Por si todo lo anterior no bastaba, el casamiento de Isabel de Castilla, 18 años, con Fernando de Aragón, de 17, realizado el 19 de octubre de 1469, estuvo precedido de muchos otros obstáculos.
Al momento de celebrarse el enlace que le daría a España la unidad, Isabel y Fernando todavía no eran reyes, ni tenían garantizado el acceso a sus respectivos tronos. Ella rompió el tratado firmado con su medio hermano, el rey Enrique IV, por el que se comprometía a no casarse sin su consentimiento, como condición para eventualmente sucederlo.
Eran tiempos en que ser hijo de rey implicaba un destino azaroso: tanto se podía acabar sentado en el trono, como perder -literalmente- la cabeza o la libertad en las luchas dinásticas que solían desatarse con frecuencia entre las casas reinantes e incluso al interior de éstas.
Impaciente y preocupado porque no llegaba el heredero que necesitaba para estabilizarse en el trono, Enrique IV comprende que sus dos medio hermanos menores -Isabel y Alfonso- representan un peligro para él. Bien pueden los nobles levantiscos usarlos para conspirar en su contra. Al mismo tiempo, sabe que también puede usarlos él; por ejemplo, casando a Isabel con algún potencial aliado.
Decide entonces que le conviene tenerlos cerca y obliga a los dos jóvenes a vivir con él en la Corte. Para ambos hermanos esto equivale casi a la prisión. Son separados de su madre, arrancados de su ciudad y prácticamente encerrados en palacio.
Isabel afirmaba que se casaría con quien quisiera; pero no era un programa romántico, sino una determinación política
En esos años, Isabel rechaza varios proyectos matrimoniales de su hermano. Y llega a decir que se casará con quien ella quiera. Una declaración radicalmente audaz para la época. Pero no hay que tomarla como un programa romántico; no era la aspiración a un matrimonio por amor, era el reflejo de la conciencia política de Isabel, de la noción que tenía de su potencial y de la voluntad de servir a Castilla y a España. Admirable y precoz determinación: la adolescente que era entonces Isabel ya encarnaba el Estado al que deseaba servir.
En consecuencia, tanto empecinamiento en concretar esa boda con Fernando no era fruto de la pasión amorosa. Los novios ni siquiera se conocían. En cambio, compartían lo que hoy llamaríamos un "proyecto político": completar la unificación de España, uniendo sus reinos, y expulsando a los últimos moros de Granada, y centralizar el poder en manos de la Corona, limitando los privilegios feudales. La boda de Isabel con Fernando hizo posible la unión de Castilla y Aragón, el fin de la Reconquista y el descubrimiento de América.
Aquel día de 1469, la princesa Isabel avanzaba hacia su enlace convencida de la necesidad de reunir los dos reinos de la casa Trastámara. Ambos novios tenían referencias el uno del otro: ella sobre el valor de él en el combate; él, sobre la fuerza de carácter de ella y su buena formación.
El casamiento con Fernando era también para Isabel una liberación; dejaba atrás una situación en la que siempre había estado envuelta en intrigas de Corte y podría iniciar su propio camino.
El detalle del parentesco -los novios eran primos segundos- fue salvado con una falsa bula pontificia.
El matrimonio se consumó de acuerdo a la costumbre; con testigos que vieron la sábana marcada por la virginidad de la novia.
Según un testigo, Isabel era ‘muy blanca e rubia’ de ‘ojos entre verdes e azules’, con ‘las facciones del rostro bien puestas’
Ahora bien, según las crónicas de la época, el amor nació con el enlace y casi de inmediato: Isabel era atractiva y Fernando apasionado. Pese a su juventud, ya tenía dos hijos ilegítimos.
El cortesano Fernando del Pulgar describe a Isabel de este modo: "Era de mediana estatura, bien compuesta en su persona, muy blanca e rubia; los ojos entre verdes e azules. El mirar gracioso e honesto, las facciones del rostro bien puestas, la cara muy fermosa e alegre. Era muy cortés en sus fablas".
Así, casi en secreto, empieza la aventura de Isabel y Fernando. Todavía falta mucho para llegar al trono. Por años deben ir tejiendo alianzas. Dejarán de lado a los grandes nobles, los poderosos de la Corte; los conocen, los han padecido. En cambio, buscarán a sus colaboradores en la Iglesia y en la Universidad.
Es un camino largo y trabajoso pero que dará frutos cuando se abra la sucesión de Enrique IV.
Isabel y Fernando conformaron uno de los matrimonios más "igualitarios" de la historia. Un cogobierno casi perfecto. Cada uno fue consorte en el reino del otro. Isabel se empeñó siempre en marcar su territorio: la reina de Castilla era ella. Esto no dejó de traer algunos roces en la pareja.
Pero volvamos a la época del complicado casamiento de los futuros Reyes Católicos. Tanto Castilla como Aragón estaban convulsionados por guerras civiles, fruto esencialmente de la rivalidad de los nobles entre sí y de la propia inestabilidad de la corona; el Rey todavía era visto como un primus inter pares, lejos de la autoridad que progresivamente irían adquiriendo los monarcas europeos a medida que sus reinos iban entrando en la modernidad, con la consiguiente creación de instituciones estatales centralizadas. Esa será la tarea de los Reyes Católicos.
A eso se sumaba, en el caso de Castilla, la personalidad de Enrique, irreverentemente llamado "El impotente" -que lo era, en lo íntimo y en lo político-, que vivía permanentemente tironeado por los nobles que lo rodeaban.
El reino de Aragón había sido una potencia marítima importante, pero una expansión demasiado ambiciosa -su hegemonía se había extendido hasta Sicilia y más allá- lo había debilitado. Fue el rey Juan II, padre de Fernando, quien promovió el muy conveniente matrimonio entre Isabel de Castilla y su hijo. Conveniente para Aragón pero también para la unidad de España.
Castilla, más agraria y más feudal, estaba sin embargo conociendo una prosperidad creciente y acumulando energías para la expansión marítima.
Isabel, testigo de los débiles reinados de su padre y de su hermano, aspiraba a suceder a este último y no por mera ambición personal.
El historiador francés Pierre Vilar lo explica así: "Isabel representa el orden monárquico contra las turbulencias nobiliarias, la moralidad contra las costumbres degeneradas, la raza reconquistadora contra los judíos y los moros. En 1474, cuando muere Enrique IV, Isabel representa aun algo más: anuncia la unidad española, ya que desde hace cinco años está casada con el heredero del trono de Aragón" (Historia de España. Crítica, 2010).
Pero las cosas no eran tan sencillas. Enrique dejaba una heredera, de apenas 12 años, Juana la Beltraneja -así llamada porque se creía que no era hija del Rey sino de uno de sus favoritos, Beltrán de la Cueva- y enseguida se desataron nuevos enfrentamientos entre los partidarios de Isabel y de Juana, cuya mano había sido pedida por el Rey de Portugal.
La guerra civil era inevitable y es fácil ver que el triunfo de una u otra princesa marcarían dos caminos muy diferentes para España.
Enterada de la muerte de Enrique, Isabel no pierde tiempo. En un gesto que daría envidia a las feministas, sin consultar a su marido, se autoproclama reina de Castilla, respaldada por el favor de la opinión pública y de lo que se podría llamar las "clases medias": los nobles más pequeños -de entre ellos saldrán los conquistadores de América-, el clero intermedio y las milicias urbanas.
Juana la Beltraneja contaba por su parte con el apoyo de los grandes nobles, pero también de Portugal y Francia, poco interesados en la unidad de España. Del conflicto que se inicia, en el que Fernando juega un destacado papel militar, saldrá triunfante Isabel, es decir, "la España moderna (que) unirá las tradiciones de Reconquista de Castilla a las ambiciones mediterráneas de Aragón", escribe Vilar.
En 1479 se firma la paz con Portugal e Isabel es reconocida como reina de Castilla. Ese mismo año, Fernando es coronado rey de Aragón. Se sella así la unidad entre los dos reinos más poderosos de España.
Empieza entonces el trabajo de consolidar el Estado y el poder de la Corona, asegurar su supremacía sobre los nobles y las ciudades, para superar definitivamente las tendencias facciosas. Esto implicaba no sólo unificar institucionalmente el reino, sino reconstituir el patrimonio estatal recuperando propiedades y fuentes de ingreso apropiadas por los nobles.
Se unifican la lengua y la religión. Se consolida el dominio del territorio. Y se inicia la expansión ultramarina.
Empieza la aventura colonial. "De ahora en adelante, el espíritu de la Meseta pastoral y guerrera, y el del período de la Reconquista, van a orientar la historia de España", dice Pierre Vilar.
El reinado de Isabel y Fernando, aunque muy fructífero para España, no alcanzó a borrar todos los particularismos que la dividían. Al morir Isabel, los nobles castellanos le harán la vida imposible a Fernando y basta ver las aspiraciones independentistas renacidas hoy, cinco siglos después, en Cataluña (Aragón), para medir hasta qué punto la unidad había sido una audaz e inteligente empresa de dos jóvenes ricos en talento y voluntad.
El reinado de Isabel y Fernando es uno de esos momentos de la historia en los que las aspiraciones de los pueblos encuentran a referentes que las encarnan de modo superlativo. Lamentablemente para España, no duró mucho esa armonía y ya sabemos el efímero provecho que le sacó el reino a la conquista y colonización de América.
Isabel murió el 26 de noviembre de 1504, de cáncer al parecer. Tenía 53 años. Fernando la sobrevivió 12 años. Murió en 1516, a los 64.
Entre ellos hubo un perfecto acople político. Y si no fue amor, los unía sin duda un fuerte sentimiento. "Su muerte es para mí el mayor trabajo que en esta vida me podría venir…", dijo Fernando cuando murió Isabel.
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