El 10 de mayo de 1981, a sus 65 años, el socialista François Mitterrand asumió la presidencia de Francia, y dejó el poder catorce años después, el 17 de mayo de 1995. Será el presidente francés que más tiempo duró en el cargo.
Pero nada de eso habría sucedido sin la ayuda de una ignota monja francesa: Mitterrand estaba destinado a morir en un campo de prisioneros del nazismo.
En el mismo mes y año en que el líder socialista entregó los símbolos del mandato, monseñor Charles Molette, presidente de los Archiveros de la Iglesia de Francia, publicó el libro Sacerdotes, religiosos y religiosas de la resistencia al nazismo, 1940–1945.
Allí, en el capítulo III, apareció por primera vez el nombre de la monja vicentina Helena Studler…
Nacida en Amiens en marzo de 1891, su padre, alsaciano, se refugió en esa comarca para no perder su nacionalidad, ya que después de la derrota de Francia en la guerra franco–prusiana (1871), Alsacia–Lorena quedó en manos de Alemania.
En 1912, muertos sus padres, Helena, de 21 años, entra a la Compañía de las Hijas de la Caridad, y pronto es una "monja mariposa", como las llaman, por su gran tocado blanco –el cornette– que se asemeja a dos alas desplegadas que se agitan cuando el viento sopla con fuerza…
No tardó Helena en conocer el sufrimiento. Al sonar los primeros cañones de la primera gran guerra (1914–1918), por ser francesa la expulsan del Seminario de Belletanche, cerca de Metz, entonces dentro de tierra alemana.
Recién al terminar la guerra y con Alemania derrotada, pudo volver a Metz y entrar a servir en el Asilo San Nicolás.
Hasta 1939 vive años serenos: nada quiebra la paz de los claustros.
Pero apenas un año después, cuando las hordas nazis ya habían aplastado a Polonia, se enfrenta al espanto, a su bautismo de sangre, y también a lo que será su destino…
Metz es una filial del infierno. Cientos de prisioneros franceses –soldados y civiles– se arrastran por las calles, extenuados y hambrientos, hasta que las botas del Tercer Reich decidan hacinarlos en vagones y mandarlos a los campos de exterminio.
Los gemidos no cesan. Los heridos no resistirán mucho tiempo: morirán antes del pavoroso viaje…
Algún personaje de la Kommandantur (jefatura), acaso menos por piedad que por indiferencia, firma un permiso para que las monjas del asilo reciban donaciones (ropa, agua, comida, remedios) y socorran a los prisioneros antes de su calvario final en los campos.
Helena y sus compañeras, durante días, en cestas y en carritos, reparten cuanto tienen…, ¡hasta que otro gran espantajo de la Kommandantur cancela el permiso! Es decir, vuelve a encuadrarse en la coherencia del Mal…
Pero, sin siquiera sospecharlo, la bête noir que firmó la prohibición le abrió la puerta al ingenio y la compasión de la hermana Helena, que se preguntó y les preguntó a las otras monjas: "Si no podemos actuar aquí, ¿por qué no llevar las provisiones a los campos de concentración que están más cerca?"
Palabra y acción fueron lo mismo…
Helena convenció a cuatro panaderos para que hornearan panes de tres kilos durante la noche, fuera de la vigilancia de los guardias nazis, y trazó el mapa de los campos de prisioneros a los que llegarían… no sólo para alimentar y curar a esos desdichados: también, a todo riesgo, ayudarlos a escapar a las tierras francesas todavía libres. Los objetivos iniciales fueron Sarrebrück, Stuttgart, Mannheim, Nuremberg, Karlsruhe y Wiesbaden…
El cinco de octubre de 1940, Sor Didion, Superiora del Asilo San Nicolás, escribió en su diario: "La Cruz Roja de Ginebra ha enviado dos delegados para lograr que se les mejore la comida y se les reparta también ropa interior a los prisioneros. Sor Helena ha conseguido para el campo de Tréveris setenta y ocho jerseys, cuarenta calzoncillos, cuatrocientas bufandas, ciento cuarenta pares de medias y trescientos kilos de pan. Pero, ¿qué es todo esto para cuatro mil hombres? Se han hecho en París gestiones para socorrer más necesidades. Dos camiones llegan desde Nancy. Las hermanas marchan en ellos para repartir lo conseguido en Stuttgart, Nuremberg, Mannheim. En el Asilo San Nicolás se duplica el trabajo atendiendo a los evacuados que no han podido volver a sus casas, devastadas."
Ocho días más tarde llega a Metz otra caravana de fantasmas. Prisioneros civiles, curas detenidos en sus parroquias, estudiantes, obreros de fábricas, dementes… Hay muertes cada día, los entierros abruman aun más la dura tarea cotidiana, y muchos fugitivos se ocultan en el asilo para, cuando puedan y de puesto en puesto, llegar a las zonas libres.
Un caos, es cierto. Pero también la pantalla protectora que necesita Helena para llevar adelante su plan, que ya no es una tarea de francotiradora: es una increíble red de fugas, una línea de resistencia que alista a buenas almas sin distinción de clase: comerciantes, obreros, empleados, agricultores, curas, laicos…
Pero, ¿cómo se las compone, qué estrategias, astucias, trucos inventa Helena para evadir prisioneros? Una fórmula en partes iguales de seducción, audacia y buena suerte…
Trata de conseguir camiones bastante grandes que carga con ropa y víveres, y que llegada la noche sirven de vehículos de escape a quienes han podido burlar la vigilancia de los guardias nazis deslizándose por el barro, y a veces protegidos por la bruma o la niebla.
La seducción es más fácil. Bien se sabe que es común en los conventos que novicios y monjes aprendan refinadas técnicas para destilar licores: el Benedictine, por ejemplo, es el más perfecto del mundo. Y esa sabiduría, alcanzada también por Helena, le permite urdir toneles de licor que, al llegar a los campos, ofrece a los guardias…
Las libaciones más o menos abundantes nublan la vista de algunos, distraen a otros, alegran a todos, la vigilancia se relaja (ni el nazi más pintado es capaz de resistir dos o tres copas…), y hay final feliz: ¡nuevos prisioneros a salvo!
Y por último, el Factor 19: nombre que dan los militares a la suerte como clave de la victoria o la derrota.
Factor que hasta febrero de 1941 estuvo a favor de Helena, pero viró después hacia su peor cara…
Una fuga fallida puso sobre aviso a los mastines humanos de uno de los campos, y la heroica monja terminó en la sala de interrogatorios (léase "torturas") con su par Sor Cecilia Thil.
Padeció dieciocho sesiones de imaginable "fuerza persuasiva" durante tres días, y acabó recluida en un barracón mugriento.
Agotada, pidió –exigió– un médico, y se le concedió que la atendiera un nativo de Lorena. Sangre francesa. Y golpe de fortuna: diagnosticando que su vida pendía de un hilo, la mandó al hospital Bon Secours.
Salvó su piel, pero no el juicio ante un tribunal del Reich: condenada a un año de cárcel por conspiración contra el Reich… pero en el campo de exterminio de Sarrbrück: es decir, muerte segura.
La salva –paradoja– un médico alemán, alegando que estaba demasiado débil, grave, y la hizo internar en el Asilo San Nicolás. Entre su gente.
El siete de julio de 1941, por su frágil estado, el ejército ocupante la libera, imaginando que ya no es una enemiga peligrosa.
Pero Helena no cesa. Ayuda a fugarse al cura Maziers, futuro obispo de Burdeos, y a cuarenta y dos compañeros que alcanzan la libertad arrastrándose por las pestilencias una alcantarilla…
Entre ellos hay un joven teniente: François Mitterrand. Y más tarde logra el escape de Henri Giraud, que llegará a general y será hombre clave en la resistencia y la liberación de Francia, ocupada por los nazis desde junio de 1940.
Para entonces, Helena Studler, a la que llamarán "La Schindler francesa", lleva abiertas las puertas de la libertad a más de dos mil prisioneros sin otro destino que la muerte.
Pero no sin otro sobresalto. Tres policías del Reich disfrazados de civiles llegan al Asilo San Nicolás y piden hablar con la hermana Helena…, ¡que acaba de recibirlos! Pero no la conocen. Los hace pasar al recibidor y les dice que la llamará de inmediato. Le explica la situación a otra hermana, que los recibe… mientras ella escapa despojada de su hábito y con ropa de calle, como cualquier mujer.
Por supuesto, la otra hermana les dice a los visitantes que "Sor Helena no está en la casa".
En su diario, la abnegada vicentina escribió su capítulo final. Unas líneas también al filo de la navaja…"Los nazis, pensando que un jefe debe saber siempre en qué lugar están sus tropas, detuvieron a la Madre Decq, nuestra Superiora General, y la interrogaron acerca de mi paradero. Pero ella no lo sabía, y así lo dijo en cada interrogatorio en la cárcel de Sarrebrück. Se la llevaron el once de febrero de 1943, pero la liberaron poco después: el 29 de marzo. ¿Los policías se convencieron de su sinceridad? ¿Alguien intervino? Nunca lo supe. Lo cierto es que la abandonaron en Nancy, llegó a nuestra casa al atardecer del día siguiente, todas las hermanas las recibimos en doble fila, y en la iluminada capilla resonaba un vibrante Magnificat"
Pero el cáncer no le dio más tregua. Murió a fines de noviembre de 1944. Tenía 53 años. No llegó a ver el ya cercano derrumbe del nazismo, pero recibió en sus últimos días de vida un inesperado homenaje: el general Giraud, uno de los hombres que salvó, le impuso la Cruz de Caballero de la Legión de Honor, la Cruz de Guerra con Palmas, y una placa con esta leyenda: "Ha sido uno de los elementos esenciales de la Resistencia y uno de los pilares de la causa francesa en Lorena. Con peligro de su vida ha facilitado a más de dos mil soldados franceses y a numerosos lorenenses perseguidos por la policía, el poder escapar de los calabozos alemanes."
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