Lo único que esperan los médicos es que el generador de energía tenga combustible almacenado, incluso si no es suficiente para el frio invernal que entra por las ventanas sin vidrio y las pocas paredes del hospital que no fueron derrumbadas.
El centro de salud fue el único que permaneció abierto cuando las tropas rusas invadieron Izium en marzo, a principios de la ocupación. La ciudad volvió a estar en manos del gobierno y tropas ucranianas en septiembre, durante una contraofensiva que asestó un duro golpe a los objetivos bélicos y al prestigio militar de Moscú. Los carteles que rodean todo el complejo hospitalario advierten sobre las minas que desaparecen una por una a medida que los ucranianos limpian cada pedazo de tierra. Las cicatrices de lo que sucedió aquí, en los edificios y en las personas que brindaron y recibieron atención, tardarán mucho más en sanar.
Los fallecidos fueron puestos en la parte de atrás; la morgue. Esta permanece sin luz y con un olor que es fuerte pero no fatal; las autopsias cuando comenzó la guerra eran imposibles y hasta ahora todavía lo son, y el personal esta a punto de renunciar porque ya no tiene sentido seguir trabajando ahí.
Los muertos necesitan menos electricidad que los vivos. Además, las sombras en la morgue enmascaran los agujeros en el techo de las balas del soldado checheno que perforaron el cuello y el estómago de un patólogo del personal, que se desangró frente a sus colegas. En el otro extremo del recinto hospitalario está la estación de paramédicos, también sin electricidad. El jefe de paramédicos apenas se atreve a hablar de los seis meses bajo la ocupación rusa, cuando cada día traía nuevos horrores.
El edificio que sirvió como hospital militar ruso quedo abandonado; las botellas que dejaron de licor vacías estan esparcidas con dibujos para levantar el animo, y los uniformes manchados de sangre estan tirados por el piso y las camillas ensangrentadas contra las paredes. El grupo de médicos, enfermeras, paramédicos y patólogos que se quedaron durante la ocupación encontraron formas de acomodar a los rusos entre ellos porque se veían a sí mismos como la única esperanza de salvar vidas en una ciudad que rápidamente se llenó de enfermos y heridos.
Serhiy Botsman quiere olvidar amargamente esos días, los dias de su vida como paramédico. Cuando un pequeño gato se enrosca alrededor de sus tobillos, su mirada se vuelve dura ante el recuerdo de una mujer gritando mientras yacía indefensa debajo de dos cuerpos. Sus heridas finalmente le quitarían la pierna, una amputación realizada en la cirugía del sótano.
Pero al menos sobrevivió. El ojo interior de Botsman se fija en los intestinos derramados de un niño de 6 años, que le suplicaba que ayudara a su madre. Ni la madre ni el hijo sobrevivieron al día.
“No hay nadie que quiera venir a relevarnos”, dijo. “Estoy cansado. Estoy tan cansado. Durante siete meses nadie ha venido a ocupar nuestro lugar. ¿Y cómo podría irme sabiendo que nadie vendrá a ayudarnos? Los trabajadores de la morgue tenían un papel que desempeñar cuando fallaba la formación médica, asegurándose de que los muertos no fueran olvidados en una ciudad a la que habían huido muchos de sus amigos y familiares, donde una fosa común estaba marcada con números, no con nombres.
El Dr. Yurii Kuznetsov, cirujano traumatólogo, también lucha contra sus recuerdos. Vio heridas de bombas, balas y metralla, y en personas que llegaban pidiendo ayuda con heridas que no explicaban pero que parecían tortura.
“Es como un francotirador cuando le preguntan si puede ver en sus sueños a todas esas personas quehan muerto. Podes volverte loco de esa manera”, dijo, los círculos oscuros debajo de sus ojos se profundizaron. Ya no tiene un hogar intacto al que regresar: las bombas se aseguraron de eso.
Hasta julio, Kuznetsov simplemente vivía en el sótano del hospital. Dos camillas sobre ruedas y una cama baja servían como mesas de operaciones. La habitación estaba tan fría que “para inyectar las soluciones, teníamos que calentarlas contra nuestro cuerpo”, recordó. El electricista que lograba mantener las luces encendidas con un generador diesel era tan importante como el cirujano en el precario ambiente.
“Todos estábamos terriblemente deprimidos de vez en cuando. Lloramos. No queríamos hacer nada”, dijo Kuznetsov. “Con cada persona salvada, con cada vida salvada, la confianza (de tener razón) de haberme quedado aquí. ... Estámos convencidos de que no todo fue en vano”.
Cuando los bombardeos disminuyeron y las fuerzas rusas asumieron el control firme de Izium, encontró una casa improvisada fuera del recinto del hospital y trasladó las cirugías a la planta baja.
Ahí es donde todavía trabaja, en la única ala con paredes razonablemente sólidas y ventanas intactas. Cuando el termómetro desciende por debajo del punto de congelación, espera volver a trasladar todo al sótano, donde la temperatura es fría pero estable. El recuerdo de la muerte de Fedir Zdebskyi atormenta al personal del hospital que sobrevivió a la ocupación rusa. Zdebskyi era un patólogo dedicado que se negó a permitir que su pierna ortopédica lo retrasara, según Valentyna Bachanova, una colega que presenció su muerte.
Zdebskyi conducía su Volkswagen a través del lote lleno de baches del hospital para llegar a la morgue y catalogar a los muertos, a pesar de la guerra en el vecindario, dijo Bachanova. Un día, un soldado checheno decidió que quería el auto para él y rechazó la oferta de Zdebskyi de llevarlo.
“Estoy durmiendo en el suelo húmedo por tu culpa”, dijo el soldado.
Zdebskyi perdió los estribos después de un breve intercambio con el soldado, quien se identificó como Ahmed y dijo que había estado en guerra durante todos sus 26 años. “Vos tienes la culpa de venir aquí. Llegaste a mi tierra; Viniste a matar y robar aquí”, dijo el patólogo, según Bachanova y otro colega en la sala. Las últimas palabras que escuchó fueron del checheno: “Tu vida sigue en mis manos”. Y luego cinco tiros: dos en la cabeza, dos en el estómago y uno en el techo. Zdebskyi tenía 70 años.
Lo último que escucharon los testigos de su muerte fue que su cuerpo fue llevado al otro lado de la frontera a Belgorod, en Rusia. El oficial al mando del soldado vino a tomarles declaración, pero más allá de eso, no saben qué pasó con el hombre que mató a Zdebskyi.
“Él siempre se preocupó. La gente moría, pero él se preocupaba por sus hijos, parientes, madres. Siempre decía: ‘Este es el hijo de alguien, el padre de alguien, el esposo de alguien’”, dijo Bachanova, suspirando profundamente. “Bueno, por supuesto, no tiene sentido tratar de probarle nada a un hombre con un arma”.
(Con información de AP)
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