“¿Estás en la línea del amor, o en la del miedo?”.
Esa fue la lección que más me marcó en “La Academia”, pero no la única.
La semana pasada, la productora de Infobae, Mariana Dahbar, me envió una foto: “Es confidencial”.
Era una invitación de la cadena TV Azteca para vivir una experiencia única: entrar a la casa del reality musical más famoso de México, “La Academia". Un total de 14 periodistas vivirían durante tres días como lo hacen los concursantes: tendrían clases de canto, baile, acondicionamiento físico, psicología e interpretación, competirían en pruebas y actuarían en el escenario. ¿El objetivo del inédito experimento? Que los reporteros del mundo del espectáculo “se pusieran en los zapatos de los académicos”, y empatizaran con ellos antes de escribir notas demoledoras.
Mariana Dahbar y mi editor, Omar Porcayo, me propusieron representar a Infobae y sin pensar demasiado en que 30 cámaras me grabarían 24/7; en mi descoordinación para bailar; en que estaría aislada sin Internet ni celular; o en que el show se emitiría en la mayor televisora del país, acepté el reto.
Y aunque la experiencia fue inolvidable, en sólo tres días hubo enfrentamientos; competitividad; altas dosis de “protagonismo”; disciplina férrea y momentos en los que uno duda hasta de sí mismo. ¡En sólo tres días! Valientes los académicos que afrontan la misma rutina agotadora día tras día; semana tras semana.
El primer día: nervios
El tráfico un viernes en Ciudad de México es imposible. Llego a Azteca Telenovelas con minutos de retraso, pero la producción trabaja a ritmo veloz y después de dejar mi maleta, me llevan a vestuario donde revisan mi outfit para la gran actuación del domingo. Todo el equipo corre de un lado para otro y se comunica por walkie-talkie: “Estamos microfoneando a Sandra. Sandra lista para entrar. Sandra ya en camino”. Por primera vez, siento nervios. Un hombre amable me acompaña hasta la entrada, y se abren las puertas de la casa.
Al bajar las escaleras, no conozco a ninguno de los reporteros. Aunque todos parecen ser ya amigos. Su energía indómita contrasta con mi personalidad, más tranquila y reservada. Soy consciente de las 15 cámaras que me graban desde distintos ángulos, y me incomodo. Nunca me gustó sentirme observada, a diferencia de mis compañeros, que parecen desenvolverse con naturalidad frente a los focos.
El presentador digital del show, William Valdés, ingresa en la casa y nos pide que nos presentemos. Les cuento que soy reportera de Infobae, y les hablo de la redacción de México, cada vez más grande. Les hace gracia que sea una redactora española trabajando en un medio argentino en Ciudad de México.
Estoy al lado de José Andrés, -al que más tarde llamaríamos cariñosamente “Fideo” por su envergadura-. Me siento junto a él instintivamente porque tiene un carácter parecido al mío. El 90% de mis compañeros vienen de la radio y la televisión. Cuando terminan las presentaciones, William nos lee las normas: prohibido desconectar los micrófonos, incluso en el baño; prohibido entrar en el cuarto del sexo opuesto; a las 23:00 horas se apagan las luces; prohibido hablar por señas...
Después, jugamos a imitar a artistas, cenamos pizzas y contamos chismes jugosos del mundo de la farándula. Al rato, recordamos que nos estaban grabando y algunos se arrepintieron de haber hablado de más. El grupo me gusta. A pesar de sus personalidades arrasadoras, son divertidos y buenas personas. Me encantó que estuviera también allí la perrita de Chío Maldonado, Luna, que lucía camiseta de concursante y me dio mucha compañía en los ratos más difíciles. Pienso en “los académicos” que como yo, son apacibles, prudentes y reservados, y en cómo se sentirán la primera semana. Cómo lograrán destacar entre los concursantes más arrolladores.
Los nervios ya se disiparon y nos vamos a dormir porque el día que viene va a ser duro.
Un gallo, mucha disciplina y una bronca del coreógrafo
Un gallo ensordecedor chilla desde todas las bocinas de la casa, y creo morirme del susto. Puedo decir que fue el peor despertar de mi vida. El cacareo no termina hasta que salimos de la cama. Inmediatamente después, suena el himno de “La Academia”: “¡Cuesta, subir la cuesta, la academia te despierta!".
Empezamos a desayunar, y preparamos huevos revueltos y quesadillas para todos. Estoy disfrutando de mi primera cucharada de cereales cuando suena una alarma. “¡Todos a clase!”.
Nadie da crédito. No habíamos desayunado. Los que aún están en pijama se cambian a todo correr y bajamos a las instalaciones de “La Academia”. Cuando veo a Alan Benabib me quiero morir. “Vamos, corre, corre. Llegas con energía eh”, me regaña. Él es el maestro de acondicionamiento físico. Todavía hoy me duele el cuerpo por esa clase. A algunos de mis compañeros, durante los ejercicios, les pitan los oídos, ven borroso y les duele la cabeza, así que tienen que parar. Benabib nos llama la atención por agonizar cuando hacemos las metralletas, y nos asegura que los ejercicios de “los académicos” van a ser mucho más duros. Van a sufrir.
Cuando termina la clase, desayunamos fatigados. Nos dicen que tenemos 20 minutos para ducharnos, pero nos parece más importante hartarnos a huevos y quesadillas. Suena de nuevo la bocina para ir a clase y bajamos sudados a la lección de teoría del canto de Jorge Romano. El director de “La Academia”, Héctor Martínez, nos llama la atención por desobedecer la orden de ducharnos. Se enfada aún más cuando ve que nos lo tomamos a broma. Está molesto de verdad. La disciplina es la norma en “La Academia”.
Sin descansos, llega la peor clase: coreografía. A algunos les encanta, claro. Pero yo no soy capaz de unir un paso con el siguiente, y esta descoordinación innata me lleva a recibir la peor bronca de los tres días.
Ocurrió después del calentamiento, cuando el profesor me señaló: “Tú, delante”.
Me había elegido para abrir la gran actuación del domingo. Íbamos a cantar y a bailar el himno del reality. Pero yo apenas me sé le letra y el ritmo de la música. Qué decisión tan horrorífica, yo delante. Me quejo: “Yo bailo fatal”.
Veo en la mirada del coreógrafo cierto desprecio y reacciona, para mi gusto, de manera desproporcionada. Me tacha de derrotista y de no perseguir mis sueños. “¿Cuál sueño?” Pienso ensanguinada. ¿Acaso quiero ser bailarina? Él dice que si estuviera en su poder, “ya me habría corrido del show”.
En el fondo de mi ira, entiendo su mensaje. En “La Academia" no hay lugar para las dudas. No hay espacio para los inseguros o para quienes no se atreven a salir de su zona de confort. A cada rato, pienso en los académicos. Qué difícil.
Violeta, a la que después llamaríamos “la protagonista”, se ofrece a sustituirme al frente con el solo. Y esto va a generar una de las disputas de la casa. Pero siendo honestos, baila mejor que ninguno.
Antes de terminar la clase, el coreógrafo tiene aún una regañina más. Es para Chío Maldonado, una eminencia en el periodismo de espectáculos. “¿El baile no es lo tuyo verdad?", le recrimina.
Me enfado. Nosotros no podemos advertir que el baile no es nuestro fuerte, pero él sí tiene derecho a desalentarnos. Qué duro. De nuevo, pobres académicos. Todo es más difícil de lo que parece cuando lo vemos desde la pantalla de nuestro televisor. Y nosotros como periodistas sólo valoramos la actuación el día de la gala, pero no lo que hay detrás de cada performance.
La clase de psicología de Rosa Virgen fue un soplo de aire fresco después de la regañina del coreógrafo. A algunos les podrá parecer la más intrascendente, pero en mi opinión, es la que más van a necesitar los académicos. Aislados; sin el apoyo de su familia; en una competencia feroz saturada de egos; y con juicios de valor que a veces permitimos que destruyan nuestra autoestima, van a agradecer hablar con Rosa a cada rato. Ella en una hora me hizo entender que me doy por vencida sin ni siquiera darme cuenta. Que evito entrar en conflictos para llevarme bien con todo el mundo, aunque esté segura de que tengo la razón. Y que siempre escucho más la opinión de los demás que la mía propia. Buenas lecciones.
“Cayetana”, las disputas por los protagonismos y una actuación del horror
La clase de entrenamiento vocal con Lula Ross fue la mejor. Qué mujer tan maravillosa. Agradable y profesional. Tuvimos que repetir “Camarón y caramelo” al son del piano sin equivocarnos. El ejercicio era difícil, pero ella nos permitió reírnos de nuestros desórdenes vocales y divertirnos en una jornada dura.
Me gané el apodo de “Cayetana” en la clase del montaje de la actuación. Nos hicieron cantar “Las Mañanitas” de manera individual, y mis compañeros pensaron que lo hice bien y sin desafinar. Gabriel Cuevas, el periodista más mordaz entre todos los que entramos, fue quien me puso el nombre de “Cayetana”, y después de eso creo que pocos recordaron que en realidad, me llamo Sandra.
En la clase, Violeta volvió a presentarse como voluntaria y eso molestó a Gabriel, que también inventó un apodo para ella: “la protagonista". Así llamó también a Héctor, encargado con Violeta de abrir el espectáculo. Al resto nos llamó “árbol 3”, “árbol 4”, o “coristas”. A mí me pareció ingenioso. Le molestó que la coreografía estuviera pensada para que destacaran sólo dos personas, en lugar del grupo completo, y eso originó la primera pelea. Para él, “Cayetana” y “Fideo” debían ser los que destacaran, aunque en realidad yo, nunca quise bailar al frente.
En sólo tres días, los egos, el afán de protagonismo, la competencia, la rivalidad, y la necesidad de tener un papel importante en la casa se hicieron más evidentes. Empezaron a dilucidarse los primeros grupos, y llegué a cuestionarme si debía hablar más y esforzarme por llamar la atención de la cámara y de los productores. Eso sólo en tres días. ¿Cómo será vivir así cuatro meses? Valiente cuanto menos.
Los chicos votaron entonces quién debía ganar el reality en base a la convivencia, -y estrategias de por medio para eliminar a algunos concursantes “fuertes”- terminé con la victoria gracias al voto de desempate de la periodista y representante de artistas Vicky López.
Entendí que cambiar mi personalidad y fingir ser descomedida para ganarme el cariño de la audiencia o de mis compañeros era absurdo. Pero mis dudas me hicieron pensar hasta qué punto los académicos cuestionan quiénes son, y si deberían actuar de otra manera para agradar más. Otro dilema.
La coreografía -bien sencilla- y la canción nos salían de espanto. O bailábamos o cantábamos, pero las dos cosas a la vez parecía un imposible. Decidimos quedarnos hasta la una de la mañana para ensayar. Nunca lo hicimos bien, pero desde luego, salió cada vez mejor.
El domingo, vinieron nuestros familiares y amigos a ver la gran actuación. Nos maquillaron y nos peinaron. Arthur comentó que intentáramos pasarlo bien, y que si nos caíamos o nos equivocábamos durante el baile, nos levantáramos y nos lo tomáramos con el mejor humor. No podía estar más de acuerdo. Pero esta actitud, a uno de los compañeros le pareció de “mediocres”. Creo que fue el único comentario que me resultó desafortunado. Uno puede no tener la habilidad de bailar, y no ser en absoluto mediocre. Y además, ¿hasta qué punto castigarse ayuda a perseguir nuestros objetivos? ¿Se castigarán en exceso los académicos?
La actuación tampoco salió perfecta frente a los invitados, pero en nuestra defensa, diré que apenas tuvimos tiempo para prepararla. Entiendo que eso también es lo que pensarán cada semana los concursantes.
Con todo, si diera marcha atrás en el tiempo, volvería a decir que sí a la experiencia. Entre clase y clase, el director de “la Academia”, Héctor Martínez, nos comentó que los alumnos llegan siempre con una coraza. Muchos viven en la línea del miedo. Les cuesta salir de su zona de confort. Tambalea su seguridad y autoestima, y les pesa demasiado la opinión que la audiencia y el jurado tienen de su talento. A esto se suma la dificultad de entonar la canción al tiempo que bailan, aprenderse la coreografía, la dureza de la convivencia, la rivalidad y la competencia, además del aislamiento, y en ocasiones, la soledad.
El domingo 10 de noviembre, “La Academia” arrancará en Azteca Uno y me tocará valorar algunas de las galas. Y estoy segura de que no olvidaré al momento de escribir y emitir juicios de valor, estos tres días que recordaré para siempre.
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