El aviso apareció un día de enero de 1896 en la sección "Varios" del diario Bristol Times&Mirror.
Pocas palabras: "Busco mujer respetable para cuidar a un niño pequeño".
El llamado era de Evelyn Marmon, una camarera de 25 años que había dado a luz a Doris, hija ilegítima, en una casi miserable pensión de Cheltenham.
Trampa del destino. Muy cerca de ese pedido, la oferta perfecta: "Pareja casada sin familia adoptaría un niño sano para vivir en agradable hogar de campo. Precio: 10 libras semanales. Señora Harding".
En realidad, la "Señora Harding" era Amelia Elizabeth Hobley, luego "Dyer". después de su boda con el obrero cervecero George Thomas Dyer.
Para aventar cualquier duda, Amelia le escribió una edulcorada carta a Evelyn: "Debería estar contenta de encontrarnos. Somos personas sencillas, hogareñas, buenas. Mi esposo y yo queremos mucho a los niños. No tengo un hijo, y conmigo su niña tendrá amor de madre".
Escollo. Evelyn no tenía 10 libras…
Le pidió a Amelia una rebaja, pero la mujer fue implacable: "un pago único, y por adelantado".
Por fin, reunido el dinero con sacrificio, Evelyn se encontró con el marido de Amelia. La sorprendió el aspecto tosco y la avanzada edad del hombre, pero sin sospechar, le entregó una caja de cartón con la ropa de Doris…, y el dinero.
Telón. Nunca más una noticia.
Pero Amelia Dyer no amó ni cuidó a Doris. La llevó hasta la casa de Polly, su hija, de 23 años, y la ahorcó con una cinta blanca.
Una semana después mató a Harry Simmons (13 meses) del mismo modo.
¿Quién era Amalia Dyer?
La menor de cinco hermanos. Nació en el minúsculo pueblo de Pile Mars, al este de Bristol. Su padre, Samuel Hobley, maestro zapatero. Su madre, Sarah, sin oficio.
Amalia aprendió a leer, a escribir, y se enamoró precozmente de la literatura, la poesía, la música.
Una infancia feliz, ensombrecida en 1848 por la locura de su madre a causa del tifus, y también por la prematura muerte de dos hermanas del mismo nombre: Sarah Ann. La primera, a los 6 años; la otra, a los 10 meses.
Amelia, huérfana, recaló en la casa de una tía, siempre en Bristol, y se empleó como aprendiz de un fabricante de corsets.
A los 24 años se casó con George Thomas… ¡de 59!, y empezó a estudiar enfermería. Pero conoció a la partera Ellen Dane, y esa relación abrió el camino hacia la tragedia…
Ellen era una asesina. Alojaba en su casa a mujeres jóvenes que habían tenido hijos ilegítimos, los adoptaba, y los sacrificaba.
Detectada por la policía, huyó a los Estados Unidos. Pero su sangrienta semilla germinó en Amalia, favorecida por una perversa decisión de la Inglaterra victoriana: la Ley de Enmienda de la Ley de Pobres, que liberó de toda obligación de pago y sostén a los padres de hijos ilegítimos. Ergo, las madres solteras sufrieron doble asfixia: el estigma social y el brutal trabajo en las fábricas –de hasta catorce horas diarias– para mantener apenas a sus hijos. Terreno amplio y fértil para los oportunistas, que empezaron a ofrecerse como "agentes de adopción o de crianza" a cambio de pago en cuotas o total y adelantado con tarifa única. La más alta, 80 libras. La media, 50. Y para las mujeres desesperadas y en la miseria, 5…
Ese atroz sistema generó atroces métodos. Los bebés pasaban hambre, y los más llorosos eran sedados con una mezcla de alcohol y opiáceos llamado "Cordial de Godfrey". Muchos murieron por narcotismo o desnutrición severa. Y en ese espeluznante cuadro, Amelia Dyer –para entonces madre de Mary y William–, se separó de su marido y eligió el crimen masivo, serial, como modo de vida y fortuna.
Por los primeros crímenes fue condenada a seis meses de trabajos forzados, "por negligencia". Un dislate jurídico que, luego de liberada, le permitió coronar su plan. Intentó terminar la carrera de enfermería, pero la interrumpió ante los primeros brotes de "inestabilidad mental y tendencias suicidas", según los diagnósticos.
Sin embargo, repuesta a medias gracias al láudano, del que abusó sin medida, retorno a la adopción y cría de bebés… con asesinato incluido.
Al principio les pedía a los médicos certificados de defunción. Pero luego de que la policía la indagara como sospechosa por la inusual cantidad de certificados, empezó a deshacerse de los cadáveres por propia mano.
Desde luego, el reclamo de los padres que exigían la devolución de sus hijos y la casi constante vigilancia policial la obligaron a mudarse continuamente de casas, pueblos, ciudades, y durante años, usar alias…
Pero la hora de la caída llegó, inexorable.
Fue el 30 de marzo de 1896, cuando un barquero encontró un extraño paquete flotando en el Támesis, a la altura de Reading (Nota: donde está la cárcel en la que fue confinado Oscar Wilde por homosexualidad, y que determinó su destrucción y pronta muerte en un hotelucho de París).
El paquete encerraba el cuerpo de una niña: Helen Fry.
El detective Constable Anderson descubrió en el envoltorio una etiqueta, que bajo el microscopio reveló un nombre: "Señora Thomas", y una dirección.
Todo apuntó a Amelia Dyer. Pero no la detuvieron: le tendieron una trampa. Una supuesta madre –un señuelo– la llamó para entregarle a su hijo…, pero en su lugar llegaron tres detectives que allanaron la casa. No encontraron restos humanos, pero el hedor a muerte, más las cintas blancas usadas para ahorcar, los telegramas sobre acuerdos de adopción, las boletas de empeño de la ropa de los niños, los recibos de anuncios en los diarios, etcétera…, todo a nombre de "Señora Thomas", fueron decisivos.
Dragado el Támesis, aparecieron seis cuerpos más. Entre ellos, los de Doris Marmon y Harry Simons.
Lo demás fue un trámite.
Amelia, como defensa, alegó locura.
No le sirvió.
En cuatro minutos y medio, el jurado la declaró culpable.
Alojada en la terrible cárcel de Newgate –una sucursal del infierno–, murió ahorcada el 10 de junio de 1896 a las nueve de la mañana, un minuto después de sus palabras finales:
–No tengo nada que decir.
Edad al morir: 59 o 60 años. Había nacido en 1836, pero no se encontró constancia de la fecha completa.
Para condenarla bastaron doce asesinatos confirmados.
Pero la reconstrucción de lugares, fechas, años de macabra tarea, pilas de certificados de defunción, denuncias de niños desaparecidos, sugirieron que la matanza pudo alcanzar entre 200 y 300 víctimas.
Una masacre imposible para una mujer, pero sí para un monstruo.
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