Hace 50 años, el 28 de junio de 1969, una revuelta en un bar de Greenwich Village significó el Big Bang de la lucha por los derechos de la comunidad LGBTI+. Esa noche en la que la policía, como siempre, intentó apresar a varios de los habitués del Stonewall Inn, esa noche, como nunca antes, ellos decidieron que no permitirían más abusos. Resistieron y contraatacaron. Y establecieron el punto de partida de una revolución. Su mensaje llegó a todo al mundo.
A partir de esa calurosa noche de hace 50 años ya nada sería lo mismo.
Tony Lauria era un joven pragmático. Quería hacer su propio camino, tener sus propios negocios. Siempre, claro, bajo el ala de La Familia. Su padre, Ernie Lauria, era un importante miembro del Clan Genovese, uno de los más importantes de la mafia de Nueva York en los sesenta. Ernie imaginó otro futuro para su hijo. Lo envió a caras escuelas católicas. Quiso que su hijo se educara junto a la elite y que, a diferencia de él, se ganara la vida fuera del hampa. Pero Tony después de clases se reunía con los chicos del barrio; las calles siempre lo sedujeron más que los libros. Pronto se dio cuenta que su destino estaba en emular lo que veía en su casa. O tal vez se tratara de una inclinación genética hacia el crimen . También lo seducía la comida. Era conocido como Fat Tony, el Gordo Tony. Cuando a los 26 años le dijo a su padre que quería tener su propio negocio, el padre no pudo evitar que un ramalazo de satisfacción lo sacudiera. Sin embargo, cuando se enteró qué tipo de negocio era el que pensaba gerenciar Fat Tony, su cara (y su ánimo) oscureció. Su hijo iba a poner un bar gay en medio del Greenwich Village neoyorquino. Para Ernie el problema era que esa era una actividad muy poco prestigiosa, un negocio al que se dedicaban los que estaban muy abajo en la pirámide jerárquica de la mafia.
El Stonewall Inn estaba situado en Christoper Street. Era una buena ubicación. En la misma cuadra se encontraba la redacción del Village Voice, el pub The lion´s Head, punto de encuentro de escritores cono Norman Mailer, James Baldwin y Frank McCourt; y la librería Eight Street, centro de la literatura Beat. Se presume que el bar le debe su nombre original a la autobiografía de Mary Casal "The Stone Wall", un texto clave de la literatura lésbica de los años treinta. Luego derivó en restaurante familiar pero el negocio fue defeccionando hasta que en 1967, Lauria y la mafia se hicieron cargo. La propiedad estaba en malas condiciones. Con muy poca inversión, Fat Tony reacondicionó el lugar, pintó sus paredes de negro para que fuera más oscuro, compró dos jukebox y se agenció el alcohol de los mismos que proveían los otros negocios de la familia (y en el Stonewall Inn continuaba con otra de las tradiciones: aguaba el alcohol para maximizar la ganancia).
Dicen que la misma noche de la apertura se recuperaron los costos. El Stonewall tenía una gran ventaja respecto a los otros (escasos) bares gay de la ciudad. En él se podía bailar. En la parte de atrás tenía un salón muy oscuro en el que las parejas bailaban abrazadas y podían tener contacto físico. No había Disc Jockey. La musicalización corría por cuenta de los jukeboxs.
A quienes concurrían al bar los llamaban los A-trainers, los que llegaban en el Tren A. En su mayoría eran negros y latinos que arribaban desde Harlem. Los blancos de clase media casi no pisaban el lugar. Al Stonewall iban muchos travestis, trans y drag queens. Era una de los pocos lugares que los receptaba. Y en esos tiempos era todo un riesgo.
Las redadas policiales eran frecuentes, casi una rutina. Por lo general, los dueños del local eran avisados antes: las ventajas de tener a las fuerzas de la ley cobrando una suma fija todas las semanas; según David Carter en su libro sobre Stonewall, Lauria abonaba 1200 dólares mensuales a modo de protección. Así los policías sólo cumplían una formalidad. Aparentaban cumplir con su deber y sólo ocasionaban leves molestias a los dueños. Decomisaban unas pocas botellas de alcohol (el negocio no contaba con habilitación para vender bebidas alcohólicas), se llevaban los escasos dólares que había en la caja (los allanamientos los realizaban temprano para darles tiempo de recuperar lo perdido en el resto de la noche), y arrestaban a parte del staff y a los hombres que estaban vestidos de mujer.
Este procedimiento seguía reglas muy particulares. Quienes tenían ropa de mujer eran llevados al baño por una oficial de policía que constataba el sexo de esa persona. Si tenía pene pero vestía ropa de mujer, esa noche la pasaba en un calabozo. Había un criterio taxativo: un hombre para evitar la detención debía vestir por lo menos tres prendas de varón. Las lesbianas vestidas con traje de tres piezas y corbata eran pasadas por alto. Los parroquianos sabían que la policía había llegado cuando las luces del local se encendían y las rockolas eran desenchufadas. Era el momento de dejar de bailar, tocarse o besarse. Y salir lo más discretamente posible para evitar ser detenidos y sufrir el escarnio público (no por la detención, sino por su condición de homosexuales). Los que eran llevados presos, si se conocía la noticia, corrían el serio riesgo de perder a su familia (varios eran hombres casados con hijos), a ser echados de sus trabajos o desplazados en sus comunidades.
En ese entonces la homosexualidad estaba prohibida en Estados Unidos; el único estado que no la combatía era Illinois. En esos convulsionados años sesenta junto a los reclamos raciales, feministas y en contra de la Guerra de Vietnam, también surgieron grupos que abogaban -todavía tibiamente- por los derechos de los homosexuales. Pequeñas revueltas y actos de resistencia iban teniendo lugar en todo Estados Unidos pero el camino a transitar era demasiado largo. Era habitual ver en la televisión profesionales de la salud vanagloriarse de poner en práctica en sus consultorios métodos de reconversión, que aseguraban corregían desviaciones (se hablaba de "los desviados") y encausaba al "paciente" en la sexualidad adecuada. Y en el DSM, el manual que diagnostica, califica y cataloga las enfermedades mentales elaborado por la Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos, la homosexualidad era considerada como una de ellas.
En los otros bares gay de Nueva York, no podía haber contacto físico ni bailes ni besos. Las actividades sexuales quedaban marginadas a las teteras (los tearooms) como eran llamados los baños públicos de las estaciones de trenes y subtes en los que se producían encuentros furtivos y anónimos.
En junio de 1969 algo cambió en la noche de Nueva York. Fue trasladado a la ciudad, el comisario Seymour Pine, un veterano moralista que llegó decidido a enfrentar la corrupción policial. Con autonomía de movimiento empezó a perseguir a los bares que aceptaban homosexuales. Los viejos acuerdos con la policía de la ciudad no corrían más. La excusa oficial era que había aumentado sospechosamente el flujo de bonos que se enviaban a Europa y que se sospechaba que varios financistas que frecuentaban estos bares estaban siendo chantajeados por miembros de la mafia y que esos bonos eran el pago por el silencio. Ese mes Pine hizo foco en el Stonewall. Noche tras noche realizó procedimientos allí. La mafia actuaba con velocidad y al día siguiente reabría el local como si nada hubiera pasado. El 24 de junio decomisaron las bebidas y arrestaron al staff; el 25 nuevamente arrestaron a los empleados y a todo el que estaba transvestido, además de secuestrar los jukeboxs, la máquina expendedora de cigarrillos y hasta una barra de bar. El viernes 28 poco antes de la medianoche, las luces del Stonewall se volvieron a encender y la música se apagó. Cuatro policías de civil y dos uniformados empezaron a los gritos y pusieron a todos contra la pared. Rápidamente separaron a los que estaban vestidos de mujer. A los demás los pusieron en fila y fueron controlando sus documentos. Los que no tenían identificación o los que tenían una falsa para poder tomar alcohol también eran separados. Pese a que este procedimiento era habitual, esa noche los concurrentes al Stonewall tuvieron menos paciencia que otras veces. Tal vez fuera porque los que iniciaron el procedimiento se habían infiltrado de civil en las horas previas y se sintieron estafados en su confianza. O porque la persecución y las razzias en el Stonewall eran demasiado frecuentes
Algunos, contrariamente a otras ocasiones, se empezaron a revelar y a negar su colaboración. Hubo empujones, gritos y hasta insultos. Pine, que llegaba en ese momento al lugar, pidió refuerzos. Un carro para trasladar detenidos arribó en pocos minutos. El resto de las unidades policiales solicitadas por el comisario, no. Quizá subestimaron la situación, consideraron que era otro de los procedimientos de rutina; quizá le estaban haciendo pagar a Pine que no respetara sus acuerdos con la mafia y afectara la recaudación paralela. Lo cierto es que los que salían del local, a diferencia de las otras veces, no se escapaban en la oscuridad. Se quedaron en los alrededores, gritando contra la policía, exigiendo por sus derechos, mostrando su indignación. Rápidamente mucha otra gente se sumó. Varios centenares de personas se amontonaban en la vereda frente al Stonewall. Un policía zamarreó del brazo a una travesti y la empujó hacia el carro de detención. Esta giró y le asestó un certero golpe en la cabeza con su cartera. La multitud bramó. Mientras eran llevados los empleados del bar, los manifestantes comenzaron a lanzar monedas de un centavo contra ellos y aplaudían: también estaban cansados de los sometimientos de la mafia. Una lesbiana, con traje masculino, dio pelea durante casi diez minutos antes de dejarse meter dentro de un patrullero e impedir el arresto.
Según los testigos esa riña, ese acto de resistencia parece haber sido el que terminó envalentonando al resto (durante años los investigadores trataron de dar con esa mujer, de identificarla y varias se adjudicaron la identidad pero no hay certezas de quién fue: la soldado desconocida de las luchas de la liberación homosexual). En ese momento un policía cargó contra la multitud que respondió enfurecida. Latas, botellas, piedras y todo elemento contundente que hubiera a mano empezó a volar contra la policía. La reacción fue inesperada. En pocos minutos decenas de unidades de apoyo llegaron al lugar. Pero también se sumaron, de a cientos, los que protestaban. Alguien sacó de cuajo un parquímetro y lo estrelló primero contra la puerta del local y luego contra el capot de un auto policial. Fue una batalla campal de varias horas de duración que se apaciguó recién cuando amanecía. Decenas de detenidos, vidrieras destrozados, botellas rotas, rastros de sangre seca sobre el pavimento, el parquímetro deshecho y pequeñas fogatas que todavía ardían.
Edmund White atribuye esta respuesta, otorga el mérito de esta reacción, a los A-trainers. Sostiene que los homosexuales blancos de clase media, como él, no se hubieran animado a ser los primeros en devolver las agresiones.
Ya se dijo: la mafia reacondicionaba todo con celeridad. Y la noche siguiente, la del sábado 29 de junio, el local reabrió. Otra vez, cerca de medianoche, las luces encendidas, el pedido de documentos, los carros policiales en la puerta. La respuesta fue feroz. Cientos de personas apedrearon a los oficiales y se resistieron. Mucha más gente que la noche anterior. La voz se había corrido y los homosexuales estaban dispuestos a dar pelea. No querían seguir viviendo en la oscuridad, soportando vejaciones. Christopher Street se convirtió en un inesperado campo de batalla. El domingo los incidentes continuaron aunque con menos ímpetu. Tanto la policía como los clientes del Stonewall parecieron tomarse un descanso.
Pero tres días después, el miércoles por la noche, unos graffitis en la pizarra de anuncios de la vidriera del local, indicaba que todo había cambiado: Gay Power, rezaba el más grande. El otro hablaba de prohibición, de corrupción, mafia y policías (Gay Prohibition Corrupt$ Cop$ Feed$ Mafia).
Un grupo de drag queens bailaban como las coristas de un teatro de revistas mientras cantaban: "Somos las chicas del Stonewall/ Usamos rulos/ no llevamos ropa interior/ se nos ven los pelos púbicos". El ánimo era tenso. El desafío y el hastío dominaban el aire de Christopher Street. Circulaban panfletos que clamaban: "Saquen a la mafia y a los policías de los bares gay". Y otra vez los incidentes. Pero la policía, a pesar de contar, con varias unidades y decenas de hombres, no podía contener a los manifestantes. Fue la noche de mayor virulencia. Los enfrentamientos duraron horas y los destrozos cubrieron varias cuadras.
La noticia, naturalmente, llegó a los diarios. Pero fundamentalmente se extendió por todo Estados Unidos el ejemplo. Los homosexuales exigían ser tratados dignamente, dejar de ser perseguidos y que se respetaran sus derechos. Las organizaciones (algunas ya existían) empezaron a crecer y a reproducirse. Las acciones también. Ya nadie se quedaba callado. En la prensa, en oposición a las Panteras Negras, se empezó a hablar de las Panteras Rosas. Un año después, el 28 de junio de 1970, en conmemoración del primer aniversario de la revuelta de Stonewall se llevó a cabo la primera marcha del orgullo gay. De la oscuridad a marchar con orgullo por las calles con la luz del día. Fueron apenas 400 pero al año siguiente ya pasaron el millar. Hasta ese entonces a los homosexuales se los conocía como los Twilights, los crepusculares, porque sólo salían de noche. Hubo revueltas previas, reacciones y hasta grupos que lucharon por los derechos pero fueron los sucesos de esas noches de 1969 en Stonewall los que cambiaron para siempre las reglas de juego.
En octubre de 1969, el bar cerró. La mafia consideró que el sitio tenía demasiada notoriedad para las actividades que ellos deseaban desarrollar. Luego de unos años a la deriva, cerró sus puertas. Hace una década reabrió y el bar es un punto de encuentro para todo aquel que desea conocer sobre la historia de las minorías y de las persecuciones. Barack Obama lo declaró Monumento Histórico Nacional un par de años atrás.
Stonewall fue el comienzo. Esa revuelta fue la toma de la Bastilla del movimiento de los derechos de los homosexuales, o el equivalente a la decisión de Rosa Parks de no levantarse de su asiento del ómnibus. Esos piedrazos y botellazos repercutieron en todo el mundo. La rebelión comenzó impensadamente en un bar de poca monta.
Tal como escribió Edmund White: "Después de Stonewall los homosexuales se volvieron mucho más visibles, no sólo para el mundo exterior sino para ellos mismos. Fue en Stonewall que se comenzó a formar una comunidad y una ideología".