"El mar que se retira, el desmoronamiento de los edificios, y la oscuridad que avanza como si persiguiera a la multitud que huye; y por la tarde, cuando la luz reapareció en Miseno, la ciudad estaba cubierta por un manto de ceniza blanca, aunque sin haberla enterrado por completo".
Esto escribió Plinio el Joven (Cayo Plinio Cecilio Segundo, 61-112) en una carta a su amigo Cornelio Tácito. Él y su tío Plinio el Viejo (Cayo Plinio Segundo, 23-79) fueron los únicos cronistas de la destrucción de Pompeya, sepultada por el volcán Monte Vesubio (1.871 metros de altura) el 24 de agosto del 79 después de Cristo.
Para el Viejo, escritor, naturalista y militar, también su último día de vida: trataba de escapar de la garra ardiente del volcán, cuando la nube de gas sulfuroso lo asfixió en el acto. Su cuerpo apareció tres días después…
Paradoja. La Bahía de Nápoles, uno de los paisajes más bellos del mundo, tiene enfrente su némesis: el volcán Vesubio, calificado como el más peligroso del planeta. Que ese día, cerca de la una de la tarde, lanzaría un ultimátum del Infierno sobre Pompeya, Herculano, Oplontis y Estabia, las poblaciones más cercanas.
Primer día
Según los escritos de los Plinio –no existe otra referencia directa–, ese 24 de agosto empezó en Pompeya un día normal. Por ejemplo, en la Casa de los Pintores, un grupo de obreros siguió cubriendo con yeso fresco una pared destinada a mural, mientras un pintor bocetaba en papel el tema elegido…
En un punto que ambos cronistas, instalados en el puerto de Miseno, fijaron entre las diez de la mañana y el mediodía, una serie de explosiones nacidas en la capa freática del volcán abrió las puertas del terror.
El suelo tembló. Otro pintor, en lo alto de su andamio, no pudo impedir la caída de un cubo con cal que salpicó la pared. Diecinueve siglos más tarde, los arqueólogos encontrarían esas huellas…
Después de un lapso de calma, a la una de la tarde, la tapa de lava sólida que bloqueaba la chimenea –así se llama– del volcán, empujada por la presión de los gases, voló como un gigantesco corcho de champagne (figura anacrónica: el monje Dom Perignon creó esa bebida en 1693), y una gigantesca y ominosa nube oscura tornó el día en noche.
Según Plinio el Viejo, esa formación cobró la forma de un pino (en el siglo XX, sería bautizada como "Penacho pliniano").
Segundo día
Al amanecer del 25, ese penacho, cargado de gas y materia volcánica, se elevó hasta una altura colosal: 32 kilómetros. Diez más de la distancia entre Pompeya y la ciudad de Nápoles. Y un fuerte viento del sureste fue llevándolo hacia Pompeya como una flecha mortal en cámara lenta…
Mientras, en Miseno, Plinio el Viejo ordenó preparar una galera para navegar hasta el punto más cercano posible a la inevitable catástrofe.
Siete horas después de la primera erupción, ya había caído sobre la ciudad condenada una lluvia de cenizas volcánicas, piedras pómez y otros venenos, y en este segundo día la ola avanzó a unos quince centímetros por hora que, ya como capa, alcanzó casi el metro y medio: preludio de la tragedia; era muy difícil escapar…
A las ocho de la noche, la capa de piedras pómez de varios colores, llamadas Lapilli, llegó muy cerca de los tres metros.
Los primeros habitantes que huyeron de Pompeya cubrieron sus cabezas, ojos y narices para eludir el polvo volcánico, pero fue inútil: murieron sofocados por el veneno.
Tercer día
El peso de esa lluvia de piedras hundió más de la mitad de los techos de Pompeya. Muchos de sus habitantes, desesperados, creyeron que el refugio más seguro eran las bodegas de sus casas. Decisión fatal: una vez allí, no pudieron salir, y el derrumbe de los techos hizo de las bodegas un cementerio…
Y empezó la etapa de destrucción final. La gigantesca columna de gases y piedras no pudo soportar su propio peso y cayó sobre sí misma: una implosión que dejaría correr lava ardiente por los flancos del volcán (colada piroclástica, una especie de aerosol volcánico), que
borró del mapa a Herculano, pequeño pueblo costero, y que fatalmente llegaría a Pompeya.
Cuarto día
A las seis de la mañana, una segunda oleada volcánica acabó con todo. Como un anticipo del fin del mundo, hombres, mujeres y niños se convirtieron en instantáneas estatuas. Unos, durmiendo. Otros, tomando su desayuno. Otros, en pleno acto sexual. Un brutal corte de la vida, en segundos.
Después, el terrible silencio de los sepulcros…
Huesos y moldes
En el siglo XVIII, las primeras excavaciones en lo que fueron Pompeya, Herculano, Oplontis y Estabia revelaron, a través de decenas de esqueletos, esa "muerte en acción", como los arqueólogos definieron la catástrofe.
Antes, Pompeya era una de las ciudades del sur de Italia que más floreció durante el imperio romano. Tierra rica, lugar privilegiado para el comercio por mar, lujosa decoración de sus villas (frescos y pinturas de las que aun hay restos), y construcciones notables: Casa del Fauno, Villa de los Misterios, Anfiteatro, Templo de Apolo, Templo de Júpiter, Foro…
Pero recién en 1863 el arqueólogo y numismático Giuseppe Fiorelli pudo decir, como Arquímedes, ¡eureka! Iluminado, volcó yeso en los huecos que dejó el desastre, y ese moldeo le permitió ver en qué posición estaban algunas víctimas en su último segundo de vida.
En 1985, Amedeo Cichitti (pronunciar "Chiquitti") modernizó el Método Fiorelli cambiando el yeso por resina y logrando así moldes transparentes que ampliaron la visión anterior: aparecieron, además de esqueletos, los objetos que rodeaban a algunos habitantes antes de su fulminante muerte.
¿Cifras? En ese momento, Pompeya tenía unas diez o veinte mil almas. La mayoría, ante las primeras amenazas del volcán, logró escapar. Miles murieron en la huída, asfixiados o aplastados por la lluvia de piedras. En total, hasta el 2002, en que fueron descubiertos los últimos cuerpos, casi mil quinientos quedaron atrapados dentro de la ciudad.
Un detalle que suele conmover a los miles de turistas que visitan las ruinas más aun que La Víctima Sentada o Los Amantes: el perro de la casa de Vesonius Primus con el collar que lo ataba a una cadena…
Pasaron 1940 años desde esos aterradores días. Los napolitanos están orgullosos de dos títulos: su ciudad y su pizza son, por decisión de la Unesco, Patrimonio de la Humanidad.
Pero cada vez que miran el Monte Vesubio, secretamente, lo interrogan: "¿Cuándo volverás a castigarnos?".
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