"La guillotina tradicional es un armazón de dos montantes verticales unidos por un travesaño que sostiene en alto una cuchilla de acero con forma triangular"
Esta helada descripción de manual aún admite más datos. El travesaño se llama chapeau (sombrero). La cuchilla de acero con un lastre de plomo de 60 kilos, mouton. El cepo de dos medias lunas de la parte inferior, fenêtre. Detrás hay una plancha de madera que opera como báscula.
Una ejecución tarda menos de un minuto…
Como bien se sabe –o se cree–, la guillotina está asociada a la Revolución Francesa (1789), y a Francia hasta 1981, año en que el presidente François Miterrand abolió la pena de muerte… Pero se usó en el Reino Unido, Bélgica, Suecia, Italia y Alemania hasta bastante avanzado el siglo XX.
En realidad, la costumbre –¿y el deleite?– de cortar cabezas –cuellos, en verdad– y separarlas del cuerpo viene de lejos. Con espada y/o hacha (el instrumento predilecto de Enrique VIII y otros tantos reyes de la rubia Albión, por ejemplo…).
La simple mirada sobre ese instrumento, especie de catafalco, estremece. Se asemeja a un monstruo, un fantasma, una sombra demoníaca, y el brillo de la cuchilla, a una moderna versión de La Señora de la Guadaña…
Sin embargo, los reinos y países que la adoptaron lo hicieron… "por consideraciones humanitarias bien fundadas": textual justificación de algunos científicos.
Se comprende: frente a la hoguera, el desmembramiento, la horca o la combinación hanged, drawn and quartered (ahorcado, arrastrado y descuartizado, práctica inglesa) o la lenta flagelación en la picota hasta la muerte del condenado, la guillotina parece una versión aumentada del bisturí…
Aumentada y perfeccionada científicamente. Porque al principio, la hoja era recta, y su corte, horizontal: un error de diseño que algunos cuellos resistían más de una caída, y la macabra ceremonia debía ser repetida.
Por fortuna, en nombre de la piedad, y luego de varias pruebas en ovejas y cadáveres, alguien comprendió –¡eureka!– que la cuchilla exigía la muy civilizada forma de menor a mayor. Garantía de corte perfecto "y sin innecesario sufrimiento" (otro textual de varios expertos…).
Con amplio folleto explicativo: "El reo es acostado sobre la báscula posterior y empujado al trangallo o cepo, donde su cuello queda aprisionado. El verdugo acciona un resorte, y la cuchilla cae sobre el cuello separando la cabeza del tronco a la altura de la cuarta vértebra cervical. La cabeza, ya separada, es recogida en una bolsa de cuero. No en una canasta, como se ve en algunas películas".
¡Ay!, el cine, siempre exagerando…
Monsieur Guillotin
Vamos llegando al meollo de la cuestión: al cirujano francés Joseph Ignace Guillotin, diputado de la Asamblea Nacional, que la recomendó en octubre de 1789 para las ejecuciones en reemplazo de otros métodos tradicionales… y no menos espantosos.
En realidad, el buen doctor no inventó la guillotina –máquinas similares se conocían desde el siglo XIII en Alemania, Escocia, Inglaterra… y los estados pontificios.
Pero por siempre cargará con el estigma de ese nombre, ligado y repetido hasta el agotamiento y los miles de litros de sangre derramados durante la Revolución Francesa.
Fue, en cambio, el mentor de su perfeccionamiento, a cargo del secretario de la Academia de Cirugía, el doctor Antoine Louis, que le encargó la tarea a un hombre muy alejado de la muerte: el fabricante de clavicordios Tobias Schmidt, un alemán que se hizo asesorar por el hombre indicado: su amigo Charles–Henri Sanson…, ¡el verdugo de París!
Logrado el cometido –la máquina perfecta–, la Asamblea Nacional, unánime, explicó que "se adopta el uso de la guillotina para que la pena de muerte sea igual para todos, sin distinción de rangos ni clase social".
Terrible, pero democrático: hasta ese día, sólo los aristócratas gozaban del privilegio de pena de muerte sin agonía: decapitación limpia con espada o hacha, ejecutada por verdugo profesional de larga trayectoria…
Los demás, los plebeyos, que sufrieran el mayor tiempo posible, a cielo abierto y para la diversión del público.
El primer guillotinado en Francia fue Nicolás Jacques Pelletier, asaltante de caminos, el 25 de abril de 1792. El último –10 de septiembre de 1977–, Hamida Djandoubi, un inmigrante tunecino que asesinó a su ex novia…
Pero en plena Revolución, la cuchilla cayó sobre 1.120 almas en la Place de la Concorde: ¡vaya nombre para tal ordalía!
Por años, por siglos, corrió una leyenda muy tentadora: el doctor Guillotin fue el primer ajusticiado por su máquina.
Falso: murió de carbunclo el 26 de marzo de 1814, en la paz de su hogar…
Famosos sin cabeza
María Antonieta. Llegó a Francia el 16 de abril de 1770, apenas a sus 14 años, para casarse con el rey Luis XVI: alianza diplomática con Austria. Gastó a manos llenas. Ante un reclamo popular de pan (muy escaso), se le atribuye esta frase:
–¿No tienen pan? ¡Que coman tortas!
La guillotina se encargó de acallarla…
Luis XVI. Odiado por su vida fastuosa pagada con los impuestos del pueblo, antes de poner su cabeza en el cepo pidió decir sus últimas palabras:
–¡Soy inocente!
Y la cuchilla terminó con su cuello real.
Maximilien Robespierre. Abogado, escritor, político, líder de la Revolución Francesa y cruel dictador que impuso el terror como arma de su dictadura, fue condenado por la Convención. Lo mató la misma máquina que usó para eliminar a sus enemigos. Lo enterraron en una fosa común.
Charlotte Corday. Asesinó a Jean–Paul Marat de una puñalada mientras éste se bañaba en una tina con agua y azufre para combatir su sífilis. Ambos fueron personajes de peso en la Revolución. Ella murió guillotinada.
Louis de Saint–Just. Mano derecha de Robespierre. Lo llamaban "El ángel del terror". Persiguió y condenó a muerte a decenas de revolucionarios. Aniquiló a gran parte de la nobleza. Y terminó, obviamente, decapitado por su máquina favorita.
Antoine–Laurent de Lavoisier. Uno de los grandes científicos de la historia. Revolucionó los conceptos de la química. Sabio inmerso en su trabajo a indiferente ante la Revolución, fue acusado de un delito –tal vez por venganza– y murió decapitado en 1794.
Jacques–René Hébert. Editor del periódico "Le Père Duchesne" (giro que alude al trabajador común), su pluma mandó a la muerte a un gran número de enemigos. Fue un vocero de la guillotina. Acusado de traición, su cabeza rodó en 1792.
Georges–Jaques Danton. Uno de los padres –y gran personaje– de la Revolución. Enfrentado a la Convención Nacional, murió en la guillotina el 5 de abril de 1794. Su último grito:
–¡Muestren mi cabeza al pueblo! ¡Merece la pena!
Claude Fauchet. Sacerdote de rol muy importante en la Revolución. Abogó por la democracia y la igualdad de derechos. Dijo públicamente: "Las muertes no son necesarias". Por esas palabras lo acusaron de traidor. Subió a la guillotina el 31 de octubre de 1793.
(Post scriptum. Ruego al lector. Si no le gustó esta nota… ¡no pida mi cabeza!)
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