Cinco almas atadas de manos y pies en un sótano de un campamento de verano y otras cientas repartidas por las calles del Oblast de Kyiv. Decir que eran o mejor dicho son “civiles” queda corto, podría ser cualquiera, gente común, con sueños, familia, amigos y con un futuro por de delante, que ahora yacen sin vida sobre el asfalto en los alrededores de la capital ucraniana.
Vivir, ver, oler, pisar, sentir todo eso es algo que no se le podría desear ni al mayor de los enemigos; pero al parecer de eso se trata la guerra, un panorama tan atroz que no entra en la cabeza de nadie, cosas que solo se ven en películas de terror, hechas por gente despiadada.
“Papá, papá”, llora desconsoladamente Daria, en el cementerio principal de la ciudad de Kyiv, donde ya no entran más muertos, mientras 3 jóvenes militares armados con un destornillador cierran el cajón donde yacen los restos de su padre que fue asesinado por manos de los rusos en la ciudad de Irpin. Serguei, había decidido aferrarse a su hogar, y termino aferrándose al final de su propio destino en este infierno. Un rostro desfigurado, delicadamente maquillado para tapar el horror ante sus familiares que lo velan a cajón abierto antes de ser cremado. Entre niebla, frio y una leve llovizna se llevan el cuerpo sin vida, lo suben a una camioneta y se dirigen a las chimeneas donde el humo negro no cesa. Acto seguido, sin darle tiempo al silencio que queda en esa sala donde se despiden las almas, entra otro cajón, otra familia y todo vuelve a empezar.
Mientras tanto, en Irpin, se “vive”, por decirlo de alguna forma, una tensa calma.
Una bandera ucraniana agujereada por las balas, un puente destrozado por un bombazo que pasa sobre un rio de agua verde y una fila de 300 metros de autos totalmente calcinados donde viajaban huyendo como podían de aquel calvario los habitantes de Irpin, ahora dan la bienvenida al noroeste de Kyiv.
Entre restos de artillería, tanques destrozados y una ciudad completamente devastada e inhabitada, los militares ucranianos buscan minas que aparentemente los rusos dejaron antes de retirarse, una especie de garantía para que su ausencia no sea un impedimento en seguir causando estragos. En una de las plazas, a metros donde hace unas semanas jugaban los más pequeños de la ciudad, ahora se encuentran bajo una rudimentaria cruz y un montículo de arena, los restos de Maria Sharapova. Al lado suyo, un cráter, lo que uno de deduce ser el impacto del misil que le provoco la muerte y sus pertenencias desparramadas debajo de un banco de aquel parque; un perfume, peine, elementos de cosmética, ropa interior, pastillas y no mucho mas.
Gente que “huye”, qué palabra difícil de usar para definir la decisión tan compleja que el pueblo ucraniano toma ante la llegada del ejercito de Putin. Gente que, en definitiva, escapa y esto da alusión a un acto de cobardía, que para nada es así y ha quedado claramente demostrado por la fortaleza y tenacidad con la que se ha resistido. Familias enteras que deben dejar todo atrás, literalmente todo, y salir en cuestión de horas con las bombas pisándole los talones. La vida se vuelve efímera en este contexto, no está garantizada pero aun asi se aferran a eso, con la esperanza, de algún día, capaz, poder regresar. Regresar a un panorama desolador, donde nada quedo en pie, ni donde nada volverá a ser como lo conocían.
Algunos se quedan, como Valeriy Belyachenko, un hombre mayor de 84 años, residente de la ciudad de Bucha, ubicada junto a Irpin. Dato irrelevante dado que en el infierno no hay direcciones ni fronteras, el panorama simplemente empeora a medida que uno se adentra mas y mas siguiendo las huellas de los tanques marcados con una “V” o una “Z”. Después de una recibida alegre y plagada de emociones, luego de que el ejército ucraniano retomara el poder de la región, Valeriy muestra su casa, que se ha reducido a restos de columnas, muebles y un hueco en la fachada que dejo el misil que cayó en su cama. Es el lugar que el habita, el lugar donde vio con sus propios ojos la avanzada de los tanques rusos y se convirtió en vecino del horror. En la esquina, cadáveres de sus compatriotas asesinados a sangre fría sin razón alguna por el enemigo.
A escasos minutos de ese panorama, cinco bolsas de plástico negras, ocho casquillos de bala, una foto de la hija de alguien en una cartera, comida de militares rusos y unas escaleras que llevan a lo mas crudo del inframundo, se encuentran cinco cuerpos maniatados y desfigurados con signos evidentes de tortura. Más “civiles” asesinados y el contador sigue girando.
En Kyiv la situación pareciera se más alentadora, hay un tímido regreso a la cotidianidad, donde sus habitantes hacen el intento de continuar sus vidas como pueden entre retenes y fachadas destruidas. En los comercios los empleados atienden con una sonrisa forzada que se difumina a los pocos minutos de uno cruzar la entrada, y todo recuerda constantemente a lo que este pedazo de tierra azul y oro esta atravesando. En caso de que alguien se le ocurra olvidarse por unos minutos, ahí están las sirenas que suenan a cada hora anunciando que lo peor esta por venir nuevamente.
Al llegar las 09:00am, las campanas de las iglesias suenan y los fieles ortodoxos ingresan a las pocas, pero imponentes catedrales alumbradas tenuemente por velas y repleto de imágenes de santos que se encuentran abiertas en la capital.
Con 29 centro religiosos bombardeados según se reportaron hasta los primeros días del mes de abril, entre tanto horror y desconsuelo, el pueblo ucraniano se atrinchera en la religión en búsqueda de paz. Mayormente mujeres de una edad avanzada se congregan para cantar alabanzas y mirar al cielo, en búsqueda de algún ser querido que perdieron en el frente, esperanza en que el contexto actual termine lo antes posible o alguna respuesta que explique lo inexplicable de lo vivido en las ultimas semanas. Horas más tarde, llegan militares fuertemente armados, prenden veladoras y regresan a sus tareas.
Chicos aferrados a sus peluches, los acarician y miman como si fuera su más preciado tesoro, es lo único que les queda, lo último a lo que aferrarse en este mundo de adultos. Acompañados mayoritariamente únicamente por sus madres, se dirigen a las fronteras mas cercanas dejando lo conocido que ya no es reconocible para nadie, y a sus padres que debieron quedarse para empuñar un arma en el frente de batalla. Llegan a polígonos industriales convertidos en centros de ayuda humanitaria, estaciones de tren y plazas en búsqueda de asilo después de horas y horas parados a la intemperie en los cruces fronterizos. Al llegar a destino, ya no hay metralla, sirenas, bombas, las únicas explosiones son las de burbujas de jabón lanzadas por voluntarios procedentes de todas partes de Europa dispuestos ayudar en esta crisis migratoria que hacen lo posible por robar sonrisas.
Esta historia pareciera no tener fin, cada día que pasa en este calvario una nueva página se escribe, con más muertos y más desplazados de sus hogares, edificios que estaban en pie son alcanzados por misiles dejando barrios, pueblos y ciudades completamente devastadas y escenas de terror salen a la luz a medida que el ejército ucraniano recupera sus territorios.
Es un no acabar, el sol cae sobre los escombros, otro día termina y las sirenas antiaéreas retumban por cada rincón de las ciudades habitadas por aquellos que deciden quedarse a luchar y defender su territorio, mientras tanto, la vida pasa a ser subterránea, para algunos en los bunkers mientras que para otros, con otra suerte, en las fosas de los cementerios.
Fotos: Franco Fafasuli
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