excepciones que han deparado estos ochenta años.

2019, cada día más 1984

Pero quizás lo más relevante es que cuando hace diez años –en septiembre de 2009– escribíamos líneas parecidas, y recordábamos los mismos hitos, Barack Obama se acababa de convertir en presidente de los Estados Unidos, y una Europa indiscutible aún confiaba en sí misma.

Términos como Brexit o fake news, personajes como Donald Trump, Matteo Salvini y tantos otros –demasiados–, realidades como la anexión de Crimea, o los efectos más salvajes de la crisis económica, aun esperaban su momento en los rincones más inhóspitos e inesperados de eso que llamamos futuro.

Somos más viejos que entonces, pero sin duda no más sabios. En estos diez años nuestro planeta es menos vivible, y se han multiplicado las amenazas a la siempre frágil convivencia global. Quizás nos hemos acercado, aunque sea sólo unos pocos metros, al 1984 de Orwell. Sería fatalista afirmar que nos asomamos al mismo precipicio de 1939. No lo es confirmar que no hemos aprendido muchas lecciones de lo que comenzó aquel año, y hemos olvidado otras. Todas ellas valiosas.

La pequeña pantalla reflexiona

En el tiempo en el que las series de televisión han remplazado al buen cine a la hora de contar historias con significado, en los últimos meses tres de ellas han reflexionado, desde perspectivas distintas, sobre algunas de las amenazas más candentes de nuestro tiempo que no se entienden sin volver la mirada al periodo 1939-1945.

The Terror habla sobre el colapso de una comunidad cuando se le somete a situaciones extremas e inesperadas. Chernobyl, sobre el efecto cotidiano de la tiranía sobre los hombres buenos, y sobre la propia verdad. Y este mismo verano, Years & Years ha dibujado un futuro distópico pero plausible del Reino Unido en la próxima década, resumido en el auge de la tiranía populista de una carismática política, encarnada por Emma Thompson –rubia platino–, construida sobre la promesa inspiradora de una sociedad más galana. ¿Les suena?

Emma Thompson en la serie
Emma Thompson en la serie Years & Years (HBO)

Con todo ello, parece claro que la catástrofe que fue la II Guerra Mundial sigue viva y debe ser recordada. No para recrearse en un pasado que no volverá, o desde un triunfalismo victorioso, sino como recuerdo constante de los mecanismos que pueden llevar a la disolución de la convivencia y al caos.

Por eso resulta una conmemoración más pertinente que nunca, y una que debemos encarar desde la mínima complacencia. Sólo así podremos escribir líneas distintas a estas ya en nada, en 2029.

 

Emilio Sáenz-Francés es director del Departamento de Relaciones Internacionales de la Universidad Pontificia Comillas.

Publicado originalmente por The Conversation.The Conversation
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