Coyoacán, México, 28 de mayo de 1940, tres de la tarde. León Trotsky lee un texto por encargo: un joven comunista español, Ramón Mercader del Río, se ha hecho pasar por estudiante de Letras y le pide opinión.
Pero mientras el arquitecto de la Revolución Permanente recorre las primeras líneas, Mercader, por detrás, le hunde en la cabeza un pico de mango corto. La herida, de siete centímetros de profundidad, es letal. Trotsky muere en un hospital a las ocho de la noche del mismo día…
En Moscú, a casi once mil kilómetros del crimen y al enterarse, José Stalin celebra con champagne, bebida que prefiere por sobre el vodka.
Se ha cumplido su orden.
No mucho antes, y después del largo exilio de Trotsky por medio mundo, le ha dicho a Pável Sudoplátov, el Número Dos de la Sección Exterior del Politburó, máxima fortaleza del poder político:
–Ha hecho bien en huir. Su fracción ya no tiene ninguna figura relevante. Muerto él, se acabó el problema…
No sólo lo condena a muerte: la ordena sin palabras directas, y su interlocutor pone en marcha el mecanismo.
Stalin, "el maravilloso georgiano", como lo llamó Lenin antes de advertir su infinita ambición, ya no tiene límites. Es el amo absoluto, y a precio de sangre –millones de muertos– más grande y uno de los más ricos del planeta.
Cuando Lenin, padre indiscutido de la Revolución de 1917, lanza su desafío, es demasiado tarde. Ha dicho que "Stalin es demasiado brutal, y ese defecto, perfectamente aceptable en nuestro medio y entre comunistas, es inaceptable en un secretario general. Por lo tanto, propongo a los camaradas que encuentren un modo de revocarlo, y de nombrar en su lugar a un hombre que no se le parezca en nada".
Palabras al viento…
Pero la rivalidad, el odio, el desprecio entre Trotsky y Stalin es una de las salvajes contradicciones del comunismo: esa dictadura asfixiante que reinó en Rusia y sus satélites –La URSS– durante siete décadas, hasta que el hartazgo y las piquetas derribaron el Muro de Berlín: la última e insostenible cárcel a cielo abierto que fue el sector alemán del Este…
Porque ambos hombres, a pesar de sus diferencias de cuna, de carácter, de cultura, de acción…, querían lo mismo: el derrumbe del zarismo y su criminal régimen de aristócratas millonarios y campesinos muertos de hambre.
Lev Davídovich Bronstein (Trotsky era el nombre que adoptó de uno de sus carceleros) nació en Iankova el octubre de 1879.
Iósif Vissariónovich Dzhugashvili (Stalin significa "hombre de acero"), en Georgia, apenas un año después.
Trotsky era hijo de ricos terratenientes judíos. Stalin, hijo de un zapatero pobre, violento y borracho.
Trotsky lo tenía todo: gran planta física, distinción, elegancia, mujeriego con éxito sin par… y los necesarios fanatismo y crueldad para liderar a las masas a pesar de la duda de Stalin: "¿Cómo un hombre así puede atraer al pueblo?"
Stalin, en cambio, no tenía nada. Fue un chico de la calle forjado a golpes: peleas callejeras, y hambre muchas veces.
¿Su aspecto?: en las antípodas de Trotsky. Corpulento, de andar pesado, el brazo izquierdo más corto que el derecho, cara picada de viruela, piel grisácea, ojos amarillos (como de gato…), y habla lenta y monótona: el peor enemigo de la persuasión. Sin embargo, muy inteligente –brillante alumno del exigente Seminario de Tiflis–, y seductor de damas mucho más exitoso de lo imaginable.
En cuanto a la acción, también agua y aceite. Trotsky era un hombre volcánico, irreflexivo a veces, que jugaba muy fuerte todas sus barajas. Stalin, por oposición, un paciente fumador de pipa, reflexivo, metódico, ensimismado, distante… Una fiera agazapada esperando el momento de saltar sobre su presa…
Y en el centro de ambos, la piedra basal de la revolución: Vladímir Ilich Uliánov (Lenin), el Rey Sol de la Revolución. De aquellos diez días que conmovieron al mundo, como tituló el periodista norteamericano John Reed su inmortal crónica de esa explosión que dividió en dos al mundo, y en más de un sentido, lo cambió, más allá del derrumbe final.
Murió demasiado joven: en 1924, a los 58 años, y ya muy deteriorado por un par de ataques cerebrales. De haber vivido más, acaso hubiera podido cambiar en algo el rumbo de la historia…
Desde luego, Trotsky y Stalin abrevaron –como antes Lenin– en "El Capital", la obra mayor de Karl Marx. Pero la lucha por el poder los dividió en tirios y troyanos, en Montescos y Capuletos.
Aquella frase de Lenin ("¡Todo el poder a los soviets"), que englobaba a campesinos, soldados, trabajadores de todas las ramas, lejos de unirlos, los dividió para siempre. La lucha por el poder pudo más. Stalin se erigió en líder absoluto de los bolcheviques, y Trotsky en su igual de los mencheviques.
Más allá de los infinitos matices y complejidades del proceso revolucionario, Stalin quería revolucionarios profesionales disciplinados por y para Rusia: la dictadura del proletariado. Trotsky, en cambio, un partido de masas no demasiado organizado, y el triunfo de la Revolución Permanente. Según él, una acción del proletariado no limitada a un país sino internacional, porque "sólo sobrevivirá si triunfa en las naciones más avanzadas", escribió.
Los dos sufrieron cárceles, deportaciones y largos exilios. Los dos lograron escaparse de sus cárceles. Los dos abandonaron a sus mujeres y a sus hijos en aras de la revolución.
A pesar de que el PC (b) –Partido Comunista bolchevique– no termina de digerir el poder de Stalin, lo juzga un hombre tosco y de pocas luces, y no comprende el apoyo de Lenin… Stalin va urdiendo su poder –que será omnímodo– con actos cada vez más violentos. Por ejemplos, las expropiaciones en masa de tierras, que Lenin –siempre atento a la alcancía del partido bolchevique– aplaude…
Y más aun. A la manera de las juventudes hitlerianas, arma una banda de matones, amigos suyos desde la infancia, e imponen un régimen de terror: robos a mano armada, asesinatos, saqueos de comercios, destrucción de bienes, atesoramiento de rublos…, mientras Trotsky empieza a ser una sombra. Un ave solitaria en el mapa del marxismo leninismo.
Al hombre de la eterna pipa sólo le faltaba la última y gran oportunidad… ¡y la tuvo! La Segunda Guerra Mundial. Su unión con los aliados. El invierno ruso, golpe mortal para un nazismo sin destino, y hasta el lujo del soldado soviético que izó la bandera roja de la hoz y el martillo en lo más alto del Parlamento Alemán.
Stalin murió de hemorragia cerebral el 5 de marzo de 1953, a los 74 años.
Una teoría asegura que fue envenenado.
En sus casi cuarenta años de reinado absoluto, Rusia pasó de país agrario a segunda potencia industrial del mundo. A precio altísimo. Entre deportaciones, fusilamientos, purgas, confinamientos en gulags, cárceles de las que nadie volvía, su paranoia –ver enemigos en cada rincón– mató a más de diez millones de almas. Otros juran que a veinte…
Sus defensores argumentan que "Stalin recibió un país que trabajaba con arados de madera, y que en 1961 puso al primer hombre en el espacio: Yuri Gagarin".
¿El fin justifica los medios?
La más conmovedora respuesta a ese dilema la dio el gigantesco escritor Fiodor Dostoyevski. Caminaba junto a un amigo y vio a unos chicos jugando en la calle. El amigo le preguntó:
–Si para que triunfara esa revolución de la que tanto hablas tuviera que morir uno de esos niños, ¿lo aceptarías?
–¡Jamás!
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