Mucha inteligencia secreta no es realmente secreta, y lo que es secreto no siempre es muy inteligente. Este apotegma circula desde hace décadas por los pasillos del poder de Washington. Sin embargo, el sistema de clasificación de documentos está más vivo que nunca. La inteligencia y el secretismo perduran desde 1774, cuando las actas de ciertas sesiones del Congreso fueron restringidas al público. Desde entonces, las administraciones se suceden y siguen acumulando una enorme cantidad de documentos clasificados que por alguna razón no pueden ser expuestos. Se calcula que el año pasado fueron unos 90 millones los documentos que entraron en el sistema. Tres por segundo.
El sistema tiene una magnitud que es incontrolable, aseguró un funcionario de los Archivos Nacionales que es la institución encargada de guardarlos. Hay varios niveles de acceso. También hay varios niveles de clasificación de documentos. Unos 2.000 funcionarios se ocupan en Washington de clasificar cada día el nivel de seguridad con el que deben ser archivados los documentos. Lo presidentes y vicepresidentes tienen un acceso casi irrestricto. Pero como todo el resto de los funcionarios tienen prohibido llevarse esos papeles a su casa. Algo que “olvidaron” hacer Donald Trump, Joe Biden y Mike Pence. Y ahora están los tres encerrados en un laberinto jurídico de consecuencias políticas inéditas.
Todo comenzó cuando la justicia inició un proceso contra Trump quien se negaba a entregar documentos clasificados que le venían pidiendo desde hacía un año. Los tenía escondidos en su mansión/club de Mar-a-lago, en Florida. Sus abogados terminaron entregando 15 cajas pero se quedaron con otro número no especificado de documentos que Trump considera “de propiedad privada”. El presidente Biden criticó de todas las maneras posibles la actitud de su antecesor hasta que sus propios abogados encontraron papeles clasificados como confidenciales en su propia casa de Dellaware. Una segunda inspección encontró otro lote de documentos unos días más tarde. El ex vicepresidente Pence salió a criticar la actitud del actual presidente hasta que sus propios asistentes encontraron también en su casa un lote de informes confidenciales que no debían estar allí. Los tres están ahora bajo investigación. La diferencia entre Biden y Pence y Trump es que los primeros consideran haber cometido un “error” y que el segundo sostiene que esos documentos son propios.
La “Presidential Records Act” (PRA), una ley de 1978, obliga a los presidentes y vicepresidentes estadounidenses a transferir todos sus correos electrónicos, cartas y otros documentos de trabajo a los Archivos Nacionales. La PRA cambió la titularidad legal de los archivos oficiales de un presidente, que pasaron de ser privados a públicos a partir del 20 de enero de 1981, cuando Ronald Reagan tomó posesión de su cargo. La ley se extiende también a los archivos de los vicepresidentes. Al final de cada mandato, los documentos clasificados bajo diferentes niveles de seguridad deben ser enviados a los Archivos Nacionales y los considerados documentos históricos de los presidentes son transferidos a las bibliotecas y museos presidenciales. Estas son bibliotecas y centros de estudios construidos especialmente una vez que termina el mandato en los estados de los que son oriundos o en universidades. A los cinco años desde que dejaron la Casa Blanca, los documentos desclasificados pasan a ser de acceso público, pero muchos otros quedan por décadas en la oscuridad.
Por supuesto que nada de todo esto es nuevo. La primera resolución tomada en Estados Unidos para proteger los secretos de estado data del 6 de septiembre de 1774 cuando se aprobó una ley para los congresistas: “Resuelto, que las puertas se mantengan cerradas durante el tiempo de los negocios, y que los miembros se consideren bajo las más fuertes obligaciones de honor, para mantener los procedimientos secretos, hasta que la mayoría ordene que se hagan públicos.”
Tampoco es inédito en la historia. Todos los Estados se manejaron y lo siguen haciendo en base a resoluciones secretas. Una de las acciones de clasificación de información tecnológica más eficaces que se conocen provienen de los primeros griegos. Las órdenes secretas viajaban en unas cajas especiales recubiertas de lo que llamaban el “fuego griego”. Era un material que “se catapultaba de un combatiente naval de madera a otro durante el apogeo de la Edad de Bronce, cuando las ciudades-estado griegas guerreaban continuamente entre sí y contra cualquier otro enemigo que pudiera aparecer”. La cobertura de las cajas estaba compuesta por algún tipo de brea o sustancia orgánica inflamable y se comportaba de forma muy parecida al napalm. Los efectos del “fuego griego” en los buques invasores con casco de madera y propulsados por remos y velas eran catastróficos. Los ingredientes reales eran un secreto muy bien guardado, tanto que ni siquiera hoy se conocen. Otro ejemplo de “clasificación” con fines puramente militares citado por los maestros de espías se produjo durante la guerra de Troya, cuando se ocultó a los soldados griegos dentro de un caballo de madera. Esa “acción de clasificación” se “desclasificó” con bastante rapidez cuando aparecieron y abrieron las puertas de la antigua ciudad de Troya. Y el ejemplo clásico de clasificación se produjo en el año 300 a.C., cuando Sun Tzu escribió “El arte de la guerra”. Identificó que “la formación y el procedimiento utilizados por los militares no deben divulgarse de antemano, debe mantenerse en órdenes secretas”.
Todos los documentos elaborados en la Casa Blanca deben ser enviados obligatoriamente a los Archivos Nacionales para ser clasificados. Se cree que unas 2.000 personas están encargadas de esa tarea. Se supone que se trata de agentes de inteligencia y abogados del más alto nivel que de esa manera tienen acceso a una cantidad infinita de información. Son los que determinan si un documento requiere la autorización de seguridad. Existen tres niveles de clasificación: “confidencial”, el más bajo; “secreto” y “alto secreto”. De esta manera pueden volver a las manos de los funcionarios que lo necesiten, pero siempre y cuando tengan el nivel de acceso adecuado. Se calcula que son 1,3 millones de personas las que tienen el nivel más alto para acceder a estos secretos. De todos modos, estos funcionarios sólo pueden acceder a la información “no militar”. El nivel con la información emanada del Pentágono y las agencias de seguridad está sumamente restringido y con mayores niveles que el de los civiles.
Por otra parte, la denominada Ley de Espionaje, prohíbe a los funcionarios estadounidenses guardar documentos clasificados en lugares no autorizados y no seguros. Obviamente, esto incluye trasladarlos a sus residencias privadas una vez que dejaron el cargo público. Toda persona que intencionadamente oculte o destruya documentos oficiales “podrá ser multada y encarcelada por un máximo de tres años, y podrá ser inhabilitada para ocupar cargos públicos y para ser elegida para un cargo”. Aunque antes la justicia tiene que determinar si se hizo “intencionalmente”. Y de aquí se toman en la Casa Blanca. El abogado de Biden, Richard Sauber, dijo que confiaba en que la investigación del recién designado fiscal especial Robert Hur demuestre que los documentos clasificados encontrados en una residencia y una oficina privada del actual presidente “se extraviaron sin querer”. Por el mismo andarivel están transitando los abogados de Pence, quien dio él mismo la orden de que revisen sus archivos en busca de documentos en su casa de Indiana.
Lo de Trump es mucho más complicado. Fueron los funcionarios de los Archivos Nacionales los que se dieron cuenta de que faltaban documentos. Trump se negó a devolverlos. La mayoría de ellos estaban clasificados como de “alto secreto”. Según el Departamento de Justicia, los documentos fueron “probablemente ocultados y retirados” de una sala de almacenamiento. Por eso, Trump se enfrenta también a una investigación por posible obstrucción a la Justicia. La ley estadounidense establece una pena máxima de 20 años de prisión por “obstruir una investigación federal destruyendo, falsificando u ocultando documentos”.
La epidemia de documentos secretos en manos de los ex más altos funcionarios –en el caso de Biden los mismos datan de la época en que era vicepresidente- está haciendo replantear el problema de la clasificación y el secretismo en Washington. Están pensando en “soluciones tecnológicas”, según un congresista entrevista por la CBS. Aunque aclaró que no estaban buscando reemplazar “una nube de papeles” por “una nube de bits” porque “lo único que conseguiremos es que las nubes choquen y provoquemos una tormenta perfecta”.
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