"El buen cazador no debe matar a un pájaro cuando vuela hacia él en busca de refugio"
(Antiquísimo dicho samurái)
Tiene, Chiune Sugihara, ya entrada la noche, los ojos cansados y las manos adormecidas, pero no cesa de llenar formularios de visas y sellarlos…
Corre 1940. Las hordas nazis avanzan. Chiune tiene un cargo, se diría, oscuro: vicecónsul en el consulado japonés en Kaunas, la capital de Lituania. Pero su misión tiene doble filo: burocracia y espionaje. El primero, las previsibles obligaciones de un cónsul. Nada excitante… El otro, informar a su emperador los movimientos de las tropas soviéticas y alemanas, y averiguar por cualquier medio si Hitler planea avanzar contra Stalin rompiendo el pacto de no agresión Ribbentrop–Molotov firmado el 23 de agosto de 1939: algo que sucedería en la primavera de 1941 con la puesta en marcha de la Operación Barbarroja.
Pero Chiune percibe otro drama. Miles de judíos que han escapado de Polonia y de las garras del führer creyendo que Lituania sería su salvación, quedan entre dos fuegos: las tropas del Soviet los arrestan, confiscan sus bienes, y no tardarán en mandarlos a morir en los campos de concentración.
Tienen pocas esperanzas y una idea fija: escapar.
Pero no es fácil. Estados Unidos y Gran Bretaña no aceptan más inmigrantes judíos que los habituales en tiempos de paz, y la Unión Soviética ordena que se cierren todos los consulados internacionales de Kaunas.
Una vez clausurados, la trampa será mortal para los miles de judíos que, desesperados, se agolpan ante la sede de Chiune, se cuelgan de sus balcones, piden de rodillas visas para escapar a Japón, que tiene una política neutral hacia los judíos…, pero con condiciones sine qua non: las visas sólo se les concederán a aquellos que cumplan una larga lista de exigencias, y demuestren tener una cantidad de dinero imposible para esos condenados sin remedio.
Son entre seis mil y ocho mil. Y Chiune, diplomático de carrera, fiel a su emperador y sus leyes, y obligado por los soviéticos a cerrar el consulado… ¡desobedece!
Frenéticos, día y noche, él y su mujer, Yukiko Kikuchi, empiezan a llenar los formularios de visado y repartirlos a riesgo de sus vidas. Cuando se acaban, siguen escribiendo visas a mano y las rematan con el sello del consulado.
Pero esa desobediencia no es la primera de su vida…
Nacido en Mino, Japón, el primer día de enero de 1900, y segundo de los seis hijos de Yoshimi Sugihara, clase media, empleado de impuestos, y de Yatsu, de clase alta samurái, está obligado por su padre a estudiar medicina, pero pierde adrede el examen: prefiere estudiar literatura inglesa en la universidad de Waseda, privada y de gran prestigio.
Otra desobediencia: abandona patria y hogar para estudiar diplomacia.
Y otra más: de familia budista, se convierte al cristianismo ortodoxo y se casa con una rusa blanca, de la que se divorcia en 1935 para casarse con Yukiko…
Además, y por si poco fuera, renuncia de un portazo a su alto cargo de viceprimer ministro de Asuntos Exteriores en Manchuria, "porque no puedo tolerar el maltrato de mis compatriotas japoneses contra la población china. Algo totalmente inaceptable…", escribe en su carta de despedida.
Y por fin, en esos tensos días lituanos de 1940 –los que van entre el 18 de julio y el 18 de agosto–, galopando contra el tiempo y el inexorable cierre de su consulado, decide entregar visas por su cuenta, ignorar los férreos requisitos, y extender visas de tránsito por diez días para Japón, puerto del que podrán partir a algún punto alejado de la guerra.
Es más: advierte la corrupción de algunos funcionarios soviéticos, y logra que otra partida de judíos y sus familias viajen hasta el confín del territorio ruso en el mítico tren Transiberiano, con estaciones finales el Vladivostok y Najodka… ¡pagando cinco veces más el precio del pasaje! Y de allí en barco hasta Kobe, donde hay una gran comunidad judía.
Por fin, el 4 de septiembre llega el ultimátum: cierre de la embajada. Para entonces, trabajando a veces hasta veinte horas por día, y muchas veces sin comer, Chiune entrega más de dos mil visas: la salvación de seis mil familias judías.
Pero aun sin trabajo y sin casa –él y su mujer vivían en el consulado–, no se rinde. Se lleva el sello, se aloja en un hotel, allí sigue haciendo y entregando visas, y cuando toma el tren que lo sacará de Lituania… arroja las últimas por la ventanilla, atrapadas por decenas de desesperados que corren junto a su vagón.
Diplomático al fin, lo destinan al consulado general de Praga, y más tarde a Bucarest, Rumania. Y allí, la historia cierra un círculo… Cuando las tropas soviéticas llegan a la ciudad, le cobran el precio de su desobediencia: un año y medio, con su familia, en un campo de prisioneros.
Liberado en 1946, vuelve a Japón con su mujer y sus hijos. Un año más tarde, el ministro de Relaciones Exteriores le pide la renuncia "por el grave incidente que usted protagonizó en Lituania".
Un periodista le pregunta por qué actuó a espaldas de la ley:
–Porque, como dice un viejo refrán samurái, "El buen cazador no debe matar a un pájaro cuando vuela hacia él en busca de refugio".
No es su única gran frase. Ante una pregunta similar, responde:
–Desobedecí a mi gobierno, es cierto. Pero si no lo hacía… desobedecía a Dios.
El periodista sigue:
–¿Espera justicia?
–No está en mi credo…
–¿Cuál es su credo?
–Entre otras cosas, "no esperes recompensas por tu bondad".
Pero antes de los tardíos reconocimientos, su vida de posguerra es durísima. Muy lejos de los lujos de la diplomacia, sin trabajo, en un Japón despedazado por la guerra, y muerto su hijo menor por las penurias sufridas en el campo de prisioneros, mantiene a su familia como vendedor, puerta en puerta, de bombitas de luz, como repositor de góndolas en un supermercado, y hasta en Moscú como simple empleado de una empresa.
Chiune Sugihara murió en Fujisawa, Japón, el 31 de julio de 1986.
Tenía 86 años.
Hace pocos días, en un artículo de The New York Times, el rabino David Wolpe, del Templo de Sinaí en Los Ángeles, durante una ceremonia en la que se descubrió una estatua de bronce –Chiune entregando visas a una familia de refugiados–, habló con su hijo Nobuki:
–¿Cómo era tu padre –le preguntó.
–Un hombre muy simple. Era amable, le encantaba leer, cultivar su huerto, y los niños. Nunca pensó que lo que hizo fue notable o inusual.
Tan poco "notable o inusual", que se calcula que gracias a sus visas, los judíos salvados se multiplicaron hasta 40 mil…
Israel lo honró un año antes de su muerte con el título Justos entre las Naciones, destinados a quienes salvaron vidas durante el plan nazi de La Solución Final: el exterminio de planetario de todo el pueblo judío. Un delirio criminal que terminó con una bala y una cápsula de veneno: el suicidio de Hitler y la segunda debacle de Alemania. Pero algo peor sucedió en ese búnker. Una atrocidad que refleja y explica la monstruosa ideología nazi. El primer día de mayo de 1945, Johanna Maria Magdalena Goebbels, la mujer del siniestro jefe de Propaganda Joseph Goebbels, antes de suicidarse junto a su marido… envenenó a sus seis hijos, "para que no crecieran en una Alemania derrotada".
En los días de la borrachera de triunfo, Hitler la consagró como "La mejor madre del Reich , y modelo de lo que debe ser una familia aria".
Los ocho cadáveres fueron quemados, y esparcidas al viento sus cenizas.
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