Estados Unidos, 1887. Dos hombres luchan por imponer su sistema eléctrico en las ciudades: Georges Westinghouse y Thomas Alva Edison. El primero aboga por corriente alterna llevada por cables aéreos; Edison, desde su laboratorio de Menlo Park, New Jersey, se opone: prefiere corriente continua por cables subterráneos. Y encarga el desarrollo del sistema a su empleado Harold P. Brown…
Un año antes, el estado de New York creó un comité para proponer un modo de ejecución capital "más humano, que reemplace a la horca", según el primer artículo del plan de trabajo.
Brown presenta el plano con su proyecto: la silla eléctrica. Ha inventado un método de muerte que seguirá vigente por más de un siglo, y sin pérdida de tiempo se aprueba la construcción de la terrible máquina en la prisión de Sing-Sing, estado de New York. Macabra ironía: los operarios son los prisioneros…
En la primera ejecución, el circuito eléctrico falla, el condenado sufre quemaduras de tercer grado, y le cambian la pena: perpetua con trabajos forzados.
Se necesita otro candidato, y lo encuentran en Buffalo. Nombre: William Kemmler, vendedor ambulante de fruta. Cargo: asesinato. Pero Westinghouse protesta: no quiere que la electricidad y sus aplicaciones sea usada para matar. Pero alguien lo refuta: ¡el mismo Kemmler! Que en rueda de prensa dice:
–Soy un criminal y debo morir. Muy bien. Pero no en la horca. En esa silla que han inventado, y es más moderna.
El 6 de agosto de 1890, a las seis y media de la mañana, lo sientan en el espantoso artefacto, le colocan dos electrodos (pierna y columna vertebral). La silla tiene tres patas: la cuarta es una pierna del reo. El verdugo es Edwin Davis. Hace girar el interruptor, y un olor a pelo y carne quemados inunda el lugar. La ejecución ha durado diecisiete segundos. El médico lo ausculta:
–¡Está vivo! Hay que volver a empezar. ¡Más corriente! ¡Que esto termine de una vez!
El pastor que asiste a los condenados pide clemencia. Pero Davis no vacila: aplica mil setecientos voltios durante un minuto y seis segundos. Literalmente, lo fríe…
–Ha muerto –confirma el médico.
El 20 de marzo de 1899, también en Sing-Sing, muere en la silla fatal Martha Place, condenada por asfixiar con una almohada a su hijastra, de 17 años. Oscuramente histórico: la primera mujer ejecutada "de modo más humano" (¿¿??).
El jueves 12 de enero de 1928 sentaron en "la matadora eléctrica" (apodo en boga) a Ruth Brown Snyder por el asesinato de su marido, un importante editor, confabulada con su amante. En el momento culminante, el fotógrafo Thomas Howard, que había ocultado una cámara en su pantalón, logra la primera foto de ese instante. Al otro día, el New York Daily News la publica, y desata un huracán de protestas…
Nacidos en el mismo año –1847–, Westinghouse muere en 1914, y Edison en 1931. Pero hasta su último día, arrepentidos. Jamás imaginaron que su pugna por imponer un sistema eléctrico para mejorar la vida humana sirviera para matar. Es más: Westinghouse demandó al estado de New York para impedir el uso de la silla en sus cárceles, pero la respuesta fue "No ha lugar". Y rápidamente, ese modo de pena capital fue adoptado primero por Ohio, Massachusetts, New Jersey y Virginia, y luego por más de treinta estados.
Otra gota que rebasó el vaso de la paciencia: el 21 de octubre de 1929, George Junius Stinney Jr. fue fulminado en la silla por matar a dos niñas: Betty June Binnicker (11 años) y Mary Emma Thames (8), a golpes, con un trozo de viga de madera.
Un caso más…, si no fuera porque George, negro –dato no menor–, ¡tenía 14 años!
Sucedió en Clarendon, Carolina del Sur: donde según sus leyes, a esa edad se los considera adultos…
Pasados setenta años, la jueza Carmen Tevis Mullen decretó que George "no tuvo un juicio justo". Además, una investigación a fondo descubrió que el arma asesina pesaba casi veinte kilos: imposible de levantar por el esmirriado reo, y menos con fuerza capaz de apalear y matar a las dos niñas.
Lentamente, el público se enteró de los irritantes detalles de la muerte por electrocución. La cabeza del condenado es afeitada, lo mismo que una de sus pantorrillas, para instalar los electrodos conductores de la carga. Se lo ata a la silla por las muñecas y los tobillos, y el pecho con una o dos correas. Para que la carga inicial, de dos mil voltios, llegue más plena, se le moja la cabeza con una esponja. Si la muerte no sucede en los primeros quince segundos, la operación se repite hasta que el cuerpo se caliente hasta los 100 grados: temperatura que lesiona todos los órganos internos.
¿La muerte es instantánea? Leading case: se supone que sí, pero en muchos casos no…, y el condenado lanza alaridos mientras la corriente pasa por su cuerpo. A veces, la carga fractura las piernas y causa espasmos, de modo que la muerte es más lenta, y muy dolorosa. En general, la mayoría de los estudios determinó que "no es un proceso limpio". Entre otras cosas, porque después del acto hay que limpiar la silla para sacar los restos de piel quemada…
La ley establece un tope de descargas. Si el condenado resiste, la ejecución debe ser suspendida, y la víctima, atendida en el hospital de la prisión.
Pero al menos en dos casos y cuatro personas, la ley fue violada.
Acusados de robo a mano armada –nunca probado– el zapatero Nicola Sacco y el pescador Bartolomeo Vanzetti, inmigrantes italianos de ideas anarquistas, fueron llevados a la silla el 23 de agosto de 1927, en medio de una gran protesta de su comunidad, y ejecutados. Pero la convicción de los testigos autorizados a presenciar todo el proceso es que sufrieron más cargas de las permitidas.
Algo más de un cuarto de siglo después, los esposos de religión judía Etel y Julius Rosenberg murieron electrocutados bajo el cargo de "espías comunistas que vendieron secretos atómicos". Y también ellos recibieron más voltaje que el permitido… No es casual que este escandaloso juicio y su final ocurriera en pleno macartismo –o caza de brujas–: la persecución de presuntos comunistas tejida por el senador Joseph Mccarthy…
El 24 de enero de 1989, después de caminar de un extremo a otro de "la milla verde", el camino que lleva desde la celda hasta el lugar de ejecución, Theodore Robert Bundy (Ted Bundy), el atroz asesino serial récord de los Estados Unidos, se estremeció al ver la silla. Autor de treinta asesinatos, violador y necrófilo, duro como una roca, apenas pudo resistir ese instante. Tembló. Pero antes de que lo sentaran y empezaran a prepararlo, se acercó a la pantalla transparente que lo separaba de los testigos, respiró hondo, y dijo:
–Está todo bien.
El verdugo –150 dólares por cada ejecución– apretó el botón, y dos mil voltios acabaron con la vida del que tantas había segado…
Pero más allá de juicios y prejuicios, ninguna polémica sobre la silla eléctrica –y la pena de muerte en general– debería ignorar el testimonio de Allen Ault, psicólogo de un centro de diagnosis y clasificación del servicio de prisiones de Georgia, y luego su director. Obligado por su cargo a supervisar las ejecuciones, confesó (aterrado) en un programa de tevé de la BBC:
–¡Todavía tengo pesadillas! Oí muchos "perdóname, por favor". Vi la sacudida de la electricidad corriendo por los cuerpos…, y supe que había asesinado a otro ser humano. He pasado la vida entera arrepintiéndome de cada momento y cada ejecución. Es la forma más premeditada de asesinato que uno puede imaginar, y se queda en la psique para siempre.
Ault dejó su cargo en 1995.
Desde entonces está en tratamiento psicológico. Y sigue su cruzada al grito de ¡No a la pena de muerte!
Hoy, unos treinta estados de USA declararon su oposición a la pena capital. La cantidad de ejecuciones disminuyó. Pero según las encuestas de opinión, la mayoría de los ciudadanos creen que "es justo matar a los culpables de crímenes atroces".
A 129 años de su primera víctima, la silla, la freidora, la bruja –y otros apodos–… sigue esperando.