Podías viajar en el bus de la línea S o ser el conductor del Lamborghini de cientos de miles de dólares: en cualquier caso te tocaba esperar democráticamente a que el policía de tránsito lograse abrir un claro en Collins Ave y 73rd St. entre los argentinos que festejaban que su selección nacional de fútbol, de la mano de su capitán Lionel Messi, había ganado el Mundial Qatar 2022.
La espera era larga: de los tres carriles de la avenida principal de Miami Beach, solo uno permitía, cada tanto, el paso de los automóviles. Y mientras tanto los argentinos te cantaban en la ventanilla y te agitaban la bandera celeste y blanca frente al capot y te ofrecían Fernet con Coca-Cola en vasitos de plástico. En algún momento terminabas por sacar el celular y grabarlos.
Porque nunca se vio algo así en Miami Beach.
Collins Ave no sólo es importante, sino que en varios tramos desde South Beach hasta Bal Harbour es la única vía hacia el norte. Nunca se corta. La excepción de los últimos años fue el derrumbe del edificio de Surfside, donde murieron 98 personas. Pero el tercer triunfo mundial de La Scaloneta —muy esperado desde el último, en 1986, con Diego Maradona— simplemente llenó las veredas y el asfalto de gente, y el corte resultó un fait accompli.
Centenares de personas llegaron al Pequeño Buenos Aires en la mañana del domingo 18 de diciembre para ver la final inolvidable de la copa FIFA entre Argentina y Francia. Algunos incluso esperaron desde las 2 de la madrugada frente a Manolo, la cafetería-restaurante favorita para ir a mirar todos los partidos de fútbol.
A las 9 de la mañana, justo en diagonal a la esquina con los mejores churros de Miami, abrió sus puertas el Bandshell, un anfiteatro comunitario al aire libre que proyectó en pantalla gigante la transmisión del partido en directo. Desde entonces, la playa norte quedó vestida de celeste y blanco: los hinchas, los bebés, los perros, todos llevaban las camisetas de la selección sudamericana. Una bandera con la imagen de Maradona completaba la liturgia.
—¡Lo que se vivió en el momento del partido! ¡Una ansiedad! —recordó Rodrigo Balseiro, un argentino emigrado a la playa—. Al principio sentías que ya estaba, que Messi iba a tocar la copa del mundo, y después que se nos escapaba.
—Qué manera de sufrir —lo interrumpió un compatriota que pasaba.
—Con el tercer gol, increíble, de Messi, pensabas “3 a 2, ya está, ahora sí”. —siguió Rodrigo— Y nos comimos un penal tonto.
La infartante definición por penales no lo preocupaba mucho: “Sabía que el Dibu los iba a atajar”. No obstante, cuando Gonzalo Montiel pateó el penal que marcó el triunfo, sintió “algo inexplicable”, dijo. “Me arrodillé. Lloré. Fue el momento más hermoso de mi vida”.
Las comunidades que conviven en la zona apoyaron, en su mayoría, a los argentinos. Cubanos, peruanos, venezolanos y colombianos participaron de la fiesta. Algunos no tenían la camiseta oficial, ni una imitación, pero combinaban prendas con sus colores.
Celeste, una argentina, llevó a su vecino César: “Él me había dicho al comienzo del mundial que la final iba a ser entre nosotros y los franceses”, contó. Y esa mañana le había mandado un mensaje con otro vaticinio: “Hoy gana Argentina”. Así que Celeste salió de su casa, le golpeó la puerta, le pintó la bandera en la cara y lo arrastró hasta las inmediaciones de Manolo, ya llenas.
—Y tú no me creías, muchacha, decías “Ojalá, ojalá”. ¿Cómo que ojalá? Yo siempre supe que Argentina ganaba, cojones.
La concentración de argentinos ocupaba dos cuadras compactas y sus laterales; en algunos lugares, como en Manolo, también había gente en el techo y en el estacionamiento, trepada a las palmeras. Llegar hasta el corazón del Pequeño Buenos Aires implicaba estacionar al menos a 10 cuadras y caminar con los extraños en una atmósfera de alegría y amabilidad.
Poco más al norte, en Collins Ave y 93rd St, el Shul de Bal Harbour había organizado un desfile de la Menorá y un carnaval con música y comida. Los policías que custodiaban este comienzo de Hanukkah no entendían bien qué era eso del “Es un sentimiento, no puedo parar”. Uno de ellos sacó su celular y comenzó a grabar: “Nunca vi algo así aquí”, comentó.
A la noche el festejo seguía en el Pequeño Buenos Aires. Algunas personas cargaban niños dormidos, pero pocos emigrados estaban dispuestos a dejar esa burbuja de emociones que habían creado a lo largo del día, una evocación de sus raíces sin nostalgia ni rencores, pura felicidad.
A la vuelta, sobre 73rd St, un Nissan gris estacionado lucía un cartel pegado al parabrisas: la foto del Messi y su frase “¿Qué mirá', bobo? Andá pa’allá”. Ese clásico instantáneo se repetía en gorras y camisetas.
En el fresco de la playa —el invierno boreal llegará en pocos días— una familia se sentaba en la arena con madre, padre y niño con el número 10 en la espalda, su bandera flameando al viento del atardecer. En la orilla, tres hombres con camisetas argentinas comentaban detalles del partido en un inglés con acento de Boston, mientras se mojaban los pies.
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