Festival de cine de Deauville, 1996. Para un actor y una actriz de alta vara y abrumados de premios… un principio algo obvio.
Más que un festival de cine, un guionista top habría elegido algo… más romántico, digamos. Una carta equivocada. Un malentendido… bien entendido. Un único refugio en una salvaje noche de tormenta. Carnaval en Venecia en góndolas –y miradas– cercanas. Etcétera.
Pero lo que empieza bien termina bien… aunque se trate de dos actores en un festival de cine.
El Destino, se sabe, es juguetón, pero a veces se toma vacaciones… y no se esfuerza gran cosa.
Pero alto el fuego. No hacía mucho, él, Michael Douglas, el grande y el hijo del más grande, Kirk, categoría monstruo sagrado, le había deslizado a un amigo un fósforo encendido cerca de la mecha:
—Me gustaría conocerla.
Y como todo se sabe, en política y sobre todo en el show business… ella, esa mujer de inenarrable belleza nacida Catherine Zeta-Jones, de sangre galesa e irlandesa (Help!), no mordió, pero acarició el anzuelo con una ola muuuy suave.
—Quiere conocerme… pero no sé bien qué quiere conocer de mí…
Catherine, gloriosa Catherine… ¿tal vez tus dudas respecto a las nuevas corrientes filosóficas? Perdón por la ironía…
Sin embargo, y a pesar de la módica empatía inicial, cierto escollo parecía, si no insalvable, complicado. Porque cuando Michael, el nieto del trapero, perseguía asesinos y otros malandrines en la serie Las calles de San Francisco en 1972… Catherine no había nacido.
Cuentas claras para no errarle: hoy, él tiene 73, y ella, 48. Minuto más o menos, un cuarto de siglo de diferencia. No un abismo, pero tampoco un charco después de la lluvia que se elude con un saltito…
En ese instante del festival, el acaba de filmar El crimen perfecto, y ella, La Máscara del Zorro junto al –dicen– irresistible Antonio Banderas.
Y como el Zorro es invencible, y en esos años estaba casado y más o menos feliz con la muy difícil Melanie Griffith, ambos decidieron disfrazarse de Cupido(s). ¡Los presentaron! Formalmente. A la antigua…
Hoy, a diecisiete años juntos y de amor (aunque estas dos últimas palabras suenen un poquito a Corín Tellado), recuerdan el día D. La gran invasión… pero más sutil. Y en un bar: ese mágico lugar en que todo se arregla o todo muere.
Michael: Me pareció que no le caí muy bien. Sin embargo, me porté como un caballero.
Pero ipso facto (hijo e´tigre: papá Kirk no fue muy lento para las cosas del querer)… lanzó la atómica. O la de hidrógeno, más moderna y letal:
—¿Sabés?
—¿Qué?
—Voy a ser el padre de tus hijos.
Laaarguísima pausa de Gales e Irlanda. Y réplica:
—¿Sabés?
—¿Qué?
—Oí mucho sobre vos, Michael. Vi mucho sobre vos. Creo que es hora de que te diga… buenas noches.
Michael, mudo. Ella viajaba al otro día. Él le mandó un ramo de flores: uno de los lenguajes del perdón… Y también un infalible lenguaje para derrotar a la defensa más cerrada: los diamantes.
Y llegaría ese momento…
Las cosas siguieron su camino clásico: largas charlas by phone, varias citas, avances con mucha calma, como los grandes barcos cuando se acercan al muelle…
No mucho después, el descubrimiento del Big Bang de los corazones: "La pasábamos muy bien": confesión mutua.
Y de pronto, el hombre fuego, la mujer estopa, la ecuación funcionó como desde los días de la Creación: Catherine esperaba un hijo…
Y Michael se portó como quien es: como un homo sapiens legítimo. Le propuso boda, amor eterno y confites volando hasta las nubes… además de deslizar por el dedo anular de Catherine un colosal anillo: veintiocho diamantes pequeñitos… rodeando a un jefe–quilate de liquidación en Tiffany´s: un millón de dólares.
Se casaron como Dios y los hombres mandan, un año después. ¡Y nació Dylan! Primer hijo de ella, segundo de él.
Salto hacia la segunda felicidad. Año 2003. Generosa cigüeña –perdón por esta antigualla: muchos la aman todavía– desliza por la chimenea a Carys. Ya son padres es-can-da-lo-sa-men-te felices. Pero el pan de los hijos debajo del brazo no son el maná ni la panacea universal.
En un punto, Michael Douglas, estrella sin nubes, sol sin eclipse, debe bajar la cabeza y confesar, más que el célebre hábito de Giacomo Casanova, una enfermedad: su adicción al sexo.
Las tres palabras lo dicen todo. No es necesario entrar en detalles. En todo caso, lector, busque Príapo en un diccionario de mitología… y comprenderá cómo una aparente virtud, un regalo de la biología, puede ser un drama.
Michael lo enfrentó. Pero se trata de un drama de a dos. Y Catherine fue su primer apoyo… Llegó el alta.
Pero medio año después (2009), los continuos traspiés de su garganta, de su voz, y los consabidos exámenes gatillaron con crudeza, a la manera de los muchos héroes que encarnó en cine… cáncer de garganta.
Orden de luchar. Batalla abierta. Rayos. Quimio. Todo lo que hace correr frío por el cuerpo y temer por el adiós del alma. Por el fin.
Rodeada de periodistas, Catherine dijo:
—Lo más difícil fue verlo fatigado. ¡Michael jamás se cansa! Si algo tiene… ¡es fuerza!
Así fue hasta ese 2011 del alta. De la derrota de la células malignas. De la angustia día y noche, fue como una heroica soldadera junto a su hombre.
El mismo hombre que, en 2013 y durante una entrevista con The Guardian, dijo la frase que hizo estallar por primera vez en años a la furia de su mujer.
—No, no me arrepiento de haber fumado y bebido. El cáncer que yo tenía lo causó el sexo oral, el virus del papiloma humano, que viene en realidad del cunnilingus.
¡El sexo oral era el responsable de su enfermedad! Y como si no alcanzara, agregó con cierta ironía:
—Me preocupé por si el encarcelamiento de mi hijo desencadenó el cáncer. Pero lo cierto es que es una enfermedad de transmisión sexual. Y si la tienes, el cunnilingus también puede ser la mejor cura.
La respuesta de Catherine fue en privado y no en los mejores términos. Hubo gritos, enojo y reproches. Se sentía humillada.
Douglas volvió a dar la cara, en esta ocasión para pedir perdón públicamente. Una vez más en las páginas de The Guardian, declaró:
—Fue una de esas cosas que lamento, me disculpo por cualquier vergüenza que pude provocarle a Catherine.
La furia, sin embargo, no se apaciguó. Pasados esos días, esa densa niebla que invade el alma…, tres meses después cayó Catherine. Comportamiento errático. Diagnóstico: trastorno bipolar. Ergo, convivencia difícil.
Decisión inteligente (o no: ¿quiénes son los otros para juzgar?): separación temporal.
—Tuvimos un pequeño bache en el camino… El problema en este negocio es que todo es tan público. Amo a Catherine tanto y más de lo que tengo y espero que ese sentimiento sea mutuo —dijo Douglas angustiado.
Hubo largos meses de soledad, de incertidumbre, de abismo. Pero sabiendo cada día, cada hora, cada minuto, cada segundo, qué atravesaba cada uno…
Volvió a amanecer entre la niebla en el 2015.
Ella fue dada de alta. Y fue declarada "la mujer más bella del cine desde Brigitte Bardot". Pero no fue lo más importante.
Lo más importante sucedió –como los milagros– el último 25 de septiembre, y volverá a suceder cada 25 de septiembre, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que…
Catherine volvió a decirle al mundo que él fue, es y será el hombre de su vida.
En su cuenta de Instagram -ese 25 de septiembre en que ambos cumplen años (¿una vez más el azar?)- escribió: "Una de nuestras primeras citas, en una pelea de box en Las Vegas. Me tuviste desde el primer round. Feliz cumpleaños cariño".
El final ya se sabe. Los dos. Con un cuarto de siglo de diferencia. Pero los dos.
Si alguien no cree en el destino, que revise esta historia. Viene con sorpresa. Como el anillito o la chuchería que ocultan los huevos de Pascua hasta que una mano los abre. O como el amor.
Porque a lo mejor, superstición más, superstición menos… todo lo puede.
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