El hombre que intentó matar al entonces presidente Ronald Reagan hace cuatro décadas podrá vivir su vida sin restricciones si mantiene buena conducta y no sufre de más trastornos mentales, determinó un juez el lunes. John Hinckley Jr. fue dado de alta de un hospital en Washington en el 2016 y ha estado viviendo en Williamsburg, Virginia, pero con ciertas restricciones, como por ejemplo tiene que visto regularmente por médicos y psicólogos y tiene que tomar ciertos medicamentos.
El juez federal de distrito Paul L. Friedman en Washington declaró, en una audiencia de 9’0 minutos, que tomará una decisión al respecto en los próximos días. Entre las otras restricciones que tiene Hinckley está la prohibición de tener armas. No puede entrar en contacto con la familia de Reagan, ni con las demás víctimas ni sus familias ni con la actriz Jodie Foster, con la que estaba obsesionado cuando intentó matar al presidente de los Estados Unidos el 30 de marzo de 1981.
Friedman declaró que Hinckley, hoy de 66, no presenta actualmente síntomas de trastornos mentales, no ha incurrido en conducta violenta y desde 1983 no ha expresado interés en portar armas. “Si no hubiese sido por el hecho de que trató de matar a un presidente, hubiera sido puesto en libertad incondicionalmente hace mucho, mucho tiempo”, expresó el magistrado. “Pero hoy en día todos estamos satisfechos, en base a los estudios, análisis, entrevistas y experiencias del señor Hinckley”, añadió.
Hinckley -que tenía 25 años en el momento del atentado- disparó a Reagan, así como al secretario de prensa de la Casa Blanca, James Brady, a un agente del Servicio Secreto y a un policía, frente a un hotel de Washington, D.C., frente a las cámaras de televisión. Brady murió años después, en agosto de 2014, en lo que según la oficina del forense fue un homicidio por las heridas que sufrió en el tiroteo.
El atentado
Eran las 14.30 del 30 de marzo de 1981, hace poco más de cuarenta años, y Hinckley -un perturbado mental- había intentado asesinar a Reagan para deslumbrar a Foster, encandilado como estaba por su belleza desde que la había visto en Taxi Driver, la película dirigida por Martin Scorcese que la joven actriz había protagonizado junto a Robert De Niro.
Escondido entre la multitud que esperaba ver salir al presidente después de un almuerzo y el consabido discurso ante representantes de la la Federación del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales de Estados Unidos, Hinckley disparó seis veces en tres segundos cuando Reagan saludó a la gente, primero con el brazo derecho alzado y luego con el izquierdo. El asesino usó un revolver Röm RG-14, calibre 22, cargado con balas explosivas “Devastator”, que contenían pequeñas cargas de azida de plomo, un compuesto inorgánico usado en detonadores para iniciar explosiones secundarias: la idea era que esos proyectiles causaran el mayor daño posible.
La primera bala le dio en la cabeza de Brady. La segunda hirió en la espalda a Thomas Delahanty, el oficial de policía. La tercera bala pasó por encima de Reagan y fue a estrellarse en una ventana de uno de los edificios frente al hotel. El cuarto disparo hirió en la parte baja del pecho al agente del servicio secreto Timothy McCarthy, que reaccionó tal y como estaba entrenado: se puso delante de las balas destinadas a Reagan. La quinta bala dio en uno de los vidrios blindados de la ventanilla de la puerta trasera derecha del coche presidencial. La sexta y última rebotó en el auto y le dio a Reagan en la axila izquierda, pegó en una costilla y se detuvo en el pulmón, a dos centímetros y medio del corazón.
Ni Reagan, ni ninguno de los miembros del servicio secreto notaron que el presidente estaba herido. Para cuando el auto arrancó rumbo a la Casa Blanca, según la orden del agente Parr, Hinckley estaba en el suelo mojado de la calle T. El lugar era un descontrol. Otro de los agentes del Servicio Secreto, Dennis McCarthy, sin relación alguna con el agente McCarthy herido en el pecho, mantuvo en el suelo a Hinckley que, en segundos, estuvo bajo una pila humana que intentaba evitar que alguien asesinara al agresor, mientras otro agente, Robert Wanko, enarbolaba una ametralladora Uzi que había sacado de un maletín: en las fotos del atentado, que ya son leyenda, se ve a Wanko en un mudo grito de desesperación, con el arma en sus manos.
Reagan, en el asiento del auto blindado y con el agente Parr encima y paralizado por un intenso dolor en la espalda, le murmuró: “Me parece que me rompiste una costilla. Y, además, creo que la costilla me atravesó los pulmones”. Enseguida tosió y una bocanada de sangre espumosa salió de su boca. Parr, entonces, tomó la decisión que salvó la vida del presidente: ordenó que el auto cambiara el rumbo y se dirigiese a toda velocidad al George Washington University Hospital.
Allí, los médicos del equipo de traumatología dirigidos por el doctor Joseph Giordano ni siquiera tuvieron tiempo de preparar una camilla: les habían avisado que llegarían tres heridos graves, Brady, en la cabeza, y los agentes Delahanty y McCarthy en la espalda y el pecho. Y de pronto, antes de lo previsto, vieron llegar la limusina presidencial, con las banderas desplegadas a los costados, de la que bajó Reagan con paso vacilante camino a la sala de emergencias.
Los médicos lo vieron pálido, jadeante, hipotenso, con un fuerte dolor en el pecho y la espalda: pensaron que Reagan había sufrido un infarto. Fue cuando le quitaron la ropa que hallaron una entrada de bala de un centímetro y medio en el costado izquierdo. No había orificio de salida. La bala seguía dentro del pecho del presidente.
Había que sacar la bala del cuerpo de Reagan. Entubado en el lado izquierdo del hemitórax, Reagan seguía drenando sangre. Los médicos se preguntaron si, con el proyectil tan cerca del corazón, valía la pena operar ¿No era un riesgo demasiado grande?
Benjamin Aaron, jefe de cirugía torácica del hospital decidió hacer una toracotomía porque Reagan había perdido ya al menos tres litros de sangre. Un catéter determinó la ubicación exacta del proyectil, casi “palpó” la punta de la bala, y una incisión pleural permitió extraerla. Pasó de la mano de los médicos a las del Servicio Secreto. Antes de la anestesia, el presidente, que al parecer no perdió su buen ánimo, dijo a los médicos: “Espero que sean todos republicanos”. Giordano, el jefe de traumatología del George Washington University Hospital, un demócrata liberal convencido, le contestó: “Hoy somos todos republicanos, señor presidente”.
A esa hora, con la bala extraída a Regan en su poder, los investigadores sabían que el revolver usado por Hinckley había sido comprado en Rocky’sPawn Shop, en Dallas, Texas. Lo que no sabían, y se supo después, eran qué había llevado a Hinckley a atentar contra Reagan.
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