“El llamado del rocanrol”, el cliché que algunas generaciones escuchamos de nuestros primos, tíos o papás, hasta hermanos mayores, es esa espinita en el cerebro, o el oído que al escuchar apenas un acorde, tararear una melodía o seguir el ritmo con las palmas nos hace esbozar una sonrisa de oreja a oreja; en los casos más extremos, agarrar nuestras mochilas y emprender rumbo al concierto de la banda que nos da un vida, consuelo, esperanza o inspiración.
Desde la oscuridad que envuelve al escenario, los todavía más oscuros -de personalidad- miembros de Interpol, como siempre, pulcros en sus trajes, camisas y corbatas, se reencontraron con los sobrevivientes de la pandemia por COVID-19 que alejó a todos, músicos o fanáticos, de los conciertos en México y el mundo.
No es poca cosa, la resistencia no fue solamente a la enfermedad, nos alejaron del arte en todas sus expresiones físicas, del contacto con la gente más allá de las cuatro paredes en nuestros hogares, y lo hay quienes perdieron también sus trabajos, o peor aún, a sus familiares, amigos y conocidos. Tragedias que hoy vienen a encontrar consuelo en el Palacio de los Deportes. Entre propios y extraños que idolatran, sienten, interpretan y disfrutan a los neoyorquinos.
No sé si Paul Banks, Daniel Kessler y Brad Truax lo tengan presente, si a cada minuto saben que alguien en el público ha encontrado alivió en los riffs de C’mere o en la melancolía de All The Rage Back Home, y la emotividad tras Evil. Porque así lo parece ante el desfile de grandes éxitos para grandes fanáticos.
“Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvimos aquí, y siento que han pasado varias vidas”, se sinceró Banks, guitarrista y vocalista, en un español tropezado, pero bien entrenado desde las primeras veces que pisaban escenarios mexicanos, allá por la primera década de los dosmiles.
Pero no hay mejor respuesta a la interrogante que hacer todo dentro de sus posibilidades para que la velada se realizara sin contratiempo, luego de confirmar que su baterista se sintió mal horas antes de abordar el escenario. Frenar no era una opción, los capitalinos llegaron desde horas tempranas y pusieron resistencia al sol, al calor y a la contaminación con tal de tenerlos enfrente, poder tocar sino sus cuerpos, sus miradas. Al auxilio, un baterista emergente tomó la batita de los ritmos con maestría y aunque extrañados de no ver a Sam Fogarino en su instrumento como desde hace 20 años, lo disfrutaron igual.
En sus baquetas, además, tenía el completo control del esquema visual: cinco escalones lineales de luces led y lámparas que se movían según la base rítmica de Interpol ordenaba, coordinados tal vez de manera fortuita con nuestras piernas, caderas, brazos y cabelleras. Alimentó el espectáculo de luces un mosaico de flashes orquestado por las gradas del Domo de Hierro cuando asomaba una melodía lenta.
Musicalmente son milimétricamente fieles al disco que interpretan. Sobrios, concentrados, inamovibles, casi adheridos a sus dos metros cuadrados de escenario, hacen apenas unas modificaciones, nuevos arreglos o juguetean las cuerdas con libertad. También demuestran impulsos de baile, pero el zapateo se inhibe el virtuosismo de las manos. Desean, necesitan, quieren, esperan que todo lo salido del sonido local sea perfecto.
Su atrevimiento es más bien el sonido animal que concibieron desde su álbum Turn on the Bright Lights y que han madurado a lo largo de los años hasta Marauder, su más reciente material de larga duración. Identificable a kilómetros. Que nos hace cómplices de un deseo incontenible de entregarnos a las pasiones del rock neoyorquino.
Las heridas, por ahora, encontraron consuelo, hasta alegría, en una noche de música dentro de un famoso Domo de Hierro en plena Ciudad de Deportiva que tras escupirnos al manto estelar, y el frío de una noche que nos exige continuar la fiesta, cerró sus puertas hasta la próxima vez que necesitemos a Interpol para sanar el pensamiento.
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