Treblinka no era un campo de concentración. Fue un campo de exterminio. Las tropas alemanas habían invadido Polonia y poco después crearon reductos para deportar judíos, comunistas o gitanos que más tarde se convirtieron en masivas fábricas de muerte.
El lugar estaba a no más de 60 kilómetros al este de Varsovia, en una geografía donde abundaban los pantanos y los bosques de pinos. Para llegar, los autos y camiones enterraban sus ruedas. En ese ambiente desolador se encontraba la pequeña estación de tren de Treblinka. Cuando le mostraron los planos a Heinrich Himmler, el temible jefe de las Schutzsaffel –las SS, tropas de elite– decidió que era un lugar estratégico para los planes de exterminio de Adolf Hitler.
En efecto, esa pequeña estación ferroviaria era un punto de bifurcación de trenes provenientes de distintos puntos de Polonia, especialmente de la capital, Varsovia.
En septiembre de 1941, cuando los ejércitos alemanes ya habían comenzado la invasión a la Unión Soviética, las SS emplazaron el primer campo de deportados cerca de aquella estación ferroviaria. Menos de un año después, mayo de 1942, irguieron un segundo complejo para alojar detenidos que directamente tenía como propósito explotar la fuerza de trabajo de los deportados y luego exterminarlos.
En los meses siguientes, hasta julio de 1943, llegaron a Treblinka entre uno y tres trenes diarios con la increíble cifra de 60 vagones cada uno. En cada vagón, pintado con cal y a mano alzada, estaba escrito 150, 180 o 200, dependiendo de la cantidad de personas metidas a la fuerza dentro de él. Es decir, a diario llegaban entre 10 y 30 mil personas, casi exclusivamente judíos, familias enteras que no tenían idea de lo que sería de su existencia.
Chil Rajchman, testigo del exterminio
Oriundo de Lodz, tercera ciudad más poblada de Polonia, de una familia de clase media judía, Chil Rajchman tenía cinco hermanos. La ocupación nazi a su país en 1939, ya había devastado a los suyos. El turno de Chil llegó a comienzos del otoño de 1942: lo detuvieron y en octubre de ese año fue subido a uno de los trenes que conducían al infierno, aunque él mismo ni supiera cuál era su destino.
Joven, fuerte, pudo hacer frente al trabajo forzado que le dieron cuando los comandos de las SS lo instalaron en una de las barracas donde dormían infinidad de hombres demacrados y con los huesos pegados a la piel.
Lo que encontró después fue aún más aterrador: en un edificio había tres cámaras de gas, en otro contiguo los locales destinados al exterminio sumaban diez. Se trataba de espacios sellados, donde los SS metían a decenas de personas y de inmediato las sometían a dosis letales de monóxido de carbono.
Chil Rajchman sabía, como todos los judíos, que los alemanes habían introducido en Polonia el sistema de ghettos; es decir, de mantener a la comunidad judía apartada del resto de la sociedad. El más grande y más conocido era el de Varsovia. Lo que allí supo fue que los trenes provenientes de la capital polaca llegaban atestados de familias de aquel ghetto. Y se dio cuenta también de que muchos de los que llegaban a Treblinka ni siquiera pasaban la noche en una barraca: los llevaban de inmediato a las cámaras de gas.
Al lado de aquellos edificios de exterminio había una casa donde guardaban el oro y el platino extraído de la boca de los asesinados. En otros depósitos los SS, los supuestos exponentes de la superioridad racial, guardaban dinero o joyas de sus víctimas.
Las primeras semanas Chil fue acarreador de cuerpos y pudo calcular el número de personas que entraban en cada cámara de gas: alrededor de 400, entre hombres, mujeres y niños. La "aplicación de gas" no superaba los 20 minutos. Luego de un tiempo como enterrador, fue sumado al grupo de los "dentistas", encargado de sacar las prótesis de oro de las bocas de los muertos.
Satlingrado y el Ghetto de Varsovia
Terminaba julio de 1943 y en Treblinka los prisioneros no sabían que había empezado la cuenta regresiva para el Tercer Reich.
En efecto, en la Unión Soviética la batalla más desgarradora y más decisiva del Siglo XX había dado la victoria al Ejército Rojo sobre los invasores alemanes. Los ejércitos alemanes al mando de Friederich Paulus llegaron hasta las orillas del Volga en febrero de 1942, en pleno verano, con la certeza de que la resistencia soviética sería doblegada antes de que las temperaturas llegaran a cero grados.
Pero el Ejército Rojo había concentrado un poderío inmenso y además había dispuesto que las familias de los soldados no abandonaran la ciudad. No fueron treinta ni sesenta los días de resistencia: Stalingrado duró 200 días, los últimos dos meses con temperaturas que, muchas veces eran de 20 grados bajo cero. Y en las últimas semanas, el predominio soviético fue irreversible.
Paulus, como todo comandante del Tercer Reich, tenía prohibido rendirse. Pero cuando los restos de sus otrora poderosos ejércitos no podían con el enemigo y estaban rodeados desobedeció a Adolf Hitler. Cuando se rindió la prensa mundial se hizo eco no solo de que uno de los militares más queridos por el Führer se entregaba a los mariscales de Iósif Stalin sino que, tras ese triunfo, el Ejército Rojo pasaría a la ofensiva.
Aquello fue en febrero de 1943. Y pocos meses después, la resistencia judía del Ghetto de Varsovia ya peleaba como David contra Goliat contra la ocupación alemana. Estados Unidos se había sumado a los aliados y la balanza se inclinaba, definitivamente, hacia el ocaso de Hitler.
La fuga de Treblinka
Chil Rajchman no sabía nada de lo que pasaba fuera de aquel campo de exterminio. Ni siquiera sabía que el total de víctimas en aquel paraje cercano a una estación de tren había superado los 800 mil.
En medio del horror, junto con otros 56 prisioneros que formaban parte del millar de mano de obra esclava de esa máquina asesina concibieron una fuga para cuando terminaba el invierno de 1943. Alguna noticia sobre Stalingrado se había filtrado y eso les dio más coraje.
Hubo varios traspiés: una epidemia de tifus y una información filtrada sobre los propósitos de escape fueron dos de los escollos más duros. Sin embargo, perseveraron. No tenían nada más que perder salvo sus vidas.
Era verano, los bosques cercanos a Treblinka estaban tupidos y el domingo 2 de agosto de aquel 1943, cuatro guardias alemanes y 16 soldados ucranianos se fueron a nadar a un río cercano. En los días previos, organizados en células secretas, los 57 decididos habían escondido bidones de nafta de los camiones, herramientas cortantes, unas pocas armas, granadas.
El plan era tan audaz como precario: al mediodía provocaron el incendio de unas cámaras de gas y los soldados que estaban en el campo de exterminio fueron hasta allí. Los desarropados y hambrientos prisioneros usaron las armas y en un santiamén estaban sobre el primer cerco perimetral de alambres munidos de tenazas. Eran las tres y media de la tarde. La fuga estaba en marcha.
Aunque sorprendidos, los SS trataron de conjurarla. Sin reparar en el repiqueteo de las ametralladoras ni el ulular de las sirenas, las tenazas de los fugados cortaron la segunda alambrada. Llegaron hasta la tercera y varios cayeron en el intento.
Chil y otros muchos, ilesos, zigzaguearon hasta los bosques cercanos. Sin brújulas, sin más que el instinto de supervivencia y la dignidad, se dividieron en pequeños grupos con la consigna de caminar de noche y esconderse de día.
Como en el escape no habían logrado cortar los cables telefónicos, los SS dieron el alerta y la zona se inundó de ovejeros alemanes y de grupos comandos dispuestos a matar a los fugados. Un total de 54 prisioneros lograron su cometido.
Ese domingo 2 de agosto, antes de que cayera el sol, no quedaban prisioneros vivos en Treblinka. La furia de los SS se desató sobre quienes no se habían fugado. Como algunas de las cámaras de gas se habían salvado del incendio, durante todo agosto, los SS les dieron uso con prisioneros trasladados desde otro campo de exterminio. Luego lo cerraron
La fuga de Treblinka fue la única exitosa lograda por un grupo organizado de prisioneros en un campo de concentración.
Vivir para contarla
"Sobreviví y me encuentro entre hombres libres. Pero a menudo me pregunto a mí mismo ¿para qué? Para contar al mundo qué fue de millones de víctimas asesinadas, para ser testigo de la sangre inocente que derramaron las manos de los asesinos", dejó escrito Rajchman en sus memorias.
Tras la fuga, se escondió en Varsovia y llenó algunos cuadernos con relatos del horror. Los sobrevivientes de aquella fuga se presentaron en los juicios de Nüremberg para dejar testimonio y aportar pruebas para la condena de los ejecutores del Holocausto.
Chil, con un documento falso, emigró en 1946 a Uruguay. Vivió hasta los 90 años. En su testamento había escrito que sus memorias debían ser publicadas después de muerto. Así lo hicieron sus familiares y en 2011, el sello Seix Barral las sacó a las librerías.
Crimen y castigo
El comandante de Treblinka, Franz Paul Stangl, huyó después de la Segunda Guerra Mundial a Brasil con identidad falsa. Sin embargo, en febrero de 1967, fue detenido por la policía de San Pablo por datos brindados, entre otros, por Simon Wiesenthal.
La Justicia de Alemania inició el proceso de extradición y Stangl fue condenado a cadena perpetua en 1970 tras un juicio llevado a cabo en Düsseldorf. Tenía 64 años y la apariencia de una persona saludable. En la prisión gozó de todos los derechos que le asisten a una persona privada de libertad. Todo muy distinto a lo que él aplicó y ordenó aplicar a cientos de miles de prisioneros. Murió el 28 de junio de 1971 de un paro cardíaco. Jamás mostró arrepentimiento alguno, ni durante las audiencias del juicio ni durante sus años en la cárcel.
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