La asombrosa vida de una princesa africana, capturada y vendida como esclava, que llegó a libre y millonaria

Comprada por un inglés a los 13 años, y luego su esposa, fue un modelo de inteligencia, fidelidad y talento para los negocios

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Anna Kingsley (por Rodrigo Acevedo Musto)
Anna Kingsley (por Rodrigo Acevedo Musto)

Anta Madgigine Ndiaye –luego y para siempre Anna Kingsley– abrió los ojos en 1793 y en una aldea de lo que hoy es Senegal.

Nació princesa del remoto reino Wolof: una remota etnia africana que escribió su historia entre el 1200 y el 1550.

Nació libre y vivió como tal: una soberana en su trono.

Pero no pudo escapar de los traficantes de esclavos: atrapada en sus redes a los 13 años, navegó hacinada en la sentina de un buque entre un centenar de desdichados que serían vendidos, agotados en las plantaciones, y azotados y ahorcados ante el menor signo de rebelión.

Y fue vendida.

Pero no conoció el látigo en la espalda.

Y tuvo nombre. Un privilegio. Porque los traficantes sólo los anotaban por edad, sexo, etnia.

Eran mercadería.

Quiso el azar que, al mismo tiempo, navegara por esa ruta (África occidental-América) el poderoso plantador inglés Zephaniah Kingsley, residente de la Florida española, y dueño de una factoría con más de cien esclavos que cultivaban naranjas, guisantes y papas.

En 1806, Anta fue ofrecida al mejor postor en una feria de esclavos…, y Kingsley la compró.

Pero no la condenó a los surcos, al sol, a la miserable vida en las barracas que, con sus doloridos cantos, sembrarían también la semilla del jazz…

La compró, se casó con ella en una ceremonia ritual africana –tal vez en Cuba: no hay registro–, la llevó a vivir en Laurel Grove, su plantación, y no con sus hermanos de desdicha: en su espléndida casa.

Ella tenía 13 años. Él, 43.

Les nacieron tres hijos: George, Marta y Mary.

En 1811, Kingsley le concedió la emancipación legal, no de hecho. Y, ausente mucho tiempo por sus viajes, la coronó como su otro yo en el negocio.
Dueña y señora…

Se dice que el anzuelo que enganchó a Kingsley fue la belleza de Anna, pero no el único.

En 1811, Kingsley le concedió la emancipación legal, no de hecho. Y, ausente mucho tiempo por sus viajes, la coronó como su otro yo en el negocio

La definía como "una figura alta y fina, negra como un chorro de agua (es decir, morena muy clara: una boutade), hermosa, y tan capaz de manejar el negocio de la plantación como yo mismo. Cariñosa y fiel, confío totalmente en ella".

Juicio que amplió en su testamento: "Anna ha sido siempre respetada como mi esposa, y su dignidad, honor, integridad, conducta moral y buen sentido es incomparable".

Kingsley siguió con sus viajes y su tráfico de esclavos, y Anna, libre por derecho, pidió tierras al gobierno español para fundar su propia granja.
Le concedieron cinco acres (20.234 metros cuadrados), y ella compró doce esclavos a los que liberó de hecho: los trató como seres humanos, y les pagó por su trabajo más de lo habitual. Los plantadores blancos apenas les daban techo precario y comida escasa…

Pero empezaron a soplar vientos adversos.

Kingsley, secuestrado y preso hasta que adhirió a la rebelión patriótica: el levantamiento de los norteamericanos para anexar Florida a los Estados Unidos.

Pero eso no impidió el desastre. Los insurgentes, junto con indios de la tribu Creek, allanaron ciudades y plantaciones, y Laurel Grove y cuarenta de sus esclavos fueron copados.

Kingsley huyó: rumbo y paradero desconocidos.

Anna, jaqueada, negoció su escape, el de sus hijos y el de los doce esclavos, con España, dueña de la Florida.

Como parte del convenio, quemó la plantación, y también su recién nacida granja, para impedir que la tropa norteamericana se apropiara de sus bienes.

Terminadas las batallas, el gobierno español le otorgó un kilómetro y medio de tierras.

Otra plantación comprada por Kingsley en Fort Island, Florida, también fue pulverizada.

Anna, princesa africana, esclava, libre, rica y defensora de la abolición, tomó el timón del clan

En 1824, Anna tuvo a John, su cuarto hijo, con Kingsley, que a lo largo de esos años tomó otras tres esposas, esclavas, que le dieron dos hijos.

A pesar de todo lo invadido, quemado y hecho tierra rasa, en los años al frente de la plantación Laurel Grove, que manejó con sabiduría y sin crueldad, Anna se convirtió en una mujer de fortuna: 10 mil dólares por año, promedio.

Pero no alcanzó la paz definitiva. En 1839, instalada con Kingsley y sus tres primeros hijos en Fort George, cerca de Jacksonville, se vió obligada a emigrar a Haití por la amenaza de la política racial norteamericana en los estados del Sur.

La hacienda Kingsley, en Jacksonville, Florida, hoy es un museo abierto a las visitas turísticas
La hacienda Kingsley, en Jacksonville, Florida, hoy es un museo abierto a las visitas turísticas

Haití se asemejaba al paraíso. República negra independiente desde 1804, nació luego de la rebelión de esclavos africanos contra el gobernador francés.

Anna y Kingsley compraron un terreno gigante y levantaron una colonia agrícola… pero, hombre blanco al fin, a él se le prohibió la posesión de tierras.

Ergo, Anna quedó como dueña del negocio, y con todo a su nombre.
Kingsley murió en 1843, a los 78 años.

Anna, princesa africana, esclava, libre, rica y defensora de la abolición, tomó el timón del clan.

Compró más granjas, fundó una comunidad negra en Arlington, Jacksonville, y partidaria de la Unión (el Norte) contra los confederados (el Sur), liberó a sus esclavos antes del fin de la Guerra Civil norteamericana: 1861 a 1865.

Pasó sus últimos años con una de sus hijas. En paz por fin, pero odiada por los esclavistas.

Murió entre abril y mayo de 1870 –no se conoce la fecha exacta–, a los 77 años.

Yace en una tumba sin nombre el Cementerio Clifton, Jacksonville.

Sólo los cuidadores conocen el lugar.

Pero muy pocos preguntan por ella y por ese pequeño pedazo de tierra.

Por ella, que llegó –paradoja–, desde la sentina de un barco esclavista donde morían más de los que sobrevivían, a ser una de las terratenientes más poderosas de América.

Pero esa lápida anónima no es casual. Fue el precio de la indiferencia de sus hijos y la venganza de las leyes y la sociedad blancas.

Una larga mano de encapuchados del Ku klux Klan y de resentidos sin capucha que, cada tanto, vuelve a herir. Y a matar.

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