Miguel Bosé y el viaje de caza al África en el que casi muere: adelanto de su libro de memorias

Infobae publica un capítulo de “El hijo del capitán trueno”, de Editorial Espasa, en el que el músico y actor cuenta la difícil relación con su padre, el torero Dominguín

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(Foto: Instagram/@miguelbose)
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Un paseo por Somosaguas

A partir de mis siete años, casi cada fin de semana de buen tiempo, ensillábamos caballos y dábamos clases en el picadero de la parcela de al lado, la que más tarde habitarían los Sainz, con el profesor de equitación Santiago Alba, que, además de entrenador, se encargaba del cuidado de los caballos del tío Manolo Prado, los que montábamos, y de mi appaloosa, Tiberio. Ponerle ese nombre fue toda una conquista. Cuando mi padre me preguntó quién era Tiberio, haciendo un esfuerzo inmenso para superar su imponencia y mi timidez, le conté que Tiberio era el segundo emperador de Roma de la dinastía Julio-Claudia, que reformó las leyes militares de su tiempo, bla, bla, bla... Y según iba relatándole la historia, mi padre, pasmado y sin poder quitarme los ojos de encima, llegando al momento de contarle lo hermosas que eran las villas que construyó en la isla de Capri, a la que a mamá tanto le gustaba ir, escorando la cabeza me interrumpió con un: «Ya basta, mico. ¿De dónde sacas tú todo ese conocimiento?», y le respondí que de los libros.

—Me han contado que lees mucho, ¿no es así?

—Sí, papá, me gusta mucho leer.

—¿Y de dónde vienen todos esos libros?... De la librería del salón, ¿no?... ¿Sabes que está prohibido entrar en el salón?... ¿Sabes que leer tanto es malo?... ¿No te gusta más montar a caballo?

—También... pero un poco menos.

—¿Y cazar?... ¿Por qué no te gusta cazar?... Si no te gusta cazar, ni pescar, ni nada de esas cosas... dime tú cuándo voy a estar yo con mi hijo... ¡Tiene que gustarte, Miguelón!... Tienes que hacerme el favor de que te guste o voy a empezar a pensar que no eres mi hijo... porque de mí... por ahora, que yo sepa... no has sacado nada... Mira, Miguelón... los hombres tienen que hacer cosas de hombres entre hombres... como las mujeres hacen las suyas entre ellas, ¿lo entiendes?... Montar a caballo, ir de cacería, pescar y más adelante otras que ya te iré contando... Estoy deseando que cumplas doce años para que te fumes el primer cigarro, ¡coño!... El año que viene... si te entrenas con el rifle bien pero que bien... te llevo de safari un mes entero, tú y yo solos, a la selva de Uganda o a Mozambique... ¿Te gusta la idea?... ¡Ya verás qué bien nos lo vamos a pasar pegando tiros y cazando animales!... ¡Y bañándonos en los ríos llenos de cocodrilos y de hipopótamos!... Ahí sí, que te guste o no... voy a conseguir hacer de ti un hombre, ¡pero vamos!... como que soy tu padre.

Cuando abordó a mi madre con lo del nombre del caballo, le dijo muy preocupado: «Lucía, me han dicho que el niño lee, que lee mucho, sin parar, y que se queda hasta altas horas de la madrugada bajo las sábanas con una linterna, y que luego en clase se duerme». Y mi madre le preguntó que cuál era el problema con que yo leyese, y él le contestó: «¡Maricón, Lucía, el niño va a ser maricón!... ¡Seguro!».

A mi madre no le cabía en la cabeza que su marido, siendo todo lo que era, esa figura tan internacional y de formas exquisitas, fuese tan poco evolucionado en ciertos temas básicos y vitales. Le parecía retrógrado y muy paleto, sin hablar de lo machista.

—Deja que lea todo lo que le dé la gana, Miguel... ¿No quieres que estudie carrera y que sea abogado?... ¡Pues por la lectura se empieza!

Sin haberla escuchado y anudándose la corbata, le anunció que me llevaría consigo en su próximo safari, y mi madre le contestó que ni hablar, que sobre su cadáver, que solo tenía nueve años y que ella me conocía bien y que no había nada que me espantara tanto como pegar tiros, matar animales, incluso cualquier tipo de insecto, desde moscas a mosquitos, y que, además, era un cagueta.

«El niño no ha nacido para esas cosas tan rudas, el niño es más de darle a la cabeza que de hacer gimnasia», y, en efecto, tenía razón. Pero al año siguiente, con diez años recién cumplidos, fuimos de safari a Mozambique un mes entero, desoyendo a todos.

Era mediados de junio de 1966. Embarcamos de Madrid a Lisboa por la mañana y, antes de irnos, en casa, mi madre me entregó un cuaderno y un bolígrafo para que llevase un diario de todo lo que viese allá en la selva (animales, paisajes, gente, etcétera) y de lo que nos pasase (aventuras, observaciones, historias de campa- mentos...). Me pidió que se lo trajese de vuelta, como un regalo para ella, y me lo hizo prometer.

En su cara había mucha tristeza y mucho enfado, una expresión que desconocía. Me abrazó como sabía que a mí me gustaba durante un tiempo largo, y yo a ella, sin quererla soltar. En ese momento deseé que hubiese encarado a mi padre diciéndole que había cambiado de opinión y que a su hijo no se lo llevaba nadie. Sentí que estaba asustada, que no se fiaba de él. Se me quedó mirando un rato largo a los ojos y, sujetando mi cara entre sus manos, me dijo: «Todo va a estar bien, Mighelino, todo va a estar bien», y me volví a abrazar a ella.

La Tata me metió en el bolsillo unos caramelos y una estampita del Cristo de Medinaceli, su devoción, a quien me había encomendado. Le pidió a mi padre que me diese de comer bien y que me defendiese de los leones y otras bestias, y él le contestó que justo a eso me llevaba, mandaba cojones, a que cazase mi comida y a que aprendiese a defenderme solo de todo, que rodeado de tanta mujer nunca me iba a hacer un hombre y acabaría siendo una Mariquita Pérez.

La Tata sabía que su frase no era una boutade, y se irritó tanto que le amenazó con maldecirle hasta el final de sus días si algo me pasaba. Se quedó muy preocupada.

Por último, el doctor don Manuel Tamames entregó a mi padre un frasquito con unas píldoras chiquitas y le explicó que era quinina y que debíamos tomar una cada quince días, es decir, tan solo dos más aparte de la que tocaba al subir al avión, tres en total, y «que no se te olvide Luis Miguel, son contra el paludismo, y me da igual si tú no te las tomas, pero al niño se las das religiosamente o te mato». «Que sí, que sí, que no te preocupes Manolo, que no se me olvida, cómo se me va a olvidar, tan irresponsable no soy», le aseguró mi padre. «Te lo advierto, que como el niño se enferme, se nos va, y te estoy hablando muy en serio, se nos muere». Y le miró muy de frente, sin cara de broma.

Nada más subirnos al avión, mi padre se metió las pastillas en el bolsillo y no sé qué haría con ellas, pero jamás me dio ninguna. En Lisboa nos esperaba Simoes, el cazador profesional que solía acompañar a mi padre en todos sus safaris. Era un portugués mozambiqueño de ojos claros, pelo ondulado y cabeza muy grande. Era amable y siempre de buen humor. Me dijo que me cuidaría y que en las partidas de caza me pegase a él, que nunca siguiese a mi padre porque estaba un poco loco.

Mi padre durmió profundamente desde el despegue, y tras yo qué sé cuántas horas y horas ensordecedoras e interminablemente aburridas, por fin aterrizamos en Lourenço Marques, la entonces capital de Mozambique. Los miedos que me habían acompañado desde que dejara Madrid, y que me rondaron la cabeza durante todo el vuelo, desaparecieron nada más aterrizar en África.

Era mi primer gran viaje, probablemente el más largo que recordase de entre todos los recorridos cabalgando a lomos de mi dedo por los atlas de mi colección. ¡África y el océano Índico! Mis sueños empezaban a ser atendidos.

Durante aquel mes estuvimos en tres diferentes campamentos. Uno en la selva, rodeado de pantanos, otro en la sabana y el último improvisado e instalado en la ribera de un río. En el primero mi padre intentó que una bellísima nativa de dieciséis años, de ojos muy blancos que resplandecían a la luz de la hoguera desde el fondo de su negrura, me iniciase a la hombría. Simoes se lo quitó de la cabeza diciéndole que no era el caso de que, por una tontería, el niño acabase contagiado con alguna enfermedad, que los nativos estaban inmunizados a todo lo que nosotros no. Pero como mi padre insistía con la gracia, Simoes le propuso que se fuese él con la chica a ver si tenía narices y mi padre, a quien no había que retarle con asuntos de mujeres, la agarró del brazo y se la llevó a su cabaña. Simoes se sentó a mi lado y al brillo de las llamas empezó a contarme antiguas historias de cazadores, fascinantes y prodigiosas, para distraerme de los asuntos a gritos que estaban ocupando a mi padre. De inmediato, supe que él me iba a proteger, lo supe dentro de mi corazoncito. Aquellos relatos inauguraron mi «Diario de África».

A los pocos días fuimos a cazar hipopótamos, y como no hacía pie en aquellos pantanales, me subieron a hombros de un porteador hasta llegar a la choza de apostamiento entre cañizales. Durante el trayecto, mis piernas, que de rodilla para abajo estuvieron siempre dentro del agua, se plagaron de sanguijuelas, decenas de ellas, colgando como flecos que ni noté al pegárseme. Me picaron muchos mosquitos, muchísimos y de todos los tamaños, y fue ahí donde, con toda seguridad, agarré el paludismo, lo que hoy se conoce por malaria.

Y sin pastilla de quinina, que mi padre no me diera por descuido y olvido, la enfermedad fue lentamente incubándose y para mediados del segundo campamento, en el que nos cruzamos con la tía Paquitina y el tío Fausto, los Blasco de Madrid, también de safari, yo ya estaba visiblemente enfermo. Tan mal aspecto tenía que la tía Paquitina le dijo a mi padre: «Luis Miguel, este niño tiene muy mala cara, ¿qué le pasa?». Sin darle mayor importancia, le respondió que «el niño no se adapta a lo que se come aquí, que no para de vomitar, y que si sigue así se va a quedar escuchimizado y se va a enfermar, ya se lo he dicho». «¿Le estás dando la quinina?» Y mi padre dijo que no, que eso era una mariconada que no servía para nada, y la tía Paquitina le respondió lo mismo que le dijo el doctor Tamames en Madrid, que si él no quería tomarse las pastillas,que allá él, pero que al niño se las diese o que se moría antes de volver a España, a lo que mi padre cerró la discusión replicando que lo que yo tenía no era malaria sino mamitis, y que o espabilaba o no me volvía a traer de safari. Los Blasco abandonaron el campamento seriamente preocupados, con una terrible angustia de corazón, pero ahí quedó zanjado el tema.

En las expediciones diarias, todos íbamos en fila india durante largas horas bajo un sol de justicia y cuidando muy mucho dónde apoyábamos nuestros pasos. Muy pronto, las caminatas se me fueron haciendo cada vez más duras, pero jamás protesté, no quería decepcionar a mi padre. Hasta que en una de ellas me desplomé, sudando y tiritando, blanco y frío como la tiza. Recuerdo entreabrir los ojos y ver a mi padre en pie junto a mí, a contraluz, reanimarme con la punta de su bota y decirme: «Venga, no seas nenaza, levántate y camina como un hombre y déjate de mareos o te vas a enterar lo que es uno de verdad del tortazo que te voy a meter, y basta ya de tonterías». Me tiró encima de la cara su sombrero con desprecio para repararme del sol, o así lo entendí, y girando talones, le vi alejarse, contrariado y agotada su paciencia. Pensé que tal vez, al no darse trofeo, la estaba perdiendo. Pero no. La había perdido conmigo.

En ese preciso instante, me rendí para siempre. Entendí que nunca conseguiría estar a la altura de sus expectativas, que él nunca estaría orgulloso de mí porque era débil, que nunca iba a quererme, que yo no era el hijo que él esperaba que fuera, y ahí, con diez años, tirado en medio de África, decidí que para qué esforzarme más. Me sentía muy mal, muy triste, muy solo, muy enfermo y tiré la toalla, no aguanté. Simoes se inclinó, me levantó del suelo, me cargó en sus brazos, y no me acuerdo de más.

Al día siguiente, como si nada hubiese pasado, mi padre me despertó y me obligó a proseguir. Una rama suelta de un espino salvaje me enganchó el párpado derecho con una de sus espinas y me lo desgarró entero hasta dejármelo colgando por un hilo de piel. Cegado por la sangre, entré en pánico y mi padre enfureció. Mandó rápido que me pusieran un parche, que la caza no esperaba. Para tranquilizarme, me dijo: «No te preocupes, solo el noventa y nueve por ciento de la gente a la que le pasa eso, muere», y partido de la risa debido a no sé qué gracia, se incorporó y ordenó proseguir. Mis fuerzas estaban ya por debajo de los límites y Simoes, que empezaba a perder la calma y a disgustarse con mi padre por la forma con la me trataba, le pidió al más fuerte del grupo de porteadores que repartiera su carga entre los demás y que se ocupara solo de mí. Me agarré a su cuello y, exhausto por la calentura y la debilidad, empecé a desvariar.

Pero las desgracias se sucedían, no acababan. Debido a las violentas diarreas que me ocupaban el día entero, empecé a deshidratarme y me convertí en el fastidio al que constantemente había que hervirle agua que darle con sal y azúcar u otras infusiones de hierbas que los nativos conocían para frenar las fiebres cada vez más altas. En una de las idas a la letrina del campamento, un hoyo cavado en la tierra sobre el que te acuclillabas y que hasta no llenarse no se tapaba con tierra para abrir uno nuevo al lado, me picó un alacrán y durante unos días estuve bajo morfina. Agradecí al cielo y al Cristo de Medinaceli que la alianza del veneno del bicho y de aquella medicina que tanto me hacía delirar, me proporcionaran una tregua, un alivio temporal en medio de tanto constante malestar.

En el tercer campamento, levantado a la sombra de un árbol de ramas anchas, a orillas de un río, no recuerdo si fue que de pronto me sentí algo mejor o si mi cuerpo encontró por un tiempo la manera de convivir con la enfermedad, pero sin aviso, dispuse de suficientes fuerzas para seguir al paso y sin ayuda de nadie, la expedición que debía llevarnos al gran trofeo, el elefante.

Mi padre ni se percató del milagro. Por aquel entonces ya hacía tiempo que se había arrepentido de haberme llevado de safari, me consideraba un estorbo y me lo hacía penar a diario. Dejó de ocuparse de mí y le pasó la carga a Simoes, quien se preocupaba por mi estado de forma casi obsesiva. Para mi padre dejé de existir.

Si me dirigía la palabra, era para darme una orden. Me convertí en su hijo invisible y recuerdo haber llorado ríos y ríos deseando volver a casa. Lo único que me ligaba a ella y a mi madre, a quien desesperadamente echaba de menos, era mi «Diario de África», en el que decidí limitarme a contar cosas de la caza y de los campamentos. Jamás me atreví a escribir sobre lo mal que lo estaba pasando, ni sobre el trato que recibía de mi padre, ni mucho menos sobre mi enfermedad. Me daba terror que mi madre se enterara de todo aquello al leerlo y a la vuelta hubiese bronca o discutieran por mi culpa. Eso era algo que no quería.

Pero contaba los días que quedaban y, a falta de una semana, hice de tripas corazón y me dije: «Venga, venga, Miguel que ya falta nada para que la Tata te cure y puedas darte un buen baño de agua caliente». Esa fue mi motivación.

Nos fuimos a cazar elefantes y dimos con la manada en la que mi padre dio por fin con su trofeo. A pesar del sigilo, el viento viró de repente, delatándonos, y la matriarca, que medía como un edificio, se nos encaró agitando las orejas con violencia, barritando como una loca y levantando una terrible polvareda que enervó al resto del grupo.

Estábamos a poco más de cien metros cuando cargó contra nosotros a toda velocidad y Simoes gritó a mi padre que le apuntara a la cabeza, y ambos empezaron a dispararle con balas de expansión que no penetraban lo suficiente en su cráneo, pero que al impactar le abrían grandes agujeros de los que brotaba la sangre a chorros, a presión, como fuentes. Me mató de pena ver a ese animal peleando por proteger a su manada con su vida, de pie pero agonizando. Me destrozó.

Eché a correr entre la maleza sin mirar atrás, y para cuando los porteadores alcanzaron el coche, yo ya estaba subido en él, agazapado bajo un estrapontín. Lo que hace el miedo, que da alas. Segundos después, también llegaron mi padre y Simoes a la carrera, lívidos como fantasmas, y nada más saltar al coche, arrancamos y huimos. Ya vendrían a por la pieza, se dijeron, «pero primero dejemos que se desangre». Que se desangre...

La brecha entre mi pesar, o déjenme llamarlo rabia, y la frontera del cariño por mi padre se iba haciendo más ancha y más profunda por minuto que pasaba. Podía oír cómo se rajaba, cómo se hacía oscura y de un desprecio abismal.

En plenas sacudidas a lomos del todoterreno, de vuelta por la sabana, le observaba fumar, frustrado. Agarrado a un manillar que no le respondía, que le vapuleaba y no podía dominar, por primera vez le sentí ajeno, perdido en la soledad que se merecía.

Al llegar al campamento base, los leones lo habían destrozado todo, y quienes quedaron a cargo de él estaban subidos a los árboles, muertos de miedo. Contaron a gritos, alterados, que nada pudieron hacer, que eran ocho adultos grandes entre machos y hembras, y que no tuvieron más remedio que trepar y dejarles hacer. Habían desgarrado las tiendas de campaña tumbándolas, desparramado las provisiones, destrozando las latas a golpe de colmillo, comiéndose lo que pudieron. Tras el caos, que duró horas, se fueron sin más.

Así que, durante los días restantes, Simoes, mi padre y yo dormimos encerrados en una de las camionetas, armados hasta los dientes. El resto de la expedición, colgado de las ramas.

Para comer se mataron culebras, pájaros y una especie de rata de río de gran tamaño, muy sabrosa, que se cocinaba a la lumbre, tostándola, ensartada en un palo. Una noche, mientras raspábamos los huesos de algún bicho para apurar su carne, mi padre me anunció, sin dirigirme la mirada, que al día siguiente nos volvíamos a Madrid y, obviamente, no pude pegar ojo.

Antes del alba dejamos el campamento, luego la base central de la agencia, la selva y las sabanas, los ríos, pantanos, humedales y manadas de bestias, después el aeropuerto, la pista de despegue, Lourenço Marques desde el aire, África infinita, y, finalmente, por la ventanilla del avión avisté Lisboa, última escala. Horas después aterrizamos en Madrid tras un viaje infernal y angustioso durante el que volví a debilitarme, a sudar y a tiritar de fiebre, sin que jamás me abandonaran ni los vómitos ni las diarreas. Mi padre durmió durante toda la vuelta y antes de recostarse le pidió a una azafata que me echara un ojo por si acaso.

El desprecio con el que mi padre me trataba me paralizaba. Era una energía que me tiraba para atrás, como un zarpazo que me apartaba de todo con desdén. Añadamos a eso la profunda decepción, la vergüenza ajena y la molestia que yo le suponía.

En aquel viaje pareció darse cuenta definitivamente de que de mí no conseguiría hacer nada, ni tan siquiera algo que pudiera parecérsele al más retrasado mental de sus genes. Me dio por perdido. Yo le cogí pánico.

En el salón de llegadas del aeropuerto de Barajas, mi madre nos estaba esperando. Jamás olvidaré la cara que puso al verme. Descompuesta.

No tuve fuerzas para correr a abrazarla. Me fui a Mozambique pesando treinta y muchos kilos y lo que volvió de mí no llegaba a los quince. Tenía la piel adherida a los huesos como un niño de Biafra. Amarillo hiel, de labios cuarteados y enormes ojeras moradas descolgando de dos ojos hundidos y brillantes, llevaba los pantalones cortos atados a la cintura con un pedazo de cuerda que debieron de darme allá, en algún campamento, para que no se me cayeran. Ya estaba gravemente enfermo. Mi madre entró en un ataque de angustia y de ansiedad.

Mientras que mi padre, desde su impecable porte de las sabanas, cumplía con sus relaciones públicas y repartía sonrisas, autógrafos y declaraciones a los reporteros que vinieron a recibirle avisados por don Servando, mi madre me subió al coche y me llevó directo a casa, dejando plantado al torero. No me preguntó cómo me lo había pasado, no parecía alegrarse de verme, solo me preguntaba cómo me sentía, me decía que todo iba a estar bien y a Teodoro, el chófer, le repetía sin cesar que pisara el acelerador. Es- taba desencajada y muy asustada. Se me cerraban los ojos del peso del cansancio y cuando los volví a abrir, ya estaba arropado en mi cama con paños fríos en la frente, muñecas y garganta, que la Tata renovaba sin cesar con el agua de dos palanganas.

—¿Cómo te sientes Miguel? —me preguntó.

—Ya estoy en casa, ¿verdad, Tata?

—Sí, hijón, ya estás en casa... Ahora descansa y duerme todo lo que puedas, que te vas a poner bien.

Por primera vez desde hacía un mes, me sentí a salvo. Desapareció el hambre por completo y la sed era inagotable.

No soportaba la luz, así que corrieron las cortinas y durante los días siguientes viví a oscuras. De vez en cuando, entreabría los párpados y en la silla junto a mi cama se turnaban mi madre y la Tata, a pie de fiebres. Escuchaba conversaciones de fondo.

—Reme, ¿se ha sabido algo del doctor Jaso?

—Nada, señora... El señor está removiendo Roma con Santiago, pero ni rastro.

—Pues como no se dé prisa...

—¡Calle usted, por el amor bendito!... Al niño no le va a pasar nada... Se lo he pedido al Cristo de Medinaceli... Cada mañana bajo a Madrid a primera misa y le rezo... Le he hecho una prome- sa... que en cuanto se cure me pongo el hábito un año entero... y no pierdo la fe... Me lo va a salvar, señora... se va curar, ya verá.

Las dos lloraban mucho. Mi madre no paraba quieta, iba de un lado para otro y cada vez que hablaba por teléfono, gritaba y mal- decía. Yo dormía y vomitaba, algunas veces sangre, y en una de esas, sentado mientras bebía, caí hacia atrás en convulsiones y quedé inerte, como muerto. Había entrado en coma.

No sé cuánto tiempo quedé en aquel estado, nadie se acuerda bien. A mi familia debió de parecerle un siglo, a mí no más de diez minutos.

Primero sentí que todo era muy ligero y fresco, no me dolía nada, no tenía malestar, se habían ido las náuseas y la debilidad. Después se hizo una luz que todo lo abarcaba, una muy brillante, blanca, transparente y fría. Supe que era el camino por el que tenía que andar y empecé a hacerlo. Al poco tiempo me sentí libre de todo miedo e invadido por una felicidad que, de hecho, no podría llamar así. Era un estado nuevo, absoluto y tan bello, que empecé a decirme: «No, Miguel, tienes que ir a contárselo a mamá y a la Tata, tienes que compartir todo esto, es demasiado bonito, has de contárselo». Y cada vez que me lo decía, sentía un fuerte jalón. Fui repitiendo esa frase sin parar, como un mantra, cientos de veces tal vez, insistiendo, firme y bien decidido, mientras que la belleza de aquella sensación intentaba arrastrarme con una fuerza irresistible a la que daban ganas de rendirse. De repente abrí los ojos y les vi a todos, ahí de pie, rodeando la cama. La Tata se echó las manos a la boca y estalló en llanto y mi madre fue detrás. Mis hermanas, a quienes desde mi llegada no había visto, también, agarradas a la Rosi. El doctor Tamames, su amiga Marita y el doctor Jaso, nuestro pediatra de siempre, también lloraban abrazándose y congratulándose. Jaso exclamó:

—¡Os lo dije... os lo dije... es paludismo... lo que tiene es palu- dismo!

Pasó finalmente que, tras un despliegue en el que mi padre, amenazado por todos y con la cuenta atrás tocando a su fin, tiró de sus más altas influencias, Generalísimo incluido, se localizó al doctor Jaso el milagroso, que estaba de crucero en las Baleares, y se le trajo pitando a Madrid, en la avioneta privada de un amigo. Tardaron lo suyo, pero al final dieron con él.

A la primera toma de una fuerte dosis de quinina, las fiebres empezaron a remitir rápidamente y comencé a salir a flote.

Durante el mismo año en el que la Tata cumplía con su voto al Cristo de Medinaceli, el doctor Tamames le retiró la palabra al torero debido a su absoluta falta de responsabilidad y empezó su desprecio hacia el ser humano sin jamás perder la veneración por el maestro.

La convalecencia fue larga y me sacaron cuantos litros de sangre pudieron para análisis hasta que llegó el alta. Aun así, seguí débil durante mucho mucho tiempo. Todas esas enfermedades, las serias y graves, te dejan secuelas para el resto de la vida. Mi padre también cayó enfermo al mismo tiempo que yo, pero se refugió en Villa Paz para no tener que cargar con más culpa y vergüenza. Se curó él solo, según fue contando luego, porque como ya se sabe, esos bichos conocen el peligro que corren metiéndose en el cuerpo de un torero. ¿La verdad? Mi madre le echó de casa nada más llegar de África y le dijo que no quería verle en el resto de sus días, y que si al niño le pasaba algo, le pegaría dos tiros. ¿La otra verdad? Que no se curó solo. En la finca le esperaba su prima Mariví, la Poupée, para bien cuidar de él.

Yo me pasé el resto del verano en una silla de ruedas, tapándome y destapándome con mantas, según las persistentes fiebres fueran yendo y viniendo, a la sombra del bambú. El bicho que se me había instalado en el hígado, bien al reparo, fue otra de las desgraciadas herencias que recibí de mi padre.

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