Comió carne humana, mató a su hermano y armó su ejército: la reina negra que es ícono de la lucha anticolonial africana

Nzinga Mbandi creó el reino de Matamba, al norte de Angola. Hoy es honrada como una figura clave de la resistencia a la corona portuguesa

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Nzinga Mbandi (Ilustración: Rodrigo Acevedo
Nzinga Mbandi (Ilustración: Rodrigo Acevedo Musto)

Mientras el barco negrero avanza, proa a Brasil, el más viejo de los esclavos, encadenado en la estremecedora fila de los que trabajarán allá, serán azotados, y sin duda morirán, recuerda días mejores en Ndongo (hoy Angola). Mejores hasta que llegaron ellos, los enemigos, los portugueses, a saquear presuntas minas de oro, plata, diamantes…

La historia empezó en 1842, cuando una pandilla de aventureros, partiendo de Portugal, asaltó la región sur del Congo, capturó a sangre y fuego su botín humano, y lo vendió como esclavo al Brasil.

Aventura que repitió, casi un siglo más tarde, Paulo Dias de Novais. Que tampoco encontró pletóricas minas, pero sí una feroz resistencia de las tropas de Nzinga Mbandi, la reina.

La gran protagonista desde su nacimiento hasta 1663, cuando a sus 80 años dejó este mundo sin poder vencer a los portugueses, pero sometiéndolos a derrotas y humillaciones.

Hija del rey de Angola Ngola Mbandi Kiloanje, fue criada en el esoterismo (muertos, espíritus, sueños premonitorios), pero también, por su padre, en las leyes de la guerra. De las casi constantes guerras entre tribus enemigas.
Tuvo, Nzinga, un hermano y tres hermanas. Varón que, muerto su padre, reclamó el trono, y para afirmar ese derecho y su herencia perpetró una tragedia digna de Shakespeare: mató a su madre, al hijo de Nzinga, y destrozó los órganos sexuales de sus tres hermanas para clausurar el posible nacimiento de hijos que –algún día– intentaran derribarlo del trono.

Y por las dudas, alejó de Angola a Nzinga: la nombró embajadora en Luanda, la capital del país, dominada por el gobernador portugués Joao Correia de Sousa.

Un encuentro histórico…, por una razón especial. De Sousa, apoltronado en un sillón, no se levantó –no la consideraba una dama–, y la invitó a sentarse sobre un almohadón… ¡en el suelo!

Serena, Nzinga le ordenó a una esclava a ponerse en cuatro patas, y se sentó sobre su espalda. Cara a cara con el gobernador.

Cuatro años pasaron. Nzinga negoció un tratado de paz, no pagó el tributo exigido por Portugal, y acaso como prenda de paz aceptó convertirse al cristianismo. La bautizaron como Ana de Sousa. Pero la nueva fe no pudo borrar la dualidad de su flamante hija. Que cumplía los ritos, pero no abandonó el canibalismo ni la poligamia. Y mucho menos la ambición y la crueldad…

Decidida a ocupar el trono que fue de su padre, hizo matar a su hermano el rey, y envenenar al hijo varón de éste (la leyenda jura que comió su corazón) para limpiar de escollos el camino al trono.

Segundo paso: armar un ejército. Tercer paso: nueva guerra contra los portugueses para impedir más capturas de los traficantes de esclavos, aterrados por la figura guerrera de Nzinga, de sus gritos de guerra que parecían lanzas echadas a volar contra ellos, y hasta por los rumores de su conducta íntima: sexo insaciable con hombres y mujeres.

Una nueva guerra, en 1626, terminó con su suerte. Se rindió, pero reunió a lo que quedaba de su ejército y fundó el reino de Matamba, al norte de Angola.

Las muchas hostilidades y los muchos combates, agotadores para los dos bandos, impulsaron, en 1639, otro tratado de paz…, sólo en los papeles. Nzinga y su ejército –o lo que quedaba de los días de gloria– quebró dos veces la paz: en 1641, aliada con holandeses para vencer a Portugal, y en 1654. Esta vez, luego de una derrota y bajo durísimas condiciones: la orgullosa reina, ya a sus 72 años, fue obligada a imponer la religión católica en todo su territorio, jurar que no volvería a comer carne humana, y adoptar la monogamia de modo práctico: debió casarse en una iglesia con un hombre notablemente menor que ella. Todo ello, dictado por un grupo de misioneros capuchinos italianos, con una contracara: el rescate de una de sus hermanas, bautizada por los portugueses como Doña Bárbara, cautiva y liberada por el gobernador de Angola Luís Martins de Sousa Chichorro…

La reina Nzinga y su obligado Otro Yo, Doña Ana de Sousa, murió –no en paz pero serenamente– el 17 de diciembre de 1663. Tenía 80 años.
Luego de su final, siete mil soldados de su ejército fueron capturados, desembarcados en Brasil…, y vendidos como esclavos. La otra cara de la moneda. O mejor: una moneda de dos caras iguales. La codicia negrera y la lucha por una emancipación que duraría siglos.

Decenas de miles de hombres y mujeres africanos fueron repartidos, como mercancía, en América. Brasil y el sur de los Estados Unidos tienen aún descendientes de esclavos angoleños…

Una de las zonas más atroces de la leyenda de Nzinga cuenta que, en el apogeo de su poder, elegía a los hombres que tomaría como amantes, los obligaba a combatir entre sí, y llevaba a su cama al vencedor…, que también era asesinado después de cumplir su tarea. Como el zángano que fertiliza a la reina y muere destrozado.

Sin embargo, hay una razonable duda. Se dice que esa truculenta historia fue inventada por monjes italianos al servicio de Portugal, y también por políticos colonialistas portugueses.

¿Por qué no?

Lo cierto: en el balance histórico, Nzinga fue honrada como una figura clave, esencial e indomable de la resistencia de África contra el colonialismo y la barbarie esclavista.

Según Joao Pedro Lourenço, director de la Biblioteca Nacional de Angola, "ella y su lucha contrarrestan el prejuicio de la sumisión de las mujeres africanas a lo largo de los siglos".

Ella misma, según el padre Brásio, sacerdote, en su obra Monumenta Missionaria Africana, "escribió una carta en la que jura que sus muchos amantes fueron simbólicos, y que sólo tuvo un marido".

En todo caso, más allá de luces y sombras, de leyendas ciertas o falsas, la redime una misión suprema: la defensa de su tierra.

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