Catalina de Médici es un ejemplo temprano de que las mujeres pueden tener tanto instinto y talento para el poder como los hombres. Y en ocasiones más que los hombres.
Caterina Maria Romula di Lorenzo de Medici, única hija de Lorenzo II de Médici y Madeleine de La Tour d'Auvergne, sobrina del papa Clemente, fue una sobreviviente en el mundo de intrigas y luchas palaciegas que rodeaba a su célebre familia. Le tocó nacer, en 1519, en uno de los centros álgidos del equilibrio de poder del mundo de su época. Ese mismo año, murieron sus padres.
Debilitada Florencia, los enemigos de su familia quisieron ejercer en ella la venganza contra los Médici, pero la intervención de su tío la salvó del secuestro, violación y muerte a los 10 años de edad. El papa Clemente VII (Julio de Médici) la ocultó en El Vaticano y luego en un convento, donde Catalina recibió -con perdón del feminismo anticlerical de hoy- una educación amplia y refinada, que la convirtió en una gran conocedora de arte y filosofía.
Cuando estuvo preparada, a los 14 años como se estilaba en la época, el tío Clemente VII negoció la boda de Catalina con el segundo hijo de Francisco I°, rey de Francia y eterno rival del emperador Carlos V, que encontraba en esta unión varias ventajas: la consolidación de una alianza con el Papa, otro enemigo de Carlos V, una posible vía para ganar influencia en territorios italianos y un importante aporte pecuniario en forma de dote (los Médici eran muy ricos…).
Así cruzó la joven Catalina el Mediterráneo para llegar a Marsella donde el 28 de octubre de 1533 se celebró su boda fastuosa con Enrique, duque de Orléans, y en presencia del mismísimo Papa.
Enrique tenía la misma edad que Catalina, pero ya estaba profundamente enamorado de la aristócrata Diana de Poitiers, 20 años mayor que él y a cuyos brazos corrió nuevamente, apenas hubo cumplido con su deber de consumar el matrimonio con la joven Médici, todo debidamente certificado por el Rey y por el Papa.
Diana de Poitiers era dueña de una belleza que el tiempo no marchitaba: fue la amante de Enrique hasta la muerte de éste. Sólo entonces pudo Catalina alejarla del trono.
Pero volvamos atrás. Al año de casada, murió el Papa, su protector, y con él la alianza política y financiera entre París y el Papado. Catalina no era linda, pero tenía inteligencia y cultura. Y la suerte de que Francisco I°, su suegro, apreciaba esas cualidades y le tomó afecto.
Las cosas se complicaron cuando 3 años después, en 1536, el hijo mayor del Rey, Francisco, murió, al parecer tras un enfriamiento luego de un partido de tenis, aunque también se sospechó un envenenamiento.
Esto convertía al esposo indiferente de Catalina en heredero al trono y a ella misma en futura reina consorte. Pero lo que podía parecer una buena noticia no lo era tanto.
Extranjera, plebeya e incapaz hasta ese momento de darle un heredero a Enrique, Catalina viviría en peligro los siguientes años en la Corte de Francia: peligro de ser repudiada o acusada de tremendos crímenes, incluso de haber instigado la muerte de su cuñado.
Es en este punto donde empieza la novela del escritor y dramaturgo italiano Matteo Strukul, última parte de una trilogía dedicada a los célebres Médici (Los Médici. Una reina al poder, Penguin Random House): con una Catalina preocupada, presionada por el mandato de ser madre -en este caso un mandato sobre todo político-, sola en el mundo aunque gozando aún de la protección y simpatía de su suegro -pero ¿hasta cuándo?- y, por si no bastara, humillada por la presencia constante de Diana de Poitiers junto a su esposo Enrique, tanto en público como en privado…
Strukul construye el argumento de su novela sobre la base de lo que, para la historia, es sólo un rumor, de los tantos tejidos en torno a la enigmática figura de Michel de Nôtre-Dame, o Nostradamus, el astrólogo, médico y boticario francés, posiblemente un converso de origen judío, célebre por sus Almanaques y Predicciones.
Cuando, diez años después de su boda, Catalina empezó a engendrar un hijo detrás de otro, hasta llegar a nueve, algunos dijeron que se debió a la influencia de Nostradamus que, mediante medicina o brujería (que por entonces solían mezclarse bastante y atraer cada tanto la celosa atención de los inquisidores) logró que la Médici superara una infertilidad peligrosa para su suerte.
Matteo Strukul cuenta por lo tanto la historia de cómo Catalina se vinculó con Nostradamus, una relación probada pero cuyos detalles el autor imagina ya que lamentablemente no existen demasiados registros históricos. El arte consiste en llenar esos huecos de modo coherente con los personajes, los usos y costumbres de época y los acontecimientos históricos. Strukul sale airoso de esa prueba y estructura un relato atrapante que logra intrigar aunque conozcamos el final, quizás no alcanza la hondura psicológica de un Maurice Druon (Los reyes malditos) o de un Heinrich Mann (La juventud del Rey Enrique IV y La madurez del Rey Enrique IV), pero el personaje Catalina resulta más que convincente.
Hay que decir que la vida de esta Médici es fascinante y polémica. No olvidemos que sobre ella pesa la probable responsabilidad en la llamada Noche de San Bartolomé (agosto de 1582), una feroz masacre de protestantes que se inició en París y se extendió a todo el reino. Los historiadores polemizan aún sobre hasta dónde fue todo responsabilidad de la entonces Reina madre -en el trono estaba su hijo Carlos IX-, porque a Catalina le tocó ejercer la autoridad directa o indirectamente en una complicada etapa de la historia de Francia. Ella no era una fanática católica, por años intentó mediar y acercar posiciones con los hugonotes (protestantes), pero esa grieta estaba además atravesada por otras ambiciones políticas, dinásticas y territoriales.
De hecho, la masacre de San Bartolomé se desata la noche en que Catalina celebraba la boda de su hija Margarita (la célebre "Reina Margot" de la novela muy fantasiosa de Alejandro Dumas) con Enrique de Navarra, un protestante que, ironía del destino, llegaría al trono tras la muerte de todos los hijos varones de Catalina. Este Enrique es el que habría pronunciado la famosa frase "París bien vale una misa", ya que para acceder al trono tuvo que convertirse al catolicismo [de paso, es muy recomendable el film Henri IV, de Jo Baier, con Julien Boisselier en el rol principal, y basado en el libro Heinrich Mann, que recrea toda esta etapa].
Para algunos, Catalina era nada más que una cínica intrigante que la misma noche que casaba a su hija con un protestante, masacraba a todos los amigos de su yerno. Pero antes de esa horrible jornada, ella había hecho varios esfuerzos por conciliar las posiciones y encontrar un statu quo aceptable para todos. Esos esfuerzos fracasaron sucesivamente y Francia se desgarró en esas guerras religiosas por largos años.
En todo caso, la historia se tomó revancha: la dinastía Valois, que Catalina parecía haber asegurado con su inmensa prole, se extinguió, y su yerno, Enrique de Navarra, fundó una nueva: la de los Borbones, que no sólo duraría hasta comienzos del siglo XIX sino que se extendería a España donde todavía "reina".
Volviendo a Nostradamus, lo que para muchos está acreditado es que el hombre predijo la muerte del esposo infiel de Catalina, en una justa en la que fue lanceado por un rival. Una muerte que convirtió a la Médici en Regente y la mujer más poderosa de Francia, poder que supo ejercer incluso más plenamente que sus tres hijos que sucedieron en el trono. Y también cobrarse los agravios de Diana de Poitiers que a sus 60 años seguía reinando en el corazón del Rey. Lo primero fue impedirle acercarse al lecho de muerte del soberano; lo segundo, echarla del Castillo de Chenonceau…
Catalina era una mujer inteligente e instruida, no por ello menos atraída, incluso dependiente, de adivinos y astrónomos. Nostradamus no fue el único en tener influencia en su entorno. Una tendencia que, a lo largo de la historia, se ha manifestado una y otra vez en los hombres y mujeres de poder.