Léo Major fue el primero de una larga serie de 13 hermanos. Hijo de franco-canadienses, nació en 1921 en Massachussetts, Estados Unidos, y cuando tenía menos de un año todos se mudaron a las afueras de Quebec, Canadá. Como consecuencia de una pésima relación con su padre, a los 14 años fue a vivir con una tía. El trabajo sobraba, y los lujos escaseaban.
Valiente, justo y dispuesto a todo, cuando cumplió 19 años, en el verano de 1940, no dudó: se alistó entre los voluntarios canadienses que lucharían por la libertad y el futuro de Europa, amenazada por Adolf Hitler y el fascismo italiano. También movilizado por un poco de aventura.
Especialidad: francotirador, uno de los mayores aportes de Canadá, durante la Segunda Guerra Mundial. De ese país salen los mejores. Se unió a una unidad de Infantería del Ejército y partió rumbo al vacío, sin pensarlo demasiado.
En junio de 1944, tras casi cuatro años combatiendo, perdería su ojo. Fue durante el reconocimiento de Carpiquet, Normandía, Francia. Ese pueblo debía ser liberado por las tropas aliadas. Allí, semanas después del Día D, un soldado alemán le lanzó una granada que le explotó a pocos metros. Perdió un ojo y comenzó a llevar un parche. El mismo que lo marcaría para siempre, pero con el que continuó luchando por la libertad.
Pero no fue la única vez que casi muere. En una misión de rescate de soldados británicos, en la frontera entre Alemania y Holanda, su camión pisó una mina terrestre. Léo voló 15 metros. Su cuerpo quedó maltrecho: un brazo roto, tres vertebras y sus dos tobillos quebrados, de acuerdo al relato que el hijo Denis Major realizó a The New York Times.
Sin embargo, su tenacidad y sentido de la responsabilidad no le permitieron quedarse postrado en un hospital en Bélgica, donde había sido trasladado para curarse y volver a casa. Pero eso no sucedió. El valiente héroe escapó del centro médico, visitó a una novia y se unió nuevamente a su unidad.
Su hijo recordó lo que su padre solía decirle respecto a esa decisión que para muchos pudo haber sido irresponsable o temeraria. "Yo era un francotirador. Todavía tenía un buen ojo y todavía podía disparar". Nada lo detendría.
Pero el heroísmo de este joven soldado no terminaría allí. Todavía restan más historias al pergamino de este Rambo a fuerza de coraje y voluntad que fue redescubierto ahora por las autoridades canadienses, tras décadas de haber ignorado sus hazañas en el terreno.
En octubre de 1944 le asignaron una misión casi suicida. El Primer Ejército de Canadá debía limpiar el camino de nazis para permitir que las demás fuerzas aliadas tomaran el estratégico puerto de Antwerp. Fue durante la llamada Batalla de Scheldt.
Major, quien ya había demostrado destreza en ser sigiloso y detallista, fue asignado para ser la avanzada en la toma de un cuartel alemán. Nadó con su fusil y sus otros pertrechos por unos horribles canales en absoluto silencio. Nadie lo detectó. Se acercó a su objetivo e hizo su trabajo: mató a dos centinelas nazis. Luego se encargó del jefe del campamento. Y minutos después, en absoluta soledad, hizo prisioneros a los 93 soldados alemanes que dormían en sus barracas.
Los condujo, uno a uno, en fila, hacia donde estaba el resto de la compañía canadiense, a pocos cientos de metros. Nadie podía creer lo que sus ojos veían en esa noche que comenzaba a ser fría en Holanda.
Ganada su fama de ser especialista en este tipo de misiones, aceptó con gusto una segunda. Fue en abril de 1945, cuando la guerra estaba en sus capítulos finales, pero aún era sangrienta y sus momentos claves para torcer el destino.
En la oscuridad de la noche, Léo se infiltró en Zwolle, una ciudad infestada de nazis que debía ser recuperada. Lo hizo con su mejor amigo Willie Arsenault. Ambos tenían como objetivo el reconocimiento de los puntos claves del lugar. Un trabajo de inteligencia.
Pero lo impensado sucedió. Arsenault fue asesinado por dos alemanes. Sin pensarlo, Major los ajustició de inmediato. Y como homenaje a su amigo caído, decidió continuar solo en la misión.
Pensó qué podía hacer. Y actuó. Logró adentrarse en la oficina del militar nazi a cargo de la toma de la ciudad. Caminó hasta su oficina y lo engañó: "La ciudad está rodeada de tropas canadienses". El oficial, sabiendo que las posiciones de su país caían diariamente, no dudó demasiado. El relato de quien tenía frente a sí era verosímil y quería seguir viviendo.
Lo convenció. No sólo de eso, sino de que les dijera al resto de sus hombres que evacuaran Zwolle de inmediato, antes de que cayera en manos aliadas, porque no podría garantizarle su supervivencia. Salió del edificio caminando y se dirigió a puntos estratégicos del centro de la ciudad para simular señales al resto de su ejército.
Antes de convencer al oficial nazi de que la ciudad caería, en absoluta soledad había lanzado granadas, disparado a soldados, y finalmente incendiado el edificio de la Gestapo. Había generado una situación de caos en una ciudad cuya libertad era inminente y se sentía en el aire.
Con la ayuda de miembros de la Resistencia, a quienes había contactado antes, tomó prisioneros a 50 nazis. Otros huyeron. Pero la ciudad -de 50 mil habitantes por entonces- había sido recuperada. El hombre con un parche en el ojo lo había conseguido. Era "apenas" un soldado, un francotirador con una capacidad superior.
Pero no regresó a casa. Continuó en Europa un tiempo hasta que finalmente resolvió dar la vuelta al mundo. Nuevo destino: Corea, donde había otra guerra en la cual combatir. Ganó una medalla. Ya no llevaba la cuenta. Esta vez fue por recuperar una colina que estaba repleta de soldados chinos, apoyo de los coreanos del norte.
Regresó, finalmente, a su Quebec natal cuando su calendario marcaba los 33 años. Tenía demasiadas heridas en el cuerpo y vivió el resto de su vida de una pensión militar en una casa en Montreal. Pero no fue hasta 1069 cuando comenzó a contar su experiencia en la Segunda Guerra Mundial.
Sus relatos eran increíbles. Pero todos certificados, no sólo por la historia, sino por los relatos que hicieron sobre ellos los vecinos de Zwolle, quienes aquel año lo fueron a buscar para homenajearlo en un aniversario de la liberación de la ciudad. Su esposa y sus hijos no podían creer las misiones que había emprendido en soledad. Estaban frente a un héroe de carne y hueso y no lo sabían.
"Peleé en la Segunda Guerra Mundial con un solo ojo. Y lo hice bastante bien", diría en alguna oportunidad.
Poco a poco comenzó a relatar su vida. Parecía maravillosa. Digna de una superproducción de Hollywood. Pero también -junto con las hazañas- les narró sus temores, sus miserias. Esas que lo mantenían muchas veces apartado, perdido. Pensando. Léo sobrevivió a los disparos, a la crueldad nazi y a las granadas, pero no lograba librarse de las pesadillas que le remarcaban cómo había tenido que disparar con su rifle a adolescentes. Fue su mayor castigo del que nunca pudo librarse. ¿Una maldición?
Léo Major murió en Montreal en 2008. Tenía 87 años. Su historia, 10 años después, lo vuelve inmortal.
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